124. Ser olivo

Aletheia

 

El abuelo se moría. Deliraba ya en las últimas noches recordando su Jaén natal, su pueblo blanco, el olivar… Que le lleváramos allí, decía entre frases inconexas, que no podía marcharse sin ver una vez más las aceitunas moradas bajo las hojas de plata. Quería pasear de nuevo, arrastrarse incluso, entre las suaves lomas grises, peinadas de árboles.  Porque aquel había sido su paisaje y anhelaba que fuera su destino. Pero no podíamos moverle, imposible meterle en un coche en ese estado. El cuerpo se le había retorcido como a los árboles que tanto amaba, su piel tenía ahora el color y la rugosidad de la madera. Y una rigidez de tronco centenario se le había anudado en cada esquina.

Entonces rodeamos su lecho con macetas de bonsáis para que pudiera contemplar los pequeños olivos desde cualquier ángulo. Los frutos, lisos y turgentes, parecían embalsamar al abuelo con un aroma de aceite venidero. Le brillaban los ojos extasiados, plenos de gratitud postrera… Nunca nadie me pareció tan cercano a una raíz, tan próximo a la tierra como él lo estaba entonces.

Dos días después entregamos sus cenizas: devolvíamos al olivar lo que del olivar era.