152. Las plantas sagradas
Enmanuel salió de su casa como todos los días, pero como cada jueves, con un ramillete de hojas recién cortadas de la planta sagrada que custodiaba la entrada de su hogar y que un día, llamó, Mi Dulce de Membrillo. Se dirigió hacia su destino habitual de cada jueves antes del alba, pero este era especial.
Lo vi, como desde hace do años, arrodillado frente a las losas grisáceas y manchadas con el polvo sahariano, rodeadas, junto a otras, por ese verde interminable que comienza en la tierra y parece terminar juntándose con el cielo. Él era un hombre peculiar; sus manos lucían como las de un campesino, pero su mente brillaba como la de un sabio poeta. Amaba ese lugar que a todos les parecía funesto y melancólico, porque era el momento de la semana para hablar con Aitana, su Dulce de Membrillo, como le llamaba en las noches en las que deseaba hacerle el amor, sus Ojos Aceituneros.
—¿Dónde estás, mis Ojos Aceituneros? —decía en voz alta cada día al llegar a casa.
Aitana era una mujer alta; toda su familia lo era, extraño para aquellos tiempos en que la mayoría de las féminas medían poco más de 1.60. Tenía ojos verdes o aceituneros, cabello pardo y manos grandes que perfectamente empuñarían una espada. Era temeraria; solo verla inspiraba respeto, pero pocos conocían lo sensible y tierna que era, pues solo la veían segar, sembrar y cosechar junto a Enmanuel.
Arrodillado allí cada jueves y después de dejar el ramillete de hojas que cada jueves llevaba, sostenía largas conversaciones con su Dulce de Membrillo. Yo no podía escuchar lo que ella le decía; algunas veces intuía. Sin embargo, hoy, día de los arcángeles Miguel, Rafael y Gabriel y cumpleaños de Aitana, no pude adivinar la pregunta a la que él le respondió:
—Porque son plantas sagradas —aseguró. — Imagino que recuerdas cómo se extienden en surcos de norte a sur y de oriente a occidente por la altiplanicie andaluza—repuso y continuó. —Durante el verano, cuando el sol arreciaba y mirábamos desde Santa Catalina, tú decías que aquellas plantas sagradas parecían formar una gran manta verde que duerme por años la siesta española hasta brotar sus hojiblancas, donde nacen los ríos de oro andaluz. Yo te respondía: observa cómo el naranja del cielo se pone a su lado, ¡míralos! Parecen amarse. —Y se quedó en silencio.
—Manu —como le llamaba Aitana— levantó su cabeza para mirar el horizonte. El aire movía las ramas de las hojiblancas; una que otra hoja caía sobre las losas grisáceas. Lloró mientras dirigía su mirada de nuevo a las losas grises y abrazaba un lienzo sucio y gastado y el que fuera el rastrillo rojo de ella. Continuó hablando, pero yo no podía escuchar lo que Aitana decía.
—¡Madre mía! ¿Por qué tengo que explicarte otra vez que se acerca diciembre, que requiero empezar a cosechar los frutos mirando tus ojos aceituneros cada mañana? ¿Por qué debo pedirte que requiero tus manos sujetando mi cintura al peso del cesto? —No se escuchó vocablo de ella.
Pasaron minutos y Enmanuel interrumpió el estruendoso ruido que hace el silencio.
—Dilo más fuerte, por favor —se escuchó la voz de aquel hombre mientras estrujaba con sus manos grandes, blancas y callosas algunas drupas que no habían madurado. Ella, Aitana, solía hacer lo mismo cuando se ponía nerviosa; incluso las masticaba para sentir su amargor y luego echarlas afuera.
Empezaba a llover y como si aquellas gotas sirvieran de abono, la tierra se movió lentamente; la tarde palidecía y la luna estaba atrapada entre nubes, algo mágico estaba sucediendo, las ramas de la planta sagrada brotaron de entre las losas grisáceas. De pronto, se hicieron un árbol grande y relleno de grandes y verdes olivas hojiblancas, de sus hojas salían miles y miles de susurros. Manu no podía creerlo.
—¿Eres tú, Aitana? —preguntó Enmanuel.
—Soy —le respondió una voz proveniente del árbol—. Era la primera vez que la escuchaba, tampoco yo podía creerlo. —Debes dejarme, amor mío. —Dijo. —Déjame descansar. —Prosiguió—. No recuerdo los surcos ni las mantas que duermen por años la siesta española; no recuerdo el color naranja de los atardeceres, no recuerdo las hojiblancas de Málaga y Sevilla, no recuerdo las picual de Granada, Córdoba y Jaén, ni tampoco la royal, ni la manzanilla, ni la cornicabra; no recuerdo su sabor, no recuerdo su color, no recuerdo los gajos en los que se entrelazan en el árbol. Te asombrará saber que no recuerdo de dónde vinieron y por qué llegaron aquí, pero sé, amor mío, que nuestra planta sagrada, lo es, porque es capaz de reponerse ante los largos inviernos, las frías heladas y los extenuantes calores, recuerdo que nuestros abuelos, según los griegos, le llamaban la planta mágica porque simbolizaban la inmortalidad, la vida, la victoria, la fertilidad y la paz, también recuerdo que decías con orgullo e hinchando tu pecho, que nuestros ríos de oro verde se extienden por todo el mundo, que no existía ningún territorio de la tierra, donde un andaluz o español no se nombrara, porque donde se degustara el sabor de su aceite y su fruto, España vivía.
Manu estaba obnubilado escuchando la voz de su Aitana, una brisa suave acarició su rostro, y en un instante, pudo sentir la presencia de ella, como si su espíritu emergiera de entre las ramas de los olivos. La lluvia arreció lavando las losas grisáceas y llenando el aire de olor a tierra mojada y de aceitunas frescas.
—Aitana, eres tú, pero no te ves como tú —replicó Enmanuel y continuó—: ¿Cómo puedes haber olvidado todo? Tú y yo crecimos entre esas mantas verdes. ¿No recuerdas el juego de las palmas con canciones de los olivares, que de niños hacíamos entre los surcos de las parcelas de nuestros padres?
Permanecía allí, con la cabeza gacha, las manos enterrándose en la tierra, sintiendo el peso de los murmullos que lo rodeaban. Llegó la penumbra de la noche, la lluvia comenzaba a cesar y cada gota parecía un cuchicheo, un eco de las conversaciones pasadas con Aitana. Las olivas en los árboles brillaban como pequeñas drupas de esmeraldas y la voz de Aitana, clara y melodiosa, continuaba hablándole.
—Manu, amor mío —decía —, no te ahogues en la profunda tristeza y melancolía que llevas, soy más que el lienzo y el rastrillo rojo a los que te aferras. Las aceitunas que cosechamos, nuestros olivares, nuestra manta verde, son el verdadero símbolo de nuestro amor y de nuestra vida. No recuerdo nada por que soy todo aquello, soy los surcos que formamos con nuestras manos bajo el sol radiante, soy la manta verde que cobija a Andalucía entera, soy los olivos en cada mesa y en cada tapa, en cada plato que acompaña el vino, soy las aceitunas cosechadas en enormes cestos y el de tu cintura, soy una andaluza que corre por los ríos verdes en toda la tierra, soy la picual de Granada, Córdoba y Jaén, soy la royal, la manzanilla y la cornicabra;
Soy España en cada drupa madura, verde, morada, negra y rosada.
—¿Recuerdas cómo nos reíamos mientras cosechábamos? —continuó—. ¿Aquella vez que tropecé y mi cabello se quedó enredado entre los gajos? estaba hecho un desastre. Yo estaba furiosa y tú reías, dijiste que mis ojos estaban más encendidos que nunca y que parecían dos aceitunas rellenas de anchoas. ¡Que tonto fuiste! De haberte agarrado te habría hecho gazpacho.
Él cerró los ojos y se imaginó las manos de Aitana, fuertes pero cálidas, recolectando las aceitunas, y aquella vez que ella le insinuaba. En verdad estaba enojada.
El viento sopló mansamente, las hojas seguían susurrando, creando una sinfonía que se enlazaba con los recuerdos de Enmanuel.
—Las olivas son sagradas, como nosotros —respondió Enmanuel con su voz temblorosa—. Cada aceituna que recojo me recuerda a ti. A los días en que jugábamos entre los árboles, cuando tus ojos aceituneros se confundían con los frutos y cómo iluminaban mis días desde cada mañana.
—Manu, amor mío —se escuchó la voz de Aitana otra vez, como el murmullo de las hojas—, déjame ir. Deja que sea mi regalo de cumpleaños, hoy 29 de septiembre. No estaré lejos nunca, siempre estaré en todas partes contigo, a donde vayas me encontrarás, desde la Patagonia hasta Islandia, desde América hasta Australia, mi río incesante no dejará de correr porque atravesaré los siete mares, naceré aquí en mi Andalucía del alma y moraré en todo sitio. Encuentra mi esencia en cada oliva que ciegues, en cada oliva que recojas, que comas, que toques, estaré en cada árbol que crezca y aún en cada uno que muera, estaré fundida en sus raíces, en sus hojas. Ahí estaré yo, en cada flor, en cada fruto. —No me busques en la tristeza, no me abraces en el lienzo, no me toques en el rastrillo rojo, busquemos juntos la alegría que encontramos entre los olivares, tu sembrarás, cegarás y cosecharás y yo maduraré los frutos con canciones y coplas, los cuidaré en la noche mientras duermes y no dejaré que plaga alguna les hiera.
Las lágrimas de Enmanuel se mezclaron con la ultimas gotas de lluvia, y comprendió que no podía seguir aferrándose al dolor y que debía dar de obsequio a su Dulce de Membrillo, la paz de su alma para que continuara libre, volando por encima de las mantas verdes de los olivos andaluces y corriendo como ríos que se juntan al mar.
Enmanuel se secó las lágrimas y sonrió, la tierra cesó de moverse, las voces se confundieron con el ruido de las salamandras y sobre las losas grisáceas, donde estaba estampado el nombre de Aitana, brillaba la media luna, allí descargó el lienzo manchado y el rastrillo rojo.
—Debo continuar, pero siempre te llevaré en mi corazón, Mi Dulce de Membrillo, mis Ojos Aceituneros, mi Aitana andaluza. —Te recordaré —dijo mientras se alejaba—, y esparciré las semillas para que se hagan cientos de surcos, que broten miles de olivas y formen millones de ríos verdes que corran por el mundo. Te cosecharé cada diciembre, y los otros meses dormiré junto a ti la siesta española sobre tu manta verde como los campos que veíamos desde Santa Catalina.
La noche de quedó en paz, Enmanuel se marchó en paz, en paz se quedaron las plantas sagradas que acompañaban los muertos y en paz florecieron los surcos de olivos de la tierra andaluz, porque siempre habrá mantas verdes que Enmanueles y Aitanas, campesinos y poetas, llevarán por toda la tierra.