
156. Vida y muerte
Inspiro, espiro, inspiro, espiro, soy agua, soy calma, soy sosiego.
El agua acaricia mi cuerpo y me balanceo como un velero rozado suavemente por el mar. Me siento ingrávida como una llama y a la vez protegida de cualquier ataque exterior, el ruido sordo de mi respiración me invita a imaginar que soy el único ser que habita el mundo. Siento un agradable cosquilleo con solo pensarlo. ¿Qué pasaría si eso fuera así? Invito a mi mente a parar de nuevo, a silenciarse, a estar. El ruido incesante de mi psique por fin se ha desvanecido, estoy en paz.
Paz, eso es lo que siento aquí en esta profundidad, el sosiego que me falta fuera, lo encuentro en cada inmersión, una inmersión hacia mí misma a la que me trasladan estas aguas templadas con olor a nada. Nada, nada es lo que yo quisiera sentir cuando salga de aquí. ¿Cómo será no sentir nada? Supongo que una especie de vacío recorrerá tus entrañas, pero, ¿cómo sé que no siento? De nuevo mi mente se activa, vuelvo a hablarme. “Shhh”, silencio. Me repito a mí misma de nuevo el mantra con el que comencé esta sesión.
Inspiro, espiro, inspiro, espiro, soy agua, soy calma, soy sosiego.
Entro en una especie de trance, no sé si floto en agua o en aire, el medio en el que me encuentro se desvanece por momentos, y ahora sí, por fin consigo conectar con aquella que fui cuando aún parecía no ser nada. Siento aquel lugar que se ensanchó para mí, aquel hueco que me dio cobijo cuando era apenas una célula, aquel lugar que me envolvió del más puro amor que se pueda imaginar. Y floto, floto rodeada de ese líquido transparente repleto de amor, vuelvo a notar el latido de su corazón, me agarro con fuerza a ese cordón que nos une y jugueteo con él. Aquí no necesito respirar, floto, me muevo a un ritmo lento y perfecto, aquí solo SOY, aquí solo ESTOY.
Mi madre parió en el campo, sus entrañas se abrieron para mí en una fría y gélida mañana de diciembre. Un fino manto de escarcha hizo las veces de cama, escarcha que no impidió que ella mantuviese su cuerpo caliente para recibirme.
Sitio curioso en el que nacer. Ella, mi gran maestra, mi madre, iba cada día a recoger la aceituna con su barriga prominente, apenas con 20 años y sin más conocimiento de la vida, que el trabajo y el esfuerzo. Caminaban a diario 8 kilómetros hasta llegar a la finca de D. Juan.
El camino lo hacía junto a su hermana Josefa, mi tía, dos años menor que ella y que al contrario que mi madre, que aceptaba sumisa su misión en aquel momento, renegaba a cada paso de lo que le tocaba “vivir” con su edad.
Sin embargo, mi madre soñaba con algo más, aunque mi abuelo le decía que la “gente humilde” como ellos, solo pueden ser eso, gente humilde para servir al señor Juan, o a cualquier otro que venga en su lugar.
Ella no soñaba con alejarse del olivar, todo lo contrario. Cuando llegaba al tajo cada mañana, era capaz de ver la grandeza que allí había. Las gotas de rocío sobre las hojas del olivo y el olor del campo que generosamente regalaba sus frutos, le recordaban constantemente el inicio de la vida.
En el olivar se respiraba plenitud y ella trabajaba gustosa recogiendo el fruto que poco tiempo después se transformaría en un delicioso oro líquido. Le fascinaba pensar en el proceso.
El día en que el parto se anunció, lloraba al mismo tiempo que reía, no es el mejor sitio para nacer, se decía, pero a la vez estaba orgullosa de ello. Amaba profundamente el olivar, y que yo hubiese decidido nacer allí era una señal. Siempre tan atenta a las señales, a todo aquello que ocurría a su alrededor, siempre buscando curiosa.
Al levantar una espuerta, sintió como un líquido caliente recorría sus piernas, un líquido que, sin poder abandonar su curso, regaba su cuerpo a su paso.
—¡Ya viene!, ¡mi hija ya está aquí! —gritó entre asustada y nerviosa.
Los demás corrieron a socorrerla, mi tía se quitó el refajo y la tumbó sobre él. No había tiempo que perder. Mi madre gritaba como un animal herido. Dicen que las ganas de parir son salvajes, que un instinto animal se apodera de la mujer para poder lidiar con el dolor tan enérgico que la envuelve en cada contracción.
Dolor, más dolor. Las contracciones eran cada vez más seguidas. Carmen, con experiencia sobrada en traer niños al mundo, la intentó tranquilizar al percibir que algo no iba bien. Cogió una de sus manos a la vez que le iba acariciando el pelo, y le hablaba con el cariño surgido de una buena amistad, y con la sabiduría de una madre experta.
—Tranquila, Amelia, pronto verás la cara de tu niña —le susurró sin creer del todo lo que acaba de decir.
La debilidad se adueñaba de mi madre, que cada vez más frágil, no alcanzaba a gritar.
Mi tía le acariciaba la mejilla mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro, helándolo a su paso. Ella no sabía lo que era parir, sin embargo, un mismo útero las había albergado, y su instinto la conectaba con ella irremediablemente. Un escalofrío continuo hacía temblar su cuerpo rígido por el miedo. Cuando el miedo se apodera de ti, te envuelve peligrosamente sin otro motivo que anular tu voluntad.
Sus miradas se clavaron, unidas por un hilo invisible, aquel que te une a tu familia desde antes de nacer. Hay quien dice que ese hilo es azul brillante y que nos conectamos a él desde el momento en el que elegimos a nuestra familia.
La cara de su hermana, mi madre, palidecía a la vez que los pujos iban en aumento.
Dolor, más dolor.
— ¡Angela, mi niña! — y con mi primera inspiración mi madre nos regaló su último aliento de vida.
El tiempo se paró para todos menos para mí, que ajena a lo sucedido comencé a hacer lo que se tiene que hacer cuando cruzas el umbral a la vida. Inhalar, inhalar un aire desconocido que ensanchará mis pequeños pulmones inexpertos y harán que coja mi primer aliento.
La fuerza de la vida y la fragilidad de la misma, esperanza y desconsuelo, plenitud y vacío, ser y no ser.
Emociones contrarias se diluían en ese mar de olivos que me vio nacer, la vida y la muerte se abrazaron en un cruce de almas que tuvo lugar en milésimas de segundo. Fue como un relevo, como un “ahora te toca a ti” al que hoy me aferro para continuar.
Me abrigaron con tantos refajos como mujeres había en el olivar, y a mi madre le cerraron los ojos mientras yo abría los míos ante la vida.
Yo lloraba desconsolada y mi tía, deshecha e incrédula por lo acontecido, trataba de despertarla sin éxito alguno. Los jornaleros trataban de consolarla, pero ella solo podía gritar su nombre:
—¡Amelia, vuelve, tu hija está aquí, vuelve, por favor!
Dolor, dolor ante una vida que se va antes de ser vivida. Dolor ante la falta de despedidas, de “te quieros” sin decir que quedaron en el cajón de la vergüenza, de palabras nunca dichas y de abrazos difuminados en el pensamiento, que una vez pensaron ser soltados pero que se guardaron por pudor.
La muerte llega así, sin avisar. No se anuncia hoy para invitarte a que hagas aquello que dejaste para “otro día”. No te recuerda lo que queda por hacer.
Carmen, que hizo las veces de partera, me cogió entre sus brazos, y abriendo la ropa de mi madre inerte, me acurrucó en su pecho desnudo, mientras rogaba al Sr. Juan que fuese a pedir ayuda al pueblo.
Su cuerpo aún caliente, me resguardó de la fría mañana. Dicen que callé nada más sentirla, obteniendo el consuelo que anhelaba. Dicen que se hizo el silencio solo interrumpido por el cantar de un dulce verdecillo. Dicen que el sol iluminó su pálida tez segundos después de nuestro piel con piel.
Dicen que mi madre les contaba que la muerte no existía y que la imaginaba como la transformación de la aceituna en el aceite. Un ritual en el que era acariciada para extraer lo mejor de ella, una ceremonia en la que se entregaba a lo desconocido con la confianza que un bebé tiene a su madre.
Vida, muerte.
Inspiro, espiro, inspiro, espiro, soy agua, soy calma, soy sosiego.
Y floto, floto rodeada de ese líquido transparente repleto de amor, vuelvo a notar el latido de su corazón, me agarro con fuerza a ese cordón que nos une y jugueteo con él. Aquí no necesito respirar, floto, me muevo a un ritmo lento y perfecto, aquí solo SOY, aquí solo ESTOY.
Inspiro, espiro, inspiro, espiro, soy agua, soy calma, soy sosiego.
Mi mantra me conecta una vez más con ella, mientras una nueva vida crece en mi interior.
Quizá ella vuelva, quizá nuestras almas se vuelvan a dar el relevo. Quizá tenga que partir para que regrese.