148. A lomos del olivar

Myangel Molina

 

Yo era tan solo una niña. Una pequeña, sencilla y, quizás, particular niña. Eso sí, cargada de sueños que volaban por mi cabeza como pájaros dislocados que buscan un lugar donde anidar.

Los días empezaban pronto y acababan tarde. Hacía frío. Mi madre nos levantaba al alba envueltas de pereza, con el sueño tirando de los párpados hasta casi no poder controlar su exagerado peso matinal. Pero allí estaba ella, como una guerrera, esperando con el pantalón de pana, la chaqueta como abrigo y el beso que nos despegaba de la cama, firme y sin tregua, con el amor de una caricia cubriendo nuestra espera.

En la calle, una calle de pueblo, donde en el mes de diciembre las calles son una feria, una feria de animales que cargan aperos, de voces que llaman a otras voces, de humo sobre las cabezas, humo de un vaho que destiempla los huesos, humo, del invierno que no se acuesta, humo, de los cigarrillos que carraspean las gargantas secas, humo, del que aún sale por las chimeneas como vestigio de la leña de olivo dorando la cena.

Y esperando, un camino. Esperando miles de olivos. Esperando la escarcha, los nublos, el sol tras las pardas sombras de los gigantes verdes, esperando la lluvia escondida y la espuerta como cobijo para el sueño de una niña, y la lumbre encendida entre hileras de regios y fuertes árboles pintados de verde olivo.

Y al vislumbrar el día, salen fuera de la tierra las hormigas. La niña deja la pereza en la espuerta y el frío en la hoguera y, al fin, comienza su aventura. Una más, apasionante y larga jornada que, para ella, es un mundo por descubrir, una nueva aventura, cargada de secretos, que los minutos ocultos en el día esperan.

Me dijeron que eran negras. Sin embargo, yo que las observé de cerca, como soldados en legiones que desarman la tierra, salen de los confines que nadie ha visto y sin embargo no dan tregua, las vi de otra manera. Ellas, las hormigas, se alistan ordenadas y, entre todas, mueven las migajas, las hojas secas, los insectos que abandonaron la vida y las aceitunas desparramadas. Por eso, yo sé que no son negras.

Su sangre se vuelve verde como el aceite y, como las libélulas, brillan para aquellos que las observan en tan fascinante color.

Yo, allende de los tiempos, me convertí en hormiga para jugar con ellas. Paseé sobre la tierra seca, escapé de los pájaros que me perseguían hambrientos y me metí dentro de uno de sus hormigueros. Ya enfundada en mi diminuto cuerpo de hormiga, de cintura estrecha en mi cuerpo estructurado en tres secciones, con antenas en ángulo sobre mi cabeza, comencé a integrarme en la inmensa comunidad que trajinaba sin tregua para guardar comida en su mundo subterráneo. Y ahí, caminé con mis seis patas siguiendo a las demás, hasta que llegamos a un lugar asombroso.

Era como un inmenso castillo de paredes irregulares y rugosas. Entraban hilos de luz por unos pequeños huecos que, de forma milagrosa, alumbraban aquel mágico lugar. Yo no sé si ellas, con su corta visión, eran conscientes del asombroso lugar en el que habitaban, pero a mí me deslumbró por completo. La generosidad de esta gran familia de hormigas me dejó perpleja. Las obreras no dejaban de entrar comida para repartirla entre los miembros de su comuna, alimentando y cuidando, sobre todo, a las hormigas madres o reinas, para que su especie se perpetúe en el tiempo con su progenie. Usaban sus antenas para detectar distintos tipos de feromonas y, en este ritual, se comunicaban y entendían perfectamente entre ellas. Ordenadas, uniendo sus cuerpos en ocasiones para hacer su trabajo más fácil, iban llenando la despensa.

Fue al llegar la noche cuando pude observar algo que me sorprendió aún más que conocer el mundo oculto de las hormigas. Ellas encendieron sus cuerpos como si fueran bombillas que habían cargado su batería a lo largo de su larga y afanada jornada bajo el sol, y miles de luces verdes llenaron aquel lugar. La disciplina para ellas era prioritaria y almacenaban todo con estricto orden. Fueron cogiendo, una a una, las aceitunas que recolectaron durante el día.  Las enfilaron sobre una especie de embudo que formaban las paredes de aquel extraño e hipotético castillo y, una vez echaron todos aquellos frutos, a continuación, rodearon aquel cono y fueron deslizando piedrecitas sobre él. Semejante tarea les llevó tiempo, pero pasado un buen rato la presión de todas aquellas piedras hicieron que las aceitunas sudaran su jugo y comenzó a gotear un líquido oscuro sobre un depósito de agua que se almacenaba en el fondo de su castillo subterráneo, que parecía estar caliente por el vapor que desprendía. El jugo de las aceitunas sobre el agua caliente se fue filtrando como si de un colador se tratara, condensándose en un líquido espeso que relucía sobre el agua. Algunas de ellas, las más valientes, se deslizaban sobre hojas y dejaban que el líquido reluciente entrara dentro de sus provisionales barcas, hasta que en la orilla tiraban de ellas y las desplazaban hasta el hueco de una piedra con foso en su centro.

Había pasado toda la noche y aquellos pequeños himenópteros no descansaban. Sin embargo, su reina despertó plácida y despejada, comprobó satisfecha el trabajo de sus compañeras después de degustar el líquido que brillaba sobre el agua y, se propuso, con su cuerpo considerablemente mayor que el de las demás, abandonar de nuevo el clan para cumplir su función reproductiva y así perpetuar la especie.

Estaba claro que todas sabían el rol que desempeñaban. Las obreras trajinaban sin cesar, las soldados organizaban a todas las demás y la reina dedicaba su tiempo a poner huevos y esperar que fueran fecundados. El cuidado que sus compañeras le brindaban sin cesar, aportando alimentos ricos en proteínas y grasas, era en su origen una manera de cuidar su clan y, de esta forma, asegurar el futuro de su especie.

Recordé entonces mi primer viaje mental. Recordé que fue un pájaro el que me enseñó a soñar. Fue un águila de plumaje gris oscuro la que me sacó de mi cuna y, siendo yo un bebé, me lanzó entre las nubes al mundo de los sueños.

Sobre el caballo verde de la loma oscura, cabalga mi historia llena de días y de lunas:

Allí, sobre los cerros suaves de Jaén, donde mi madre me parió en una noche de invierno, cuando todos cantaban y tocaban la pandereta con la mesa puesta. Y allí se posó el pájaro de mi existencia, sobre el olivar, para ver la cara que asomaba en el alumbramiento y no olvidarla jamás. Cuando me vio, el ave extendió las alas y me dijo que, desde ese día, él me iba a enseñar a volar. Yo no podía entenderlo en aquel momento, ¿cómo podía volar un bebé, que ni tan siquiera sabía andar?

Al alba se posaba sobre un olivo que había cerca de mi casa y me escuchaba llorar.

Fue una mañana muy temprano. Me llevé un tremendo susto cuando escuché el aleteo. Las garras del pájaro, se había aferrado al marco de madera de la ventana empujando con fuerza las banderas, hasta que consiguió abrirlas. Las cortinas volaron indispuestas por la habitación, y yo, un poco sobresaltada, observé cómo me subía sobre su cuerpo con sumo cuidado y me envolvía con sus plumas para que no sufriera ningún daño.

A partir de ahí todo fue como un sueño. El ave salió por el mismo hueco que había entrado y planeó suavemente sobre la tierra que nos rodeaba. Vimos juntos mi casa, los campos, los huertos y los olivos. Vimos los animales que corrían libremente, la gente que trajinaba sin cesar con sus trabajos diarios. Vimos mi pueblo y sus calles, pero a medida que su vuelo cogía altura, todo cambió. Una extensa colcha apareció ante mis ojos, como la que cubría mi cama hecha de recortes de tela y croché, infinitamente grande. A esa altura las hileras de olivos marcaban los distintos cuadros, definiendo con exactitud las cadenetas que se labraban de verde sobre la tierra.

Mi imaginación se dilató tanto desde ese mismo momento, que pude fabular, inventando en mi pueril mente, con miles de historias que me hacían comprender lo complicada y, a su vez, lo sencilla que es la propia vida.

La conexión entre el águila que me portaba y yo fue tan fuerte, que mis sentidos se agudizaron hasta tal extremo, que sus ojos eran mis ojos y su fuerza era mi fuerza.

A vista de pájaro vi los conejos y las liebres, los erizos y las perdices, hasta las hormigas se agrandaron ante mí. Tanto se agrandaron que, en un momento de mi vida, pude incluso tocar el cuerpo de una de ellas mentalmente y meterme en su mundo.

Y así, de esta forma tan especial y mágica, envuelta en aquella primera experiencia que viví en mi más tierna infancia; ¡he llegado a comprender tantas cosas!, ¡he podido vivir tantas historias!, ¡he llegado a sentir y a ver con los ojos de tantas criaturas!, que hoy, tengo la necesidad de regalar lo que a mí me regaló mi pájaro. Tengo la necesidad de regalar historias.

Sí, las hormigas, las pequeñas hormigas que a veces pisamos sin darnos cuenta, tienen una vida parecida a la nuestra, respiran, caminan, trabajan, comen de nuestra comida y beben nuestro aceite.

A lomos del olivar planean los sueños que cuentan relatos. A lomos del olivar, los cuentos nacen como brotan los tallos. A lomos del olivar, todos los seres vivos luchan y se regeneran, sobre la tierra seca, sobre los ríos y los charcos que se plagan de vida, sobre los tejados rojizos y los verdes olivos.

Mi pájaro me devolvió a mi cuna. Nadie supo de nuestro viaje. Lo cierto es que yo dejé de llorar desde aquel momento, porque he comprendido que es más bonito soñar, subir sobre mi pájaro y soñar a lomos del olivar.