140. La memoria del aceite

José Manuel Rivas González

 

La encontró por casualidad en uno de sus vagos paseos por los pasillos del centro comercial de Westfield, un expositor en pleno corazón de Londres donde degustar los sabores del mundo sin apearse del vanguardista armazón de luces y cristal; desde las más exclusivas salsas hasta las raras conservas de escorpiones enlatados de Tailandia o gusanos de seda de Corea. Bien es cierto, que la “causalidad” tuvo algo que ver en aquel fortuito encuentro, cuando Thomas le comentó mientras almorzaban que tras el infarto, el médico le había recomendado el consumo de aceite de oliva como una cuestión de vida o muerte; por eso aquel domingo se entretuvo bajo el enorme cartel: OLIVE OIL

Una avenida de pasillos interminables dispuestos en hilera al modo de los edificios de Regent Street, con miles de botellas resplandecientes cual coronas en el Palacio de Buckingham. Siria, Túnez, Portugal, Italia, Turquía, Nueva Zelanda, Chile y sobre todo España, cuya retahíla resultaba infinita, invitaban a un viaje “más allá de los sentidos”, era como estar frente a los estantes de las librerías de Charing Cross, esperando un golpe de instinto que ayudara a elegir. Países que sólo conocía a través de los documentales del National Geografic, por eso comenzó por el más insólito de todos: Siria, cuya capital, Damasco, es una de las ciudades más antiguas de la civilización. La pregunta resultaba obvia, ¿ a qué sabe el aceite de uno de los lugares más ancianos del mundo? ¿Cómo serán sus olivos, rascacielos encofrados por el paso de los años o rechonchos baobabs?

Escogió una con literatura árabe en la etiqueta y de regreso a casa, hubo de calmar las ansias de abrirla, para que el peso de la historia lo alejara del nauseabundo hedor a humanidad del metro a esas horas de domingo.

Lo primero que hizo tras cerrar la puerta, telefonear a Thomas al caer en la cuenta de que para un inglés corriente como él, el consumo de aceite de oliva resultaba totalmente desconocido.

-Toma una rebanada de pan y úntala de aceite

-¿Y ya está, así sin más?

La colocó sobre la encimera y no sin cierta maña, la puñetera estaba más peripuesta que la reina Carlota, quitó el precinto y la abrió; el estallido de una guerra mundial azotando el aire con denso escape de gas lo inundó todo, por lo que temió un sabor igual de penetrante; ¿en verdad aquello era comestible?

Decidió esperar mientras descifraba las notas del distintivo: “… aceite de las márgenes del río Eúfrates… sabor frutado a fruta fresca, manzana verde con toques de pomelo, cítricos rojos, pimienta y comino”

Dios Santo, cuánto cabía en la minúscula tostada, figurarse Siria a través del sentido del olfato que ahora comandaba la situación, lo curioso que su vigor a medida que el tiempo iba pasando se transformaba en sutil fragancia a ramas e hierba recién cortadas y los tonos habían mutado del dorado al verde vejiga, alimentando su memoria con aquellos joviales años de pintura al óleo.

Untó la rebanada con la pringosa e indomable sustancia y la soldadesca de la guerra tomó el cielo de su boca, polen de los románticos campos de Mayfield, el aceite de oliva había robado al aire el perfume de lavanda y tomado el cuerpo de una manzana verde de los campos de Surrey, para terminar con sabor a heno viejo, incapaz separar lo viejo de lo joven, el desierto sirio era oasis en cuerpo de aceite, rapiña de su memoria más primitiva y una experiencia inigualable.

Llamó a Thomas y le dio las gracias por haber sufrido el infarto, la impulsividad conduce a decir esas cosas.

Continuó con aceite tunecina, más viscosa pero ligera como las dunas del desierto del Sáhara y sabor a caravana de Camellos, Cartago, árabes, franceses, almendras verdes; en cambio el aceite turco desprendía un salado sabor marino, Estambul, Persia; Marruecos, ecos de agua de las montañas del Atlas junto a sus mil colores; Chile Tierra de Fuego, bosque y glaciar; Nueva Zelanda hogareña y fantasiosa Comarca del Hobbit.

Italia fue punto y aparte, llamó poderosamente su atención la refinada textura, Renacimiento, dulce vainilla, maduro plátano, podía rozar con la yema de los dedos la Torre de Pisa mientras degustaba salsa de pistachos. Portugal océano, humedad, navegantes, sabor picante, bacalao.

Para el final y por recomendación del amigo Thomas y especialmente de Priscila, su mujer, las mujeres poseen una extraordinaria sensibilidad para decantar aromas y sabores, había reservado el aceite español, el mayor productor del mundo según la BBC; sobre las estanterías había tal acumulación de botellas que la imagen que tenía de España, de sus campos de arroz, sus pinares de montaña, sus soleadas playas, cambió e incluso le condujo a pensar en ella como un campo de olivos; lo difícil por dónde comenzar, Priscila le había comentado que el aceite español la trasladaba a la memoria de los árboles frutales de la infancia y al canto de los pájaros entre el follaje de los árboles y el césped del jardín.

-No hay nada como sentarse en una de sus soleadas plazas y paladear con el sol en la cara, una tostada de aceite y jamón, es lo más parecido al Edén- comentó en su último encuentro.

Fue entonces cuando surgió la idea, por qué no probar el aceite en las mismísimas tierras españolas. Sólo necesitaba un motivo, una excusa para emprender el viaje. Birding, por qué no, el deporte nacional de los ingleses que al menor atisbo de sol, abandonaban las islas cual bandada de aves migratorias camino del Reino de España, además ya estaba cansado de acercarse a las costas de Cornualles cada vez que un pájaro de otras latitudes equivocaba su rumbo y aparecía por los acantilados. Ya era hora de disfrutar del sol, de sus pájaros y por la casualidad y la causalidad, también de sus aceites; mas cómo elegir destino entre tanto puerto. Aquella misma mañana, se acercó al Centro Comercial y anotó todas las procedencias y ya en casa, con los ojos cerrados posó su dedo índice sobre una de ellas:

“Campiñas de Jaén”

No fue difícil agenciar el viaje desde Londres, las agencias de viaje ofrecían grandes paquetes turísticos a España que tiene tejida una gran tela de araña recreativa, sin embargo le sorprendió encontrar uno hecho a su medida: “Conozca las aves a través del óleoturismo y la cultura del olivar”

Definitivamente estaba todo inventado.

Lo realmente complicado atravesar cumbres y estepas en una sola etapa, cómo podía cambiar tanto la orografía de aquel país, achicharrado por el calor y un sol que apenas le permitía abrir los ojos; deberían añadir a la oferta una pequeña recomendación, como hacían con los grandes viajes transoceánicos y el Jet Lag, el “Sun Lag” ya que el sol era in misericorde, amenazando con no apagarse jamás. Lo siguiente, gafas de sol de metálicos reflejos que le conferían un aspecto bastante patético, la verdad. Cuando sus pupilas se acomodaron, mostraron un mundo realmente vertiginoso, postes, así de madera como metálicos, que recorrían el paisaje, nubes que se movían a la velocidad de la luz y un viento cálido y áspero acariciando su rosada piel con la rugosa lengua de la vieja Molly, la gata de la abuela, así que anotó en su diario: “¡imprescindible, crema ultraprotectora¡”

Se lo comentó a la guía, una joven morena con ojos arrebatadores e inglés poco común, tendía a comerse las eses, que al tiempo que le regalaba una sonrisa, extraía del bolso un pequeño recipiente de -sorpresa- ¡aceite de oliva¡ mientras enumeraba, micrófono en mano, sus múltiples propiedades frente al sol o el escozor en las partes más íntimas. Tenía gracia la cosa, había viajado a España para degustar el aceite de oliva desde su estómago y su primer encuentro iba a ser a través de la piel como si fuera una rana reseca por el sol y lo cierto es que la cita no defraudó, no sólo alivió el escozor sino que le dejó la piel más tersa que la de un bebé recién empolvado de Talco. El resto del viaje galopar de colores inimaginables, así el dorado pasto tomaba el horizonte como el verde oliva de los árboles abarcaba en formación todo el mundo conocido, en una película a punto de empezar. Se dejó llevar embalsamado por runrún de rana bíblica sobre el agua.

Villacarrillo, su primer destino, posado sobre una loma como un faro frente a un mar de olivos oceánico, tiritar de las últimas luces del día. Esperó impaciente la cena, era ya muy tarde para él, mas la joven invitó al grupo a dar un garbeo por el pueblo, la cena sería a las diez y media. ¡A las diez y media¡ su barriga se volvería un hambriento gorgojo, pero y a qué hora se duerme en España.

Del pueblo le sorprendieron la amplitud de sus calles, la majestuosidad de su iglesia fortaleza y el ambiente, bares a rebosar de gentes que reían, la felicidad anidaba como si no hubiera un mañana. Tras tomar un recodo, salieron del entramado de calles por un sendero obscuro que les condujo a un pequeño acantilado donde se vislumbraba la sombra de unos árboles de descompuestas proporciones; cuando la guía se detuvo, abrió su mochila, extrajo una botella y les indicó que posaran el pandero sobre la hierba y contemplaran fijamente el firmamento mientras ella untaba de aceite rebanadas que repartió a cada uno.

-Cierren los ojos un momento y den un bocado al pan .

La cúpula celestial con la Vía Láctea y todo, se había trasladado al cielo de la boca. Un milagro, el aceite de oliva les había conducido por el firmamento a través de un despliegue de sabores sin igual, autillos, cárabos y chotacabras tocaban la flauta. Cuando abrió los ojos le pareció que la noche estaba embadurnada de sabores, fruta madura, amargas avellanas, delicada confitura de pétalos de rosa y azucenas con mantequilla; el aceite de aquella parte del mundo, había recolectado la memoria del universo tal como un astrolabio guiaba las naves sobre la inmensidad del océano. De vuelta a la civilización y con una sonrisa de oreja a oreja, agradeció a la guía, cuyo nombre era igualmente agradable, Beatriz, la experiencia; ella le correspondió con brillar de chiribitas sobre sus enormes ojos verdes.

La mañana siguiente no desmereció, campos preñados de olivos en marcial formación que así inundaban valles como ascendían tesos y montañas, y búsqueda de las más variopintas avecillas bajo el sol. La primera instantánea que tomó fue un verdadero descubrimiento, sobre el centenario tronco de un olivo, lo supuso por sus dimensiones, tres pollos de abubilla asomaban su cabeza por los agujeros labrados en la corteza del árbol cual si fuera London Eye, la noria de Londres, pues inquietos no dejaban de subir y bajar. Nunca había visto una abubilla, jamás arribaban a las islas, así que la fascinación puso lo demás, su pico afilado y largo, cresta a modo de corona real y cuerpo de arlequín campeando la tierra a la busca y captura de todo tipo de animalillos, lo que le hizo sentir intrépido como David Attenborough en sus documentales. Beatriz, con su gracioso inglés, pidió que tomaran asiento bajo la sombra de los olivos, llamativa la oriental costumbre de posar el pandero sobre el suelo, repitiendo la escena de la noche anterior.

– Cierren los ojos, por favor, degusten su rebanada de pan y déjense llevar por el canto de los pajarillos, la suave caricia de la brisa y el delicado sabor de este aceite de la cercana y agreste Sierra de Cazorla.

Esta vez el aroma era excepcionalmente intenso, como el abismo de un precipicio y su sabor se confundía con las notas de los pájaros, frutado de madera recién cortada, higuera y pino, pudo apreciar en su paladear, el traqueteo de un pájaro carpintero, aunque de entre todos los sonidos a los que aquella bendita aceite le invitaba, uno llamó poderosamente su atención, era el mismísimo murmullo del agua despeñándose entre las cárcavas de la serranía. Abrió los ojos y frente a él un retorcido olivo bailando la danza del vientre, donde unna pareja de simpáticos mochuelos se hacían arrumacos con canto quejumbroso, pena honda sobre la campiña que el aceite había convertido en poesía y personalidad única. Son simpáticos los pequeños mochuelos con su cuerpo de búho, sus grandes ojos y sus plumas ahuecadas al viento como la melena de un viejo roquero. A ellos, que habían montado su nido de amor sobre la testuz del danzarín olivo, siguió el “alfanhuí” del alcaraván con sus patas de alambre y sus ojos amarillos como el color del aceite al contacto con la luz del sol, o el feliz encuentro de dos anaranjados alzacolas, tenores en el cercano anfiteatro romano de Obulco, una extraña avecilla que gustaba de los territorios leñosos como el sabor del aceite de aquella tierra y para sustentar la magia del instante, una carraca con esmoquin de cielo azul.

Encantado, aquella noche hasta el ajilimojili, salsa con fundamento y cuerpo de aceite de oliva, le pareció una oda al mundo, a sus placeres y encantos, los mismos que cobijaban los labios de Beatriz, con quien compartió una copa en la terraza del bar a la luz de la luna. Bajo aquellos ojos verdes como aceitunas, se escondía la dulzura de una joven muchacha que amaba su tierra y sobre todo sus paisajes cargados de historia. Ésta vez fue ella quien le invitó a que tomaran la periferia de las luces de las farolas para adentrarse en un universo de estrellas y sombras azuladas; de nuevo el canto de los enamorados mochuelos cargaba la atmósfera de maullidos con su penetrante “kiú”

Dos días más tarde desembarcaron en Úbeda, una ciudad encantadora fundada por Túbal, un descendiente de Noé y conocida por su enclave como “la ciudad de los cerros” y cuya aceite desprendía dulciamargo sabor a naranja.

Al cabo de unas semanas, Arthur se había convertido en un experto sumiller de aceite de oliva virgen extra, como extraordinaria parecía la capacidad del aceite para encerrar en su fluida memoria todos los sonidos, las fragancias, los sabores del día y de la noche cual si fuera el corazón de una biblioteca universal.

Se despidió de Beatriz con un abrazo tierno y sincero y de los campos preñados de olivos con dulce sabor en la boca y regresó a las islas con la firme convicción de que, a pesar de ser inglés, no hacía falta sufrir un infarto para degustar el que probablemente fuera uno de los más antiguos sabores de la civilización.

Así que sus paseos por el centro comercial de Westfield fueron cada vez más fecundos y aprendió a reconocer el sabor de cada aceite cuando una de aquellas botellas llegaba a sus manos. Resultaba sorprendente que un entorno agrícola como el olivar, fuera capaz de resultar trascendental para la conservación de las aves, tan íntimamente unidas a él; en él vivían, se refugiaban, criaban, cazaban y se alimentaban a cambio de brindar al mundo sus preciados cantos, sus metálicos colores o sus simpáticas correrías. El olivar y sus pájaros era el verdadero mensaje, el valioso tesoro que el olivo a través de su fruto regalaba al mundo, su memoria.

Tal llegó a ser su conocimiento que al cabo de un año, Arthur llegó a diferenciar de todo el universo aceitunero aquella donde los mochuelos se amaban, era su favorita, por eso decidió que a finales del verano siguiente volvería a su encuentro. Mas sin embargo, algo sucedió que le alarmó, el aceite de la campiña jienense que tanto apreciaba mutó a un amargor casi irrespirable y aunque su sabor frutado mantenía sus frutas y sus hierbas, parecía que algo abrasaba las entrañas al degustarla, como si un campo yermo hirviera dentro de él. Había descubierto que el aceite de oliva tenía la increíble capacidad de transmitir emociones, las mismas que el árbol transfería a sus frutos y éstos al zumo.

Buscó en el tarjetero, sabía que guardaba la tarjeta de Beatriz y la telefoneó contándole todo.

A los tres días estaban desayunando tostadas en Villacarrillo, hacía frío, el invierno estaba siendo especialmente cruel en aquellas tierras.

Cuando llegaron a la plantación, el encargado saludó cortésmente a Beatriz. Montaron en el todo terreno y recorrieron los campos de olivos, reconoció enseguida la pequeña colina donde anidaba la pareja de mochuelos y el rascacielos donde habitaban las abubillas.

Ahora nadie poblaba la arbórea ciudad, tan sólo el macho de mochuelo con desaliñado aspecto y sus sedosas plumas ondeando al viento huecas como si no tuviera alma, se dejó caer, ni siquiera se inmutó cuando se acercaron. El encargado contó que a finales de verano, una pareja de águilas calzadas procedentes de África habían anidado en aquella parte de la explotación y claro, las calzadas son temibles cazadoras a las que nada se les pone por delante. En un par de meses habían acabado con la hembra de mochuelo, las abubillas, las tórtolas comunes, las perdices y cuanta ave surcara los cielos o campos de sus dominios, ni siquiera los aguiluchos laguneros o los milanos se atrevían a campear por allí, lo que hizo que buscaran nuevos territorios de caza, provocando un desequilibrio que dejó huérfana aquella isla dentro del inmenso mar de olivos.

Entonces lo comprendieron todo, los olivos en su desamparo, padecían mal de melancolía, trasladando su hondo pesar al fruto, porque la memoria del aceite es la propia memoria de la vida como si el aceite fuera, que lo era, un ser vivo.