
146. 2023
Aquel fue el último año que tuve cosecha. Después no hubo flor adelantada en el mes de abril. Tampoco llegó en mayo. Recorrí cada día la finca con colegas para saber qué había sucedido pero nadie pudo dar con una razón. Al año siguiente ocurrió lo mismo en toda la provincia y en tres años la producción de aceituna y aceite de oliva de todo el país desapareció.
Al principio se hicieron eco de la noticia los medios locales, pero cuando la crisis afectó a los 66 millones de olivos, todos los medios se desplazaron hasta aquí para informar sobre la catástrofe.
Acudí las mañanas del otoño a acariciar las ocres y mortecinas hojas de mis olivos, antes plata y verde, y lloré como un niño huérfano de futuro, de riguroso luto, con el alma yerma y la esperanza en barbecho.
Más tarde la cosecha del olivar desapareció en todo el mundo. En los primeros años todos los gobiernos se afanaron en encontrar algún árbol que se hubiera salvado, que siguiera floreciendo, pero de los más de mil quinientos millones de olivos que había repartidos por el planeta, ni uno solo volvió a dar fruto. Aunque a priori el número nos pueda parecer enorme, la superficie plantada suponía tan solo una millonésima parte de la extensión de la selva amazónica, ni que decir la insignificancia que suponía respecto al mundo. Y aunque el aceite de oliva solo representaba el dos por ciento de todas las grasas que se producían, la caprichosa huelga productiva, natural y espontánea, llevó al sistema que conocíamos a su desaparición.
Solo unos cuantos vecinos aguantamos aquí. Por las mañanas paseaba por este pueblo hipnótico que durante siglos nos atrapó y fijó como un poste a su decadente idiosincrasia. Siempre fue como tantos otros, ni mejor ni peor, ni más bello ni más decrépito, ni más acogedor ni más inhóspito. Tenía una iglesia, un casco antiguo que camuflaba su pasado en el olvido popular, varias plazas llenas de veladores, pocos parques, muchos baches, un Ayuntamiento ineficaz, dos periódicos provinciales que nadie compraba, una biblioteca vacía y cientos de vecinos con fibra óptima y otros sin ella.
Se esfumaron los cuarenta y seis millones de jornales que generaba cada campaña el olivar, el cinco por ciento de las empresas agroalimentarias y casi el diez por ciento de todas las exportaciones del sector. El campo y sus pueblos se quedaron vacíos. La economía se desplomó a niveles inéditos en la Historia.
El número de muertes se disparó en todo el mundo y en pocos años el cáncer se convirtió en la mayor pandemia que había conocido el ser humano. Entre los años 541 y 549, en el Imperio Romano de Oriente, surgió una enfermedad que provocó la muerte a entre treinta y cincuenta millones de personas, el veintiséis por ciento de la población estimada del siglo VI. Fue la conocida como plaga de Justiniano. En 1347 apareció la muerte o peste negra, que mató a doscientos millones de personas. La viruela también asoló el mundo desde la época romana y se calcula que murieron unos cincuenta y seis millones de seres humanos hasta que se dio con la vacuna; la gripe española mermó la población del planeta en unos cincuenta millones de personas y el SIDA ha acabado con la vida de unos treinta y cinco millones de personas. Diez años después de aquel fatídico 2023 la población pasó de los siete mil millones de habitantes a los dos mil millones, concentrados en vastas ciudades que ocupaban antiguas regiones o países enteros, con unos suburbios kilométricos inmersos en la miseria y el hambre.
Enterré primero a mis padres y más tarde a mi mujer y mi hijo. Nunca más floreció la dicha en mi alma. Anduve durante años por mis campos de olivos sin flor en un decadente paseo otoñal y seguí regando el alma de sus troncos crespos a la espera de un brote que coloreara el páramo fantasmal y decrépito, la Comala en la que se convirtió mi tierra. Mi perro me acompañaba corriendo feliz entre las hileras de olivos, como si de un inmenso camposanto de cruces leñosas se tratase, dormido, en barbecho, mientras mi vida se desdibujaba como el carboncillo en el papel. Pinté cada año un olivo en flor y otro cargado de aceitunas hasta que llené la casa de lienzos y les puse nombre a cada una de las olivas hasta que se me acabaron los nombres.
Por las noches, Pedro, mi perro, se tumbaba entre el breve espacio que separaba mis pies de la chimenea y escuchaba cómo leía en voz alta hasta que caía dormido, el perro, mientras yo cerraba el libro y miraba el resplandor del reflejo del fuego sobre el óleo que colgaba en la pared del comedor. Y así un día tras otro, entre paseos y lecturas hasta que la esperanza, cansada de bregar con este provecto cansado, salió una noche por la puerta camino de la ciudad, supongo. No lo sé. Simplemente se fue.
A la mañana siguiente le puse el arnés a Pedro y fuimos tras ella. Pedro no estaba acostumbrado a ir atado y se rebeló de forma brusca, hasta que finalmente se rindió. Dejamos el coche a las afueras y recorrimos el arrabal donde estuvo mi colegio.
Continuamos camino del barrio donde crecí y nos adentramos en la ciudad dejando las colmenas de bloques hacia el centro por las vías abandonadas del tranvía que nunca funcionó, mientras Pedro olisqueaba cada pis, cada caca de sus congéneres perrunos. Mientras ascendíamos hacia el casco antiguo, recordé los días felices por aquellas calles junto a mi mujer y mi hijo hasta que nos adentramos en la zona peatonal cubierta de veladores con cientos de fumadores que apuraban el café junto a una estufa de gas antes de regresar a sus trabajos, antes de salir a tomar el aperitivo, antes de ir a calentarse una lata de alubias a la jardinera y de regresar a la oficina, o a la tienda, y al pasar junto a la catedral, camino de la casa de mi buen amigo Sancho, levanté la cabeza para ver el templo por última vez. Continué por las callejuelas de piedras levantadas por el paso de los autobuses y de los coches hasta mi destino. Amarré la correa y el arnés de Pedro al viejo llamador del portón, lo acaricié, lo besé, le dije que volvería en un momento y me marché. No ladró, se limitó a gemir desconsolado hasta que doblé la esquina de la siguiente calle. Pedro siguió llorando hasta que mi olor se perdió dos kilómetros después, veinte minutos más tarde.
Recorrí, ya solo, El Carril en busca del camino medieval hacia el castillo, entre los pinos carrascos, los olivos sin flor y las desatentas casas que se agolpan al final de la ladera antes de precipitarse en los callejones que aún retienen el eco de aquellos niños felices que fueron mis padres, de los jóvenes que encalaron con hambre el viejo barrio hasta que emigraron a las calles que ocupaban la labranza y el olivar, sin dejar de ser un gueto olvidado y miserable, pero con fachadas de oropel y sonrisas descalzas.
Recordé cuánto le gustaba a mi hijo pasear por aquel paraje. Tomé la bifurcación que existe nada más comenzar el ascenso al castillo, la que respondía a los dos itinerarios usados desde antaño, uno para acceder a las fortalezas a pie, más agreste y empinado, y otro para carros y carruajes que se desviaba hacia El Neveral para unirse después en la fuente de Caño Quebrado. Por los restos de la muralla mis padres jugaron en su infancia, como después lo hice yo. Volví a perderme en cada palmo del terreno, por cada ruina, cada piedra, cada olivo, y accedí por el camino que aún existe hasta la misma puerta del alcázar viejo. Después fui hacia la cruz, la que la leyenda decía que se construyó en el mismo lugar donde el rey clavó su acero tras conquistar la ciudad, pero que realmente no era más que la reposición en hormigón de la vieja cruz de madera que una pudiente familia de la ciudad colocó en la zona más escarpada del cerro, junto al precipicio, rogando a Dios que la peste dejara de llevarse la vida de las pobres almas de la noble villa que guardaba el paño santo de Cristo y que cada poco tiempo el viento hacía volar ladera abajo para que los fieles y la iglesia en comitiva volvieran a subir los maderos para recolocarlos en el risco hasta que una nueva ventolera escupiera otra vez la cruz hacia las casas de los feligreses, que seguían muriendo como ratas, por las ratas, como moscas, comidos de moscas, como infieles, a pesar de creer con toda su insensatez en la cruz y el Santo Rostro. Y allí, con el valle corriendo desde la ciudad hacia el Almadén y la sierra mágica, entre un millón de olivos y una tierra huérfana de futuro, nieta del miedo y el hambre, sumisa y acomodada en la miseria siempre vespertina, con cartilla de racionamiento perenne como las hojas del olivar, en aquel mirador del paraíso ardiente como el infierno, allí, sin hallar esperanza, salté al vacío.
Rodé por el acantilado de piedra caliza hasta que mi cuerpo descansó entre un olivo y un pino. Mi corazón se detuvo. La sangre que aún no había perdido dejó de circular por mis venas y de llegar al cerebro. Pero mi mente siguió despierta algunos minutos más y recordé el caos de los últimos años entre un mar de colores brillantes provocados por millones de cortocircuitos electromagnéticos de las células de mi sistema nervioso. Comenzaron a morir las primeras neuronas y las células del cerebelo y los núcleos basales y también las piramidales de la corteza cerebral y más tarde llegó la hora del tronco del encéfalo y así, poco a poco, entré en un profundo y eterno sueño, mientras veía cómo al olivo que recogería mis cenizas por siempre la habían brotado varias flores tempranas.