
153. Alivio de luto
Ocurrió cuando no pudo más. Manuel salió del banco con el dinero del crédito en efectivo, metido en una bolsa de plástico del supermercado donde la tarde anterior había comprado leche, tomate frito, macarrones y seis latas de atún. No corrió, ni siquiera aceleró el paso. Se alejó de la sucursal tranquilamente y se colgó la escopeta al hombro. En el breve trayecto hasta su coche le preguntó al cartero si tenía algo para él o para su hijo, obteniendo una respuesta negativa. También se interesó por la salud de su compadre Ildefonso, a cuya mujer le trasladó mucho ánimo cuando la vio saliendo del mercado. Ildefonso, con pocos días de diferencia, fue diagnosticado del mismo tipo de cáncer que se había llevado a su mujer hacía cuatro meses. El tumor de su Paqui, desde el principio, vino muy mal encarado y, siguiendo su natural y cruel desarrollo, terminó por enterrarla con apenas cincuenta años.
Montado en su Land Rover, Manuel tuvo un momento de duda, no tanto de arrepentimiento, aunque enseguida se disipó. Lo hecho hecho estaba. Arrancó el motor y el vehículo inició la marcha con una leve protesta en forma de tos de su tubo de escape. A pesar de haber dormido muy poco, ahíto de café y tabaco, Manuel sentía su mente despejada, como si acabara de despertar de un sueño profundo y reparador. En el último año, entre los cuidados a su Paqui y los cuidados a sus olivos, su medio de vida, había vivido una auténtica pesadilla sin más ayuda que la que, ocasionalmente, le pudo proporcionar su cuñada María. Y encima, la sequía. El cielo despejado burlándose de él y de todos los que, como él, dependían de la ancestral explotación del olivar. La cosecha se avecinaba desastrosa, por tercer año consecutivo, y las ayudas de las Administraciones Públicas daban para lo que daban, no impidiendo el desgaste de los ahorros o contraer nuevas deudas.
Manuel llegó incluso a pensar en romper la promesa que le hizo a su padre de que jamás, pasara lo que pasara, vendería los olivos, salvo en caso de extrema necesidad. Pero no se atrevió a hacerlo porque sería como venderse a sí mismo, hasta el punto de que consideró que su vida no tendría sentido sin ver amanecer todos los días entre olivos. Porque Manuel iba todos los días al campo y en él comía y también dormía en algunas ocasiones, pendiente del riego, pendiente de los intrusos, pendiente de lo que fuera menester.
Sin embargo, cuando Paqui enfermó y se trasladaron a Jaén para la intervención y su convalecencia, sus visitas tuvieron necesariamente que reducirse, encargando a su hijo Manolín, un tiarrón de casi uno noventa, que hiciera compañía a los siempre agradecidos olivos. Y Manolín, poco identificado con los quehaceres agrícolas, hizo lo que pudo, aprovechando la ausencia de sus padres para madrugar menos y trasnochar más, desorientado como estaba por la situación familiar, porque la juventud, a veces, no va a favor de obra.
Manuel, durante el posoperatorio y las, a la postre infructuosas, sesiones de quimio, tuvo que pagar jornales para que su plantación no muriese de sed y soledad. Compró bidones, enormes cubas de agua, para intentar favorecer la producción. Se le averió el tractor. Se quemaron treinta de sus olivos por la imprudencia de uno de sus colindantes, que tuvo la brillante idea de dejar que su hijo menor quemara el ramón sin las debidas precauciones. La Agencia Tributaria le hizo una inspección por causa de una subvención mal declarada. El Catastro le exigió una rectificación en las lindes. Y, para rematar, su hermana Carolina, residente en Barcelona, le pidió un préstamo para mantener a flote su peluquería en Santa Coloma de Gramanet, después de divorciarse por fin del ludópata de su marido.
−Tú no te preocupes, Manolo−le decía Paqui−que de todo se sale.
−Tú ponte buena, de lo demás me encargo yo.
Y Manuel fue a su banco, y el director, todo buenas palabras, algunas incluso sinceras, le dejó claro que no dependía de él, que decidía la Dirección de Área, pero que los préstamos estaban poniéndose muy pero que muy difíciles, que las condiciones se habían endurecido tanto que, en aquel momento, prácticamente, en el pueblo no concedían ninguno.
Y Manuel fue al banco de la competencia, y el director, todo buenas palabras, ninguna sincera porque nunca lo había tenido como cliente, le dejó claro que no prestaban dinero salvo que el patrimonio que avalara el crédito constituyera el doble, como mínimo, de la cantidad solicitada. Le sugirió que hipotecara el olivar.
Manuel acudió al ayuntamiento, a ver si se había arbitrado algún tipo de subsidio o ayuda o limosna o lo que fuera, pero Europa había cerrado el grifo hasta que los tipos de interés se estabilizaran.
La noche de San Juan, mientras las hogueras exorcizadoras ardían bajo el firmamento y la gente conjuraba sus debilidades y deseos, Paqui murió agarrada a su mano. Al velatorio acudió algún que otro vecino en estado de embriaguez, haciendo parada de camino a su hogar, obligada tras conocerse el luctuoso acontecimiento. Manuel a todos les dio la mano o un abrazo, según correspondiera. Como hizo al día siguiente en la iglesia y los días sucesivos cuando algún paisano lo detenía por la calle para darle el pésame.
−La pobre ya ha dejado de sufrir− solían repetirle con razón.
−Sí−se limitaba a responder Manuel.
Y la vida siguió, o algo parecido, y Manuel dejó de reconocerse en el espejo, dejó de percibir la misma realidad que todos los demás. Sentía que, siendo todo igual, nada era lo mismo. Tan solo la lluvia, la falta de ella, se mantenía como una constante en el horizonte.
Manolín, tras varios días encerrado en su cuarto, se sentó frente a él y le dijo que estaba pensando en irse a la costa para trabajar en un hotel. No trató de convencerlo. Si era lo que quería hacer debía hacerlo.
− ¿Tú estarás bien? −le preguntó su hijo.
−Claro que sí, tú vete tranquilo−le respondió Manuel, sonriendo.
Dos semanas más tarde, habiendo dejado firmado todo lo necesario en relación a la herencia de su madre, Manolín, provisto de todos sus ahorros y de una modesta cantidad que su progenitor consiguió reunir, se despidió del pueblo y de su padre con una mezcla de vergüenza, por el abandono, y de consuelo, por la promesa de cambiar el mar de olivos por el mar auténtico.
Manuel, en el andén de la estación de autobuses, de pie hasta que el coche de línea desapareció de su vista, tomó la decisión. Para qué esperar. Esa noche, en casa, limpió la escopeta de cartuchos mientras escuchaba la radio. Cenó frugalmente y ni siquiera se acostó en la cama que durante tantos años había compartido con Paqui. No quería dormirse, estando ya decidido a hacer lo que tenía que hacer, y que el valor desapareciera con la luz del alba. Bebió café y fumó como un descosido, tratando de mantener la tensión. A las siete en punto, porque le pareció lo adecuado, se duchó y se vistió de limpio. Desayunó con apetito, se lavó los dientes, encendió un cigarrillo y esperó en la cocina a que el banco, su banco, abriera al público. A las ocho y media, salió de casa sujetando la escopeta en la mano, cargada, y se montó en el Land Rover Santana, reliquia que seguía funcionando con la misma persistencia que la sequía.
Aparcó en una calle por debajo de la avenida en la que se situaba la entidad. A esa hora, entre los chiquillos que iban a la escuela, solos o acompañados, y los adultos que ocupaban la vía pública, yendo y viniendo de acá para allá, cualquier observador imparcial aseguraría sin temor a equivocarse que aquel pueblo tenía vida y, por tanto, futuro. Aunque lo cierto era que la gente asomaba a la calle por costumbre, para encontrarse, para tomar un café o un carajillo, para hablar de todo, principalmente de lo mal que estaban las cosas y del escaso margen de beneficio que el campo les dejaba.
−Me cago en el tío del despacho−remataba el abuelo Aurelio para poner punto y final a este tipo de conversaciones, plenamente convencido de que, por ahí, en alguna ciudad, lo mismo le daba Sevilla que Madrid que Bruselas o que Pekín, había un hombre investido del poder de fijar, a su capricho, el precio del aceite, el de los tomates, el de la remolacha y el de sus santos cojones.
−Pero Aurelio, si eso es cosa de los mercados−trataban de persuadirlo los parroquianos de turno.
−Sí, de los mercados y del tío del despacho, mal dolor le dé−persistía el abuelo Aurelio, por otro lado, abuelo de nadie.
− ¿Dónde vas con la escopeta, Manuel? −le preguntó el anciano aquella mañana, cuando pasó por la puerta del bar de la plazoleta.
−A por el tío del despacho−le dijo Manuel, guiñándole un ojo.
−Si fuera verdad…
Manuel prosiguió su recorrido hasta la puerta del banco. Entró con Magdalena, la quiosquera, que necesitaba el cambio del día. Ninguno de los dos empleados prestó atención a lo que la cámara les mostraba tras el mostrador, valga la redundancia. Tampoco el director pareció interesarse por los primeros clientes del día. Manuel hizo oscilar la escopeta en el aire, sin encañonar a nadie en concreto. Llamó a voces al director que, molesto, apareció por la puerta de su despacho.
−Víctor, quiero que me deis todo el dinero que tenéis, pero primero dadle cambio a Magdalena.
−Pero Manuel, ¿qué estás haciendo?
−Lo que tenía que haber hecho hace mucho tiempo.
Manuel disparó al falso techo, desconchándolo considerablemente en su superficie de pladur. Luego el atraco se desarrolló como suelen desarrollarse los atracos. Manuel recogió el dinero existente en cajones y dispensadores automáticos, sin esperar a que la caja con apertura retardada le ofreciera su contenido. Y con la bolsa del supermercado en una mano y la escopeta en la otra salió a la calle y caminó hasta que alcanzó su vehículo para continuar con su plan. Callejeando, visitó primero a Lorenzo y a Pascual, a los que abonó los jornales atrasados incrementados con una generosa propina, a modo de indemnización. Pasó después por el taller de López, para abonar la factura de reparación del tractor. A Emiliano lo pilló en las afueras del pueblo, junto al cementerio, por donde acostumbraba a pasear a diario, y le devolvió los dos mil euros que tan amablemente aceptó prestarle en lo peor de la tormenta. Aprovechando que se detuvo en el cementerio, Manuel pensó que su Paqui se alegraría de su visita. Se acercó hasta su tumba, cogió las flores de la tumba de al lado, frescas y lozanas, se santiguó y se las puso al amor de su vida.
−Ya está hecho, Paqui. Estoy en paz.
Oyó las sirenas a lo lejos, sin duda la Guardia Civil estaba siguiendo su rastro por el pueblo y no tardaría en encontrarlo. Se puso de nuevo en marcha y se dirigió a su olivar a toda prisa. En él habría de terminarse la historia de su mala suerte.
Aparcó antes de la cadena que cerraba el carril de acceso y anduvo sereno entre aquellos árboles a los que, en su mayoría, había visto crecer y envejecer a su par. El viento, repentino e inusual, le hizo mirar al cielo y sonreír. Las nubes se habían adueñado del paisaje, oscureciéndolo. Nubes negras, nubes de agua. Manuel se sentó en la tierra reseca de duros terrones y apoyó la espalda contra el tronco torcido de un olivo tan cansado como él.
El sargento Perales y la guardia Antúnez escucharon la detonación nada más bajarse del vehículo policial, temiéndose lo peor.