147. El retorno
Observando de nuevo la aridez de estas tierras, me envuelve el recuerdo de las vastas manos de mi abuelo portando con fuerza la vara de acebuche, silbando al rebaño de cabras que ramoneaba los brotes bajos de olivos silvestres, mientras recitaba su perorata: “al acebuche no hay palo que le luche”. Infancia feliz, empañada con los años por el sueño de un futuro que prometía una vida mejor, alejada del pueblo que se me quedaba pequeño.
Abandoné cegada tierras secas y cálidas cuando mi padre plantaba los primeros leñosos esquejes de olivo. Como un ave que emprende el vuelo, abracé con pasión mi nueva vida, mis estudios, mi profesión. Tras la muerte de mi abuelo y años después de mi padre, un susurro comenzó a hacerse más presente. El olivar se quedó sin dueño, a la deriva su suerte naufragaba y aquellos olivos fuertemente enraizados en pedregosos campos, suplicaban mi retorno.
Habéis resistido a la sequía, regreso para no marchar, vuelvo más fuerte y madura, como lo está ya la aceituna en este otoño que de recuerdos me embriaga. Es tiempo de cosecha y exprimir el oro líquido. Aquí, en el olivar, una nueva generación echa ya sus raíces.