150. El abrazo
Mientras la abuela rezaba y se persignaba una y otra vez, yo me limitaba a observarla atónita, sin entender por qué hacía todo aquello, conteniendo incluso la risa cuando la veía agitar sus manos en el aire como si espantara las moscas a mi alrededor. Cuando acabó con un sonoro y audible “Amén”, cesó el movimiento de sus manos y de sus labios y ya calmada me besuqueó con cariño, somo siempre hacía.
Me levanté apresuradamente y al salir de la habitación limpié mi mejilla con la manga en un acto reflejo, casi inconsciente, escuchando detrás de mí la reprimenda de mi abuela envuelta entre risas, pero sabía que no me lo tenía en cuenta.
Cuando mamá murió, papá se sumió en una profunda tristeza y pensó que sería bueno para los dos trasladarnos a vivir al campo; él se encargaría de los trabajos y el cuidado del olivar, lo que le serviría de distracción; y yo crecería junto a la abuela Dolores, que era lo más parecido a una madre que ya no tenía. Era una mujer con carácter, acostumbrada a vivir en el campo y lidiar con hombres. Su aspecto se correspondía con el mundo en el que vivía, ataviada siempre con colores oscuros y un gran delantal para proteger su ropa. Un moño bien ceñido, sin dejar descuidado ningún mechón, dejaba al descubierto su cara marcada por el paso del tiempo pero también por su amplia y generosa sonrisa. A mí me encantó la idea y pronto me acostumbré al olor a tierra mojada, a la lumbre del invierno, al madrugador canto del gallo y al puntual repique de las campanas de la iglesia del pueblo que alcanzaba a escucharse desde el cortijo. Los crudos inviernos se hacían más llevaderos escuchando junto a la chimenea los cuentos que mi padre me contaba antes de ir a dormir en el incómodo pero cálido colchón de trocitos de lana; y los áridos y sofocantes veranos eran más soportables bajo la gran encina que había justo a la entrada y que la abuela Dolores recordaba haber estado siempre ahí, antes incluso que el olivar. Bajo su sombra me contaba con nostalgia historias de su niñez mientras trenzaba pacientemente mi cabello aunque a mí me gustaba sentirlo libre, a merced del viento.
Después de los rezos de la abuela comencé a sentirme mejor y con el transcurso de los días recuperé el apetito y el dolor de cabeza fue desapareciendo. La llegada de la primavera me sentó bien y las tardes, que ya comenzaban a alargarse acompañadas de los agradables rayos de sol que templaban el ambiente, invitaban a salir a pasear y jugar fuera de casa. Pese a las advertencias de la abuela que insistía en que aún era muy pronto para andar por ahí correteando como un caballo desbocado, aquella tarde después de merendar salí fuera a jugar, exultante, con el pelo revuelto y las mejillas sonrosadas debido a la excitación del momento. Giré sobre mí misma con los brazos abiertos, mirando al cielo entre las ramas de la frondosa encina que ya exhibía sus primeras flores. Y giré y giré hasta que mareada perdí el equilibrio y sin poder recuperar la verticalidad caí al suelo. El pantalón hecho jirones y una brecha en el labio inferior fue el resultado del desafortunado accidente, más una buena retahíla de reproches por parte de la abuela Dolores que pese a todo, llevándose las manos a la cabeza y compadeciéndose de mí, se dirigió sumisa a la cocina y vertió un poco de aceite de oliva de la alcuza en un pequeño trozo de algodón para curar mi herida. Pronto sentí alivio y besé a mi abuela agradeciéndole la cura sin recordar lo oleoso del líquido que había obrado el milagro y esto hizo que esta vez fuera ella la que limpiara su cara al besarla. Ambas reímos a la vez ajenas al silencioso recelo de la vieja encina que observando tras la ventana de la cocina, celosa por no ser ella la que había ofrecido el remedio, emitió desde su interior un lamento, un gemido que agrietó levemente su leñoso tronco.
La abuela Dolores siempre decía que la vieja encina era como el ángel de la guarda del cortijo: nos da los buenos días cada mañana, nos cobija durante el día y guarda nuestros sueños por la noche. Pero ¿nos hemos preguntado alguna vez si esos seres espirituales tienen alma y si es posible establecer con ellos un canal de comunicación? Si cerramos los ojos y respiramos profundamente, en un lugar tranquilo y en silencio, y nos concentramos en nuestro interior, en su interior, podemos llegar a notar su presencia con un escalofrío, una leve corriente de aire, una caricia o una melodía en nuestra cabeza. Pero ¿y si su presencia no es tan amorosa porque quizá alguna vez son ellos los que necesitan de nosotros? Debemos estar siempre atentos a posibles señales que nos quieran enviar y agradecer siempre su ayuda y protección. Nosotras no supimos ver ni escuchar esos mensajes y dejamos sin más que se sucedieran las estaciones, ajenas a las consecuencias que ello nos iba a ocasionar.
Ya olía a invierno y como cada año por esas fechas se hacía más intensa la actividad del cortijo. La aceituna había alcanzado el color y tamaño adecuado para ser recibida en ofrenda y sacrificada con honores honrando el valioso elixir que se extrae de ella. El ir y venir de los jornaleros, la preparación de los mantos y mallas, las espuertas apiladas, las varas dispuestas…todo indicaba que había llegado el momento señalado en el particular calendario del olivar y que marcaba un antes y un después en los quehaceres del cortijo.
Comenzada la campaña de recolección las jornadas de los aceituneros eran largas pese a la brevedad de los días y a su regreso al cortijo me fijaba en sus caras, curtidas por el aire y el frío; sus manos, rudas y callosas; el olor a alpechín de sus ropas sucias; el cansancio reflejado en sus ojos; las botas llenas de barro; pero a todo ello acompañaba una satisfacción por su labor, por el trabajo bien hecho, sabiendo que una buena campaña significaba tener por delante un buen año y pese a su abatimiento, se golpeaban la espalda unos a otros felicitándose por ello.
¡El transporte de la aceituna debe hacerse con rapidez! Decía la abuela elevando la voz y señalando la almazara donde se lavaba y prensaba el fruto recogido y de donde salía un ruido ensordecedor y un desagradable olor difícil de describir que impregnaba el ambiente. Cualquier rincón del cortijo respiraba en verde, envero, morado o negro. Cualquier rincón del cortijo denotaba trabajo y esfuerzo. Cualquier rincón del cortijo albergaba la representación de todo un espectáculo para los cinco sentidos, siendo el gusto el más afortunado de ellos cuando llegaba el momento de “catar” el aceite obtenido acompañado de un buen trozo de pan.
Aquellos días solo se hablaba de olivos y aceitunas y entre unos y otras, la preocupación de mi abuela Dolores se hacía mayor. Como ocurría siempre a estas alturas del año, había comenzado a sentirme mal, tenía ojeras, apenas comía y me sentía cansada. Si se confirmaban sus sospechas tendría que poner remedio una vez más.
Sumida en estos pensamientos, se anudó el delantal y me llevó del brazo a un cuarto tranquilo. Preparó un pequeño recipiente con agua y otro con aceite de oliva y tomando mi mano izquierda me pidió que le mostrara el dedo corazón. Me quedé mirando los dedos de mi mano sin saber a cuál se refería pero enseguida recordé la vez anterior y flexionando los demás con ayuda de la otra mano, dejé erguido el dedo que ocupa la posición central mirando orgullosa a mi abuela buscando su aprobación. Ella asintió con un leve movimiento de cabeza, lo tomó con suavidad y lo acercó al recipiente con aceite hasta humedecer la yema y llevándolo al recipiente con agua dejó caer una gota de aceite. Así tres veces. Una, dos, tres. Conteniendo el aliento. Sin prisa. Las gotas de aceite no tardaron en desvanecerse en el agua y pesarosa me miró y se santiguó. No hay ninguna duda, dijo para sí misma en voz baja, y cogiendo su rosario ese mismo día comenzó con sus oraciones. Las repetía una y otra vez pero pese a intensificar sus rezos no se observaba en mí ninguna mejoría y comenzó a desesperarse por no saber qué más podía hacer.
Se encontraba un día apoyada en el tronco de la vieja encina, desalentada, cuando llegaron los jornaleros cansados pero elogiando el trabajo de aquella jornada. Hablaban de los kilos que habían recogido, de la buena cosecha de ese año, de la variedad de aceituna y de su grosor, de la calidad del aceite…Mientras escuchaba todo esto le pareció que la encina gruñía y se estremecía e incrédula se acercó más a ella. Los comentarios continuaban y los gruñidos se hicieron más fuertes. Para escuchar mejor los hizo callar con un seco ademán al que obedecieron de inmediato y ya en silencio, ante la sorprendida mirada de los hombres que no entendían qué pasaba, cerró los ojos, respiró profundo y poniendo sobre ella su mano pudo sentir su alma y escuchar con claridad los gemidos del viejo árbol comprobando cómo la corteza del tronco se quebraba y se abría una profunda llaga que dejaba supurar su savia interior. La examinó entonces con detenimiento y observó que tenía cicatrices de anteriores heridas que al tocarlas le hacían rugir de dolor. Conmovida, apretó con más fuerza su cuerpo contra ella y la abrazó hasta donde alcanzaban sus brazos agradeciéndole su presencia, su resiliencia, su protección. Un extraño impulso me hizo salir fuera escaleras abajo saltando de la cama donde por prescripción de la abuela Dolores me encontraba tratando de recuperar fuerzas. Fue entonces cuando ella me miró y extendió su mano hacia mí para que me sumara a su abrazo y al hacerlo, cerrando un círculo alrededor de la dolorida encina, sus ramas parecieron inclinarse en un amable gesto para correspondernos con una caricia y unos cuantos frutos que con el movimiento de gratitud cayeron al suelo, sonaron como cascabeles y fueron como lágrimas, lágrimas agridulces que poco a poco me hicieron sanar y aprender a cuidar a quien me cuida.