
157. Olivas y fútbol
La primera vez que vi al griego, se encontraba cabizbajo en la acera, sosteniéndose la quijada con ambas manos, como si la cabeza estuviera a punto de zafársele y rodar por la calle. Haciendo gala de las costumbres de intromisión que tantos problemas e historias me han regalado en la vida, le pregunté, más o menos en broma, si todo estaba bien o si debíamos llamar a la unidad de asistencias del corazón.
Yo venía de robar algunos libros de la biblioteca del Instituto Cervantes de Cracovia, única fuente de literatura en español de calidad en la ciudad. Aunque me había asegurado de que nadie me seguía, necesitaba regresar a mi cuartito en la residencia estudiantil para sentirme de nuevo a salvo. Claro que podía rentar los libros, pero eso no me permitía subrayar cualquier repentina sublimidad del autor, tachar alguna desavenencia o escribir notas acostadas en los márgenes. Necesitaba poseer todos esos libros nuevos.
La situación del negocio es dura, me contestó. A sus espaldas se erigía un pequeño y solitario local del que salía jazz y un fuerte olor a jardín. Oliwki era el nombre (la letra O en el logo, como no podía ser de otra forma, era una oliva sin semilla). En una pequeña pizarra al lado de la entrada leí escrito con tiza verde: “Cata de los mejores aceites de oliva europeos”.
Me hubiera gustado colaborar con el emprendimiento, pero gracias a la honestidad a la que obligan las asperezas de la escasez, confesé que no tenía ni para los libros de mis cursos. Las olivas, los aceites, los quesos y sobre todo los vinos excedían mi presupuesto de estudiante becado. Como lo único que podía ofrecer era algo de compañía, decidí sentarme un rato a platicar con él.
Lo primero que aclaró al presentarse fue que no era griego sino español, pero que se había ganado el apodo en su juventud gracias a las recurrentes disertaciones filosóficas que iniciaba cuando bebía. Ni siquiera le pregunté el nombre. Era un tipo grande y fornido. Los dos carriles de pelo rizado que le quedaban a los costados de la calva y la nariz recta le hacían honor al mote. En otras palabras, griego le iba bien.
Su soledad era patente. Me contó que había venido a probar suerte en Polonia porque las condiciones del mercado en España eran crudas y complicadas. Esta parte de la conversación la recuerdo con dificultades. Dijo algo así como que las cadenas de supermercados usaban el aceite de oliva como su chivo expiatorio; le bajaban los precios para atraer clientes a llenar sus canastas dentro de sus tiendas y que luego los agricultores estaban obligados a recibir las bajas de precios como un mandato real.
El griego había abierto el local con la idea de convertirlo en un verdadero santuario de la oliva. Una buena parte del producto provenía de la propia familia. Desde generaciones atrás se habían dedicado a la cosecha de olivas y producción de aceites en una mediana parcela de Jaén. Luego de abastecerse de aquella y otras selectas fuentes, el griego preparaba los productos para el deguste. Las combinaciones eran suntuosas y las reglas extremadamente complicadas. Por ejemplo, las aceitunas deshuesadas gigantes, decía el griego sosteniendo una oliva imaginaria entre sus dedos peludos, por aceitosas y regordetas, debían acompañarse con un Rosé; las carnosas aceitunas sevillanas con un Cabernet, y eso sin hablar de quesos y otros agregados. Después de hablar un rato en la calle me invitó a entrar al lugar y me puso en un plato un baguette con aceite, fue a buscar al enfriador una botella y nos sirvió vino a ambos.
De regreso a mi residencia, me fui cavilando sobre aquel negocio que, a pesar de haber sido creado por un verdadero artista, parecía irse a pique. No sin cierta dejadez infantil, pensaba para mí mismo que la gente de las cercanías tenía que conocer al griego. Pero el que ha vivido en un dormitorio estudiantil sabe que en una noche de fiesta las penas las preocupaciones (propias y ajenas) se disuelven como una mota de polvo en un abismo negro y desconocido.
Lo que no cambiaba nunca era mi ruta. Habría sido más inteligente evitar en la medida de lo posible la calle Grodzka para no pasar por el Instituto Cervantes y minimizar las posibilidades de que el librero me reconociera en posteriores emboscadas. Pero cada día al regresar de la universidad, me daba por ver si habían cambiado las novedades en las vitrinas y luego me deslizaba por las calles principales del centro hasta la calle Copérnico, donde vería al griego detrás del mostrador, a veces completamente solo, como si esperara una epifanía, o a veces atendiendo contados señores que llegaban a darse un elegante gusto.
Una tarde, al regresar de un electivo sobre literatura inglesa, escuché desde lejos un griterío espantoso. Lo que parecía un accidente de tránsito era en realidad una discusión entre un mecánico y una señora cuyo carro descansaba detenido a media calle. La señora, una rubia entrada en años de facciones delicadas y sandalias de peluche, se quejaba de que lo que el mecánico pretendía cobrarle por haberle arrancado el automóvil con pinzas era un atraco. Razón no le faltaba ni a ella ni al mecánico que contestaba que un trato era un trato, como lo habían arreglado por teléfono antes de tener que mover innecesariamente su pequeña grúa. La mujer lo increpaba con un valor que yo no habría tenido para enfrentarme al gigantesco energúmeno de bíceps hinchados y camiseta sin mangas. Un grupo de gente se había reunido alrededor para intentar menguar el conflicto.
La discusión subía cada vez más de tono. De repente un señorcito envalentonado ordenó al mecánico que le bajara el tono y mostrara respeto a la indefensa señora o llamaría a la policía. Qué otra cosa podía contestar el mecánico. No te metas en este asunto o te va a caer una buena tunda. La casa habría cerrado la apuesta en el momento en que las sombras de las manos del mecánico se posaban sobre el rostro del señor que ya invocaba la intervención divina para salir vivo del círculo.
De un momento a otro el ominoso cuerpo del mecánico yacía en el piso, no por acción del temerario señor que aún desconcertado respiraba agitado, sino del griego que sin ser notado se había deslizado entre la pequeña multitud, valga el oxímoron, con un rodillo y había atestado un solo golpe entre la nuca y el occipital del probable agresor.
Al salir del círculo entre aplausos, tomado de los brazos por dos policías, me reconoció entre los espectadores y como pudo me gritó que las llaves del local estaban en una esquina dentro del mostrador, que cerrara la puerta y le dejara una nota con mi teléfono. Justo entonces desapareció en las profundidades de la patrulla policial.
Me dirigí al negocio para cerrarlo como me lo había ordenado. Una pareja de ucranianos esperaba frente a la caja para llevarse un kilo de olivas sicilianas. Me pareció más sencillo atenderlos que explicar que el negocio estaría cerrado por tiempo indefinido gracias a una agresión física del propietario. Lo único que había que hacer era tomar las olivas con un cucharón y colocarlas en un empaque plástico. Nada que me superara.
La pareja caminó por las cuatro esquinas de Oliwki, y luego de admirar la decoración, en su mayoría fotos de olivares antiquísimos en Jaen, se sentó en una de las mesas y ordenó también unas copas de vino blanco. Como no les entendía mayor cosa, pensé que mi estadía en la tienda iría para largo y me lamenté haber jugado de colaborador en vez de regresar a mi habitación a estudiar.
Al parecer entre el conjunto que había visto el altercado (una inmejorable campaña publicitaria para el local del griego) un grupo de amigos había decidido entrar al local a catar aceites de oliva. Les serví algunas variedades de los aceites en unos vasos azules de vidrio, como había visto hacerlo al hombre en nuestro primer encuentro, cuando me había hablado de cepas, climas y notas.
Este tiene un sabor almendrado, dijo el más alto mientras se quitaba los lentes oscuros, tal vez de la emoción que le había causado el aceite, tal vez para impresionar a una de las dos muchachas que los acompañaban, una altísima y huesuda polaca que masticaba algo de español. Este otro es amaderado. ¿Lo sientes, Alicia? preguntaba, ¿Lo sientes?
El local se vació entrada la noche, cuando la gente ya coqueteaba con la borrachera. Estaba claro que aquel no era lugar para las escenas que tenían lugar en esa mesa llena de presencia libertina. Robert, así se llamaba el polaco catador, me intentaba convencer de servirle un trago de aceite de oliva y vodka. Fue entonces que Alicia y el resto del grupo supieron que era suficiente.
La llamada me despertó al día siguiente. El griego se había enterado a través de las cámaras de vigilancia de mi desobediencia y estaba absolutamente iracundo. Requirió mi presencia de inmediato en el local. Y yo, como si fuera su empleado, o más bien su soldado, obedecí. El alegato que profirió me pareció en el momento un total sinsentido.
No puedes combinar olivas rellenas de pimiento con vino blanco, pelmazo, me dijo. Al mismo tiempo me agradecía las buenas intenciones, pero estaba decepcionado, como si yo hubiera debido conocer los cánones de la oliva. El resto de la conversación me es imposible de recordar. Lo cierto es que a partir de entonces nos comenzamos a ver casi todos los días. Yo no solía entrar a Oliwki, sino que me sentaba a leer en una banca de hierro ubicada justo al lado del pequeño recinto. Por momentos, quizá del aburrimiento o de la decepción, el griego salía a buscarme y platicábamos. Platicábamos sobre libros (el griego era fanático de Eduardo Mendoza), platicábamos sobre mujeres (el griego no se iba una sola semana en blanco, aunque tuviera que pagar), y por supuesto, platicábamos sobre olivas, pasión inexorable y definitiva.
Cuando las vacaciones de verano iniciaron tenía por plan continuar sumergido en los libros. Dickens me tenía demacrado. Mis compañeros de clase estaban polarizados entre los obsesivos que analizaban cada coma escrita por el inglés y los que no habían pasado del primer capítulo de Bleak House. Yo estaba entre los segundos. En realidad, yo me moría por leer, pero no me gustaba estudiar y no la había pasado bien en aquella electiva.
Ese al menos era el plan hasta que inició la Eurocopa. Polonia la organizaba junto con Ucrania y, aunque los partidos no se jugaban en nuestra ciudad, el hálito de la fiesta nos llegaba desde la capital. Lo que para mí era una obviedad, para el griego en cambio no bajaba de insulto. Para nada contemplaba colocar una televisión en el local. La razón era sencilla. La oliva, me dijo, especialmente mis olivas y mis aceites, muchacho, son viandas sagradas. No puedo contaminar la experiencia con el fútbol. Imagínate meter borrachos y hooligans en este espacio ¿Vas a poner atención durante una degustación mientras David Villa patea un penalti, muchacho? Y por más que entendía su pasión, a veces me parecía que en vez de vender olivas quería formar una secta.
Debí cambiar la rutina. No más lecturas en los parques, no más caminatas por el centro y un breve descanso de los libros robados. Todo era fútbol. Los bares y las orillas del río se llenaban de pantallas gigantes, de cervezas y de gente con camisetas deportivas. Un grupo de connacionales de nuestra promoción estudiantil (los que aún teníamos alma y estábamos pendientes del torneo) se juntaba en un modesto, por no decir ruin, bar de estudiantes en el que a lo largo de cada partido apenas cabía un alfiler. Mirábamos todos los juegos, incluso los más deslucidos del calendario. Eran necesarios para tener criterio a la hora de analizar a los rivales de España o apostar en las casas. A veces cuando se encontraban dos grupos más o menos numerosos de los países que jugaban, el aire se volvía tenso y putrefacto. En nuestro grupo estaba Manolo, apodado el paquidermo. Un tipo robusto de hombros anchos que nos instaba, o nos obligaba, a provocar a los rivales y nos garantizaba que en caso de cualquier altercado, él se partiría la cara por nosotros.
Justo fue lo que sucedió el día de la final contra Italia. Nuestra selección por aquel entonces era tan sublime que nos invitaba a la presunción. Íbamos relajados y habíamos visto el prepartido en la banqueta para no pagar de más por las cervezas del bar desde temprano. Cuando entramos, los italianos ya se habían adueñado del lugar. Éramos como una pequeña isla en medio de un océano azul. Al primer gol, el cabezazo de Silva, nuestro amigo Mikel ya había abandonado la camisa. Los italianos esperaban su turno para liberar los gestos obscenos gracias a toda la ira que iban acumulando. Al segundo gol, el de la galopada de Alba, Mikel sacó las peinetas de la cartera. Al tercer gol, cuando la empujó Torres y Buffon casi la saca con las uñas, cantábamos salta, salta, salta pequeño canguro excediendo los límites permisibles de nuestras gargantas y de las más básicas reglas de urbanidad. Para el cuarto gol, una muestra de solidaridad del niño a Mata, ya solo quedábamos nosotros en el bar.
Corrimos por la calle como perros frenéticos. Éramos gente poseída por la adrenalina de ser campeones de Europa y haber mandado a los italianos a tender la ropa al diablo. Corrimos desde la puerta de San Florián hasta la calle Copérnico y nos topamos al griego con su pulcro delantal en frente del local, como si nada hubiera cambiado en el mundo.
Le pregunté que cómo podía estar tan tranquilo. Estoy atendiendo a unos italianos que vinieron a relajarse después del partido, nos contestó. Y como si lo hubiera estado esperando adentro Andrés Iniesta para saludarlo, Mikel se metió al local y comenzó con los cánticos. A pesar de que yo esperaba un intercambio violento, incluso el paquidermo, quizá por el señorío que otorga la victoria, intentó hacerla de mediador y pidió disculpas.
Pero los italianos no estaban de humor para esas bromas. El más grandote de ellos ya se encaraba con Manolo y el resto se levantó del asiento para entrar a la disputa si era necesario. Van a hacerle un desastre al pobre griego, pensaba yo. Van a quebrarle los cristales y a derramar el producto. Las olivas van a volar por los aires. La gente que caminaba, atraída por los melódicos gritos multilingües, se detenía a ver qué pasaba. Entonces una mano poderosa apareció por el centro y apartó a ambos bandos. Tal fuerza habitaba dentro del griego para mandar al paquidermo a la silla de un solo empujón.
Muchachos, dijo un poco nervioso, estamos aquí para disfrutar. La casa invita. Y nos sirvió como tantas otras veces, vino y olivas. El brindis lo dirigió Manolo. Por las dos mejores selecciones del mundo, vociferó. Todos colaboramos para entretejer aquel estridente grito de emoción.
A los pocos minutos nos encontrábamos completamente amistados, aunque como era normal no podíamos quitarnos el partido de la cabeza. Todos en el pequeño local, con los palillos en una mano, usándolos como si fueran arpones para cachar pequeñas ballenas negras en nuestros hondos platos.
No lo ves griego, le dije al observar aquella feliz algarabía, si te empeñas en seguir de esnob la oliva nunca conquistará el territorio más importante. El del gusto popular.
—La oliva es de todos, ¿eh muchachos? —gritó Mikel.
—L’olivo è di tutti —contestaron los italianos desde la otra mesa.
—Por cierto —pregunté para hacerme el interesante —¿De dónde son estas olivas que nos serviste hoy?
Todos miramos al griego, que sonreía, tal vez para no responder una verdad que incomodaría a cierto sector dentro del recinto.