149. Un diagnóstico erróneo

Larland

 

Mi abuela siempre decía que su sangre era verde. Como la savia y la aceituna.

Pasó toda su vida recogiendo este fruto. Entre olivos pronunció sus primeros balbuceos, entre olivos sudó su primer amor, entre olivos dio a luz a sus cinco hijos y, entre olivos, enterró a tres de ellos. 

Mi abuela olía a pena, a acebuche y a esportón.

Cuando cumplió los noventa años su piel comenzó a endurecerse y los dedos de sus manos y de sus pies se retorcieron formando nudos. Artrosis avanzada, la vejez misma, no vivirá mucho, dijeron los médicos.

Yo sabía que se equivocaban.

Un día de mayo, ya a punto de cumplir los noventa y uno, mi abuela caminó hasta el centro del patio de la casa familar. Se quedó allí. Paralizada. Levantó sus brazos y de ellos brotaron ramas, de las ramas brotaron hojas, y flores de las yemas. Sus pies se enraizaron al suelo.

Mi abuela no murió, se convirtió en olivo.