
128. Mi final soñado
Su garganta no emite palabras. No ha perdido el habla, pero en el pueblo no queda nadie para conversar. El timbre de su voz se ha transformado en un inapreciable eco que retumba (con descaro) en los enormes pabellones auditivos del último hombre que queda vivito y coleando. Las heridas no han conseguido matarlo, por ahora. El terror de un entierro en soledad es más grande que el temor de vivir a solas y apagado. De vez en cuando, los destellos de unos inolvidables recuerdos iluminan su cotidiana penumbra haciendo las veces de inusitada compañía. La insipiente memoria le sirve como válvula de escape para su triste y confusa realidad. En sus adentros, persevera una figurada relación de amistad con sus más sinceros pensamientos. A ellos les dice que “ya está bien por hoy” y que “mañana, otro día será”.
Se encuentra delante del último de sus proyectos a medio acabar. Los viejos listones de olivo han pasado a mejor vida. El destino les concede una segunda oportunidad. En esta reencarnación, servirán como vehículo idóneo para llegar al otro mundo y alcanzar con éxito el ansiado más allá.
-El ataúd estará listo para cuando te llegue la hora-le instan sus pensamientos cuando abandona las herramientas en la caja de metal (creada al efecto por sus tersas y artesanales manos).
De un único impulso, consigue extraer de la alacena una garrafa que contiene un viscoso y oscuro condumio. Encontramos al culpable de la vigorosidad de sus extremidades en el oro líquido que indefectiblemente corre por sus venas. Con dos mendrugos de pan, ya tiene preparada la cena. Le encanta verter aceite virgen extra en un plato hondo y mojar hasta dejarlo impoluto. El estómago queda empapado de esplendor y de la máxima felicidad humana. Su cuerpo desata una experiencia sublime de saciedad y satisfacción que consigue colarse hasta las entrañas. Poco importa si se pierden unas gotas por el camino y el inevitable chorreo se incrusta entre los ropajes en forma de maleducado e inoportuno lamparón.
Con el buche abarrotado de sustancia, se descansa mejor. Asciende enérgico y liviano al piso de arriba, (trepando los escalones de dos en dos y de tres en tres). Un pasado de recogida y siembra anual permite un presente de rémoras atléticas que ayudan en los esfuerzos cotidianos. El ímpetu y las buenas costumbres aseguran envejecer con salud, al igual que lo hacen los buenos caldos mientras aguardan en las bodegas. Tan sólo una (poco atractiva) oración le espera en el provecto dormitorio, pero no sabe hacer las cosas a medio gas, ni a medias tintas, ni de otra manera.
Sin más ni más, reza al Señor de la forma en la que le enseñó su abuela: “con poca petición para uno mismo y con mucha postulación para los otros”. No hay padrenuestro ni avemaría que se libre de las plegarias hacia esos seres queridos con los que se reunirá en el cielo finalmente. El último y único beso del día es para una vieja fotografía en blanco y negro. Sus pensamientos le reavivan el color de los cachetes de una mujer, el olor de los cabellos de su esposa y el nombre de los hijos que nunca tuvieron. Una sonrisa se dibuja en su rostro y la cara se transforma en un lienzo de paz, tranquilidad y sosiego. Así se duerme. Así concilia el sueño. Así es la calmada esperanza de una nueva jornada. Mañana será otro día (eso sí), pero con el mismo final y con el mismo comienzo.
Se levanta a la par que el gallo más madrugador de la finca. El acuciante canto del animal hace las veces de despertador de mesita que trasnocha. Estira las sábanas sólo por el lado derecho. El flanco izquierdo se acuesta inmaculado por las noches y amanece perfecto por las mañanas. Se acicala el pelo con un agreste peine de púas que aún conserva del ajuar de su enlace matrimonial. Su pelo mantiene la misma cantidad y calidad que la que ostentaba por aquellos tiempos. Tal éxito no es fruto de la casualidad; más bien es la magia del ácido oleico.
Se viste en un pispás. Sus pensamientos le recuerdan que no hay que hacer esperar a las bestias en su yantar diario. Se dirige al corral y adopta el mismo modus operandi que aprendió de su abuelo paterno cuando apenas superaba un palmo de altura.
-Mantén a los animales entre tus brazos y luego les das el alimento. Con amor y con cariño se consiguen los mejores huevos – le aconsejaba de pequeño. Aquel parecer, más que un consejo, resultó ser toda una lección de vida, puesto que era igualmente válido para utilizarse en otros contextos y devenires terrenales.
La cancela se cierra por voluntad propia y el ruido del portazo se queda en un insignificante susto si lo comparamos con el miedo que le produce mirar hacia lo lejos y comprobar que los olivos están yermos. El aceite se queda este año sin el trabajo y la faena de sus paisanos. El viejo tractor sigue donde siempre, más su aliento se perdió en el último accidente mecánico del motor. No marcha para un lado ni para el otro. Está en el mismo lugar día tras día sin hacer nada por mejorar (como la mayoría de la gente). A pesar de la lejanía, puede visualizar con perfecta nitidez aquellos años de niñez en los cuales jugaba con su padre a indios y vaqueros. El viejo tractor, ahora inservible, protagonizaba aquellos ratos de ocio a modo de diligencia en el lejano oeste.
Aquellos árboles desprovistos de aceitunas siguen proyectando sobre la tierra unas sombras alargadas de toda figura que ose colocarse por debajo de sus ramas. Su propia efigie le propina un antiguo recuerdo que le entristece el rostro (más aún) y lo deja sin aliento por un momento. En plena adolescencia, muchos fueron los paseos al atardecer con sus amigos y con quien luego se convertiría en su amadísima esposa. Formaban un majete grupo de zagales y zagalas que se hacían llamar a sí mismos “los gigantes de los olivos” porque, a medida que avanzaban por los campos, el Sol iba derritiendo más y más sus sombras con cada paso. Al final de tales andaduras, sus negruras se convertían en unos seres horripilantes de brazos y piernas destartalados con los que podían interactuar y jugar hasta el anochecer. ¡Cuánta imaginación e ingenio salieron a florecer gracias a la refulgente luminaria de los olivos!
Levanta el ancla en el repaso a su biográfico cuaderno de bitácora y toma la decisión de navegar por la cuesta más encrespada del pueblo hasta arribar a la mismísima plaza de la iglesia. Le gusta tañer las campanas por el mediodía, aunque no queden feligreses que puedan acudir a la llamada para la misa. Su cristiana boca se le hace agua nada más poner un pie en el atrio de aquella construcción del siglo pasado. El órgano de la felicidad humana (el estómago) ha obrado tal milagro. Don Basilio, el exclusivo párroco que conoció en su infancia, daba hostias no consagradas (pero bañadas en aceite) a esos niños pequeños y hambrientos que, muchas veces, se iban al colegio sin nada en el buche. ¡Cuántos nutrientes excepcionales aportaba aquella extraoficial forma de comunión!
Regresa al interior de su destartalado y solitario hogar. Sus pies se deslizan súbitamente por la cocina. Es hora de preparar algunas tortas para el inicio de las fiestas. El esmero se apodera de las falanges del artesano, pero resulta imposible recuperar en los fuegos los suculentos sabores de antaño. Las desvencijadas neuronas mantienen su paladar intacto. La dieta rica en oro líquido le ha dotado de una memoria abismal para degustar los manjares locales a su antojo, como un rumiante que de un solo bocado consigue comer una, otra y diez veces más (si fuera necesario). Faltan algunos ingredientes insustituibles en la elaboración de aquellos mantecados. Falta la ternura de su madre amasando la harina. Faltan las cancioncillas de su madre mientras tanto.
La comida le profiere cierto aletargamiento. Sus constantes vitales se implican armónicamente y al unísono en un compás menos acelerado. Por su propia voluntad, se marca una siesta de campeonato. Nadie lo va a echar de menos hoy. Un par de horas más tarde, se despierta para continuar con el trabajo del último de sus proyectos a medio terminar. Consigue forrar totalmente el interior del ataúd de olivo. El blanco de tela acolchada aparece firmemente sujeto por la virulencia de unas formidables grapas de cobre. Ha conseguido que la caja para su entierro se convierta en un invento bueno, bonito y barato (como sugiere el conocidísimo eslogan publicitario de una marca comercial cuyo nombre no consigo recordar). Toca el momento de probar su eficacia y utilidad. Le asaltan dudas sobre la comodidad de la invención, aunque una vez llegado el momento (después de muerto) no tendrá mucha importancia todo lo que verse sobre este aspecto. Se mete dentro. Se tumba bocarriba. Coloca las manos sobre su pecho. Extiende sus dedos. Comprime los párpados. Se cierra la tapa. Se queda atrapado. No escucha nada. Máximo silencio en su soledad enclaustrada.
Al tiempo de suscribir estas palabras, me sorprende un inesperado bostezo que interpreto como un inequívoco signo de agotamiento. Resulta un fenómeno habitual para un escritor voraz como yo. Me froto los ojos sutilmente (como debo). Tampoco es plan de hacer mucha presión sobre los globos oculares, puesto que son las herramientas que necesito para alcanzar mi sustento. Me alertan los avisos sonoros de un gallo madrugador. La tapa del ataúd se abre de un golpe seco. Mis pupilas color aceituna se clavan en el protagonista de mi relato. Hay algo en su rostro que me resulta familiar. Tiene mis pestañas, mi boca y mi nariz. Se parece mucho a mí, sólo que su piel se ha quebrado y arrugado por los estragos del tiempo. Soy yo. El protagonista de mi relato se dirige alegremente al corral. ¡Vaya sorpresa! Mi abuelo Paco lleva un buen rato esperándolo. Le muestra la forma correcta de alimentar a las gallinas. El ruido del viejo tractor sorprende al personaje principal de mi obra. Abre la cancela rápidamente. A lo lejos, los vecinos del pueblo están en los olivos trabajando. Mi padre conduce aquel artefacto que ruge como el primer día. Somos John Wayne y John Carradine disfrutando alegremente el uno del otro. Interpretamos sin glamur la versión rural y andaluza de uno de los grandes clásicos del séptimo arte: “La diligencia”, del mismísimo John Ford.
-¡Forastero, apéate del caballo! Vete con tus amigos y con esa chica que te gusta tanto. Imposible no hacer caso a las órdenes de mi paternal “Ringo Kid”.
Rocío y yo nos abrazamos. Los otros gigantes de los olivos dibujan corazones con las sombras de sus manos. Nos besamos. Nos prometemos en matrimonio. Las campanas están repicando. Acudimos corriendo a la llamada sacerdotal como si la vida nos fuera en ello. Las hostias no consagradas de don Basilio nos esperan para usarlas de picoteo. Le anunciamos el compromiso. Nos felicita. Ya tenemos fecha para el bodorrio. No quepo en mi gozo. ¡Cuánta felicidad atesoran nuestros votos! Debo comunicar la noticia en casa. Huyo de la iglesia a toda prisa, a toda mecha y con todas mis fuerzas. No me gusta hacer las cosas a medio gas, a medias tintas, de otra manera…
Veo a mi dulce y humilde madre de espaldas, amasando la harina. Prepara las tortas de aceite para las fiestas. No faltan sus ingredientes de amor y ternura. Canta los estribillos populares de mi infancia de manera cándida. Me atrevo a probar una, a probar dos, tres…
-¡Quédate quieto! ¡Que luego te dolerá la tripa!
-Mamá, tengo que decirte que mi novia y yo nos vamos a casar.
-¡Enhorabuena, cariño! Me alegro muchísimo. Pero recuerda que te ha llegado la hora. Te tienes que marchar.
Como voraz escritor que soy, únicamente encuentro palabras de agradecimiento por vivir en primera persona el mejor de los finales con los que un autor puede soñar. Decido pasar página en mis capítulos de tristeza, amargura y desaliento. Me introduzco en el ataúd de olivo y cierro de un golpe seco el libro de la vida de aquel que ha sido feliz gracias a las personas que han estado a su lado hasta su último aliento. Se esfumaron los miedos porque nadie asistiera a mi entierro. Mi cuerpo servirá gratamente de comida para los gusanos. Mi psique no imagina un desenlace mejor de la trama. El protagonista de mi historia se despide del mundo con un desangelado réquiem, pero rodeado de sus seres más queridos. De luto se viste el cielo para acogerlo con esperanza y anhelo. Lo esperan con los brazos bien abiertos.
Pronuncio la última oración. No pido por mí, sino por los otros. Me froto los párpados. Esta vez con un poco más de intensidad. Mi abuela María me acompaña en los credos y padrenuestros de la vigilia. Al final del túnel no existen las fotografías en blanco y negro. Las pupilas de mi familia tienen el mismo color que las aceitunas. ¡Ahora sé de quién he sacado los ojos! De la gente de mi pueblo. Mi camino a la gloria está colmado de variedades cromáticas. Así alcanzan la eternidad las ánimas.