123. La resurrección de la clorofila

Juanmna Velasco Centelles

 

Sin hálito de vida, inútil siquiera para servir como apoyatura de los cuervos, descamado su cutis costroso y maderero, las ramas del color decadal del abandono, aquel acebuche que antaño luciera, como tantos, pretoriano, custodio del vestíbulo de naturaleza de aquella masía del interior del mal llamado Levante, había despertado, de bocas de terceros,  la atención de un fotógrafo naturalista coleccionista de esos tenidos como olivos de segunda que se erigían como protectores inmobiliarios de edificaciones sin spa.

–Es el más majestuoso de la provincia –le hizo saber unos de sus rastreadores territoriales.

Jairo Milián, registrador de la propiedad en lo que concernía a lo profesional y capturador de rarezas con clorofila cuando no mediaba lo fatigoso de lo registral en sus días, admitía, solo para sí, su obsesión por los acebuches, por su rol de guardianes de aquellas construcciones aisladas, las masías,  que forjaron, en los siglos XVIII, XIX y la primera mitad del XX, un tipo de poblamiento autárquico capaz de conservar el paisaje sin necesidad de intervención institucional para prevenir incendios que igualmente se acaban produciendo y ensañando con lo que un día fueron tierras de cultivo, colonizadas hoy por lo arbóreo y lo arbustivo con denominación de origen mediterráneo.

En el presente apenas si quedaban masías habitadas con continuidad. Aquella, la de Barrot, era una de las pocas de la comarca. Ayudaba a la resiliencia ocupacional una altitud modesta sobre el nivel del mar, unos terrenos cultivables por no excesivamente abancalados y su cercanía a un núcleo rural demográficamente solvente.

Lo recibió el trío de ocupantes que sabía de su llegada por el más joven del terceto, el hijo soltero de los dos más senectos cuando Jairo lo contactó para fijar el mejor día para tomar declaración visual al olivo asilvestrado. Una santísima trinidad masovera le dio la bienvenida con la rugosidad educada de las gentes de secano.

El árbol se hacía notar, por descollante su ramaje superior, desde apenas doblado el último recodo del sendero que desembocaba en la masía, pero una vez en sus inmediaciones, aquel más notario que registrador pudo apreciar que rodeaba al acebuche tal maraña arbustiva que impedía ver el tamaño del pie y sus juanetes nudosos, la consistencia del tronco e incluso el nacimiento de las ramas inferiores. Esta defensa vegetal impedía admirar la apostura integral del ejemplar que aun seco como transcurría mantenía la arboladura de otros tiempos, como una carabela abandonada en una dársena esquinada de las rutas de navegación.

–Nunca quise talarlo para venderlo como leña. Y eso que el panadero del pueblo me insistió mucho en diferentes épocas –la apreciación surge del filamento de una voz con plomo en la laringe de un padre con las virutas de la muerte merodeando su rictus y que permanece sentado en el banco de piedra intemporal sito junto a la entrada principal de la construcción mayor.

El hijo reafirma que siempre lo ha visto así, ajeno a cualquier signo vital, pero testigo de otra época, orgulloso en su sequedad, resistente a la carcoma y a los rayos.

–Y tengo cincuenta y seis años. Murió para la vida en la gran helada de mil novecientos cincuenta y seis, pero ni el tiempo ni las coyunturas lo han derribado.

La madre, tan anciana como el titular de la masía, el abuelo Barrot, exhibe sin embargo una salud recia, todavía ágil de osamenta y elástica de palabra cuando matiza que el acebuche debe tener más de doscientos años, elucubra en base a una contabilidad generacional que no parece demasiado exacta, pero ¿qué importa la datación?

El notario de los olivos tenidos como segundones reconoce ante el trío que no ha registrado otro con semejante porte, incluso menoscabado como está el que tiene frente a sí por aquella muralla de vegetación este espinosa y aromática que comprende la retama y la albaida, la jara y la aliaga, la coscoja y hasta la manzanilla, un crisol de vegetación que le come ocularmente más de tres metros de su altura e impide ver el grosor de la base de su tronco.

Ellos le vierten el pasado, porque cuando se llega a determinadas edades, solo existe ese espacio temporal. Él intenta demostrar su pleitesía hacia un estilo de vida que languidece incardinado en este presente absolutista que subsume los vestigios, pero en ningún momento se erige como protagonista; solo menciona que colecciona acebuches como quien recolecta setas avanzado septiembre, sin que su actividad altere el orden de la naturaleza o siquiera mejore a la humanidad.

–Colecciono acebuches porque pertenecen a otra época, porque sobreviven sin apenas cuidados, porque no necesitan de los humanos para mantenerse, porque incluso después de muertos sobrecogen, como este.

Y como entiende que se está escorando en exceso a la filosofía, detiene su panegírico y le pide al tío Barrot que le detalle cómo fueron aquellos días de febrero del 56…

 

***

Ha estallado la primavera y el retratista está de regreso a la masía. Convino con el hijo que regresaría en abril, tras comprometerse este, cuando la conversación roló hacia un exceso de nostalgia, a despejar la vegetación que circunvalaba al acebuche para dejarlo expedito de parásitos, magnificente, lampiño, museístico.

Sabía que el tío Barrot había abdicado de respirar debido a aquella mala sombra pulmonar que lo envolvía cuando octubre. Se siente Jairo un poco invasor, furtivo, incluso egoísta por haber provocado un extra de labor en el buen hijo y por haber interferido en el proceso de colonización que la naturaleza promueve con espontaneidad sobre los espacios inertes para concederse el capricho fotográfico de cobrar una pieza de caza mayor.

Durante el otoño y el invierno ha cartografiado con su objetivo cuantos acebuches de masías tuvo conocimiento. Solo le resta la prima donna, porque pese al vigor activo de alguno de los registrados, pese a que incluso un par de ellos producían una cosecha de aceitunas recolectable e inigualable en propiedades su aceite si hubiera el suficiente número de árboles para aislar las aceitunas (hecho que no ocurría en aquel interior oleícola, por su condición de ejemplares solitarios), ninguno con las proporciones del gigante que estaba a punto de reenfocar de ojos, inminente a doblar el recodo que da a la masía.

Se reconoce un tanto, un mucho expectante por reencontrarse con el hijo y con la madre. Lo esperan, en la misma posición que la vez anterior, con el vacío del patriarca en el banco de piedra. El hijo de pie, la madre sentada en su lugar de generaciones, sin haberse adueñado del espacio que ocupara su marido durante el tiempo en que ejerció como titular de la masía.

El acebuche luce descomunal, inimaginables sus proporciones ahora que lo focaliza solo a él, sin impedimentos vegetales, expandido como una epidemia, robusto como un galeón pese a la fuga de su savia.

Manifiesta Jairo su admiración ante el ejemplar desvestido y el hijo se enorgullece sin alardes del despeje vegetal no sin darle las gracias por devolver, indirectamente, a la masía su aspecto de antaño.

–Mi padre todavía vio la nueva imagen del acebuche. Lo limpié antes de que muriera y aunque apenas podía hablar me confesó que le había hecho evocar a sus padres y a sus abuelos y a él mismo, cuando correteaba por este mismo espacio y trepaba por su tronco.

Un sarpullido de melancolía líquida se adueña de los ojos de Jairo que todavía no ha disparado su objetivo sobre el árbol.

La madre mira al hijo como queriendo trasladarle algo parecido a un… ¿se lo vas a decir ya?

–Hay algo más… –se atreve.

El buen hijo adopta un tono entre el enigma y la ternura y con la mímica manual propia del “sígueme” hace situar a Jairo en la vertiente del tronco invisible desde la posición primera. La madre no altera sus coordenadas sedentes.

El hijo señala dos brotes que surgen de uno de los nudos del tronco del acebuche, del propio acebuche.

–Ha rebrotado, tras cincuenta y cinco años de su presunto fallecimiento. Parece un milagro -sintetiza.

El registrador se acerca, mira y contramira y comprueba que ciertamente los dos brotes surgen de la base del propio tronco y no de cualquier hijastro que el acebuche hubiera podido gestar durante tantos lustros de latencia. Y de nuevo regresa lo acuoso a sus conjuntivas y pese a su locuacidad ordinaria no encuentra una expresión que mejore el silencio.

–Es un milagro. Puede que el tío Barrot no se haya ido del todo –acierta a pronunciar. Y ahora es el hijo quien pese a la reciedumbre de las gentes que habitan donde impera lo calcáreo, no puede disimular la insubordinación de sus ojillos pardos y lo toma del antebrazo para agradecerle aquella primera aparición y esta segunda.

Jairo se sacude la congoja y circunnavega el acebuche para capturar desde docenas de enfoques su porte desnudo, de pies a ramas, y con especial mimo conquista con sus lentes el resurgimiento de la clorofila donde ni siquiera había parecía haber reminiscencia.

Transcurre el año 2011 y no parece que dos brotes aislados vayan a transformar ningún ecosistema, ni natural ni emocional, pero antes de despedirse Jairo le propone algo a madre e hijo, aunque lo canaliza a través de este por su mayor conexión con el mundo del presente.

–Yo me ocupo de todo si me dais vuestra autorización…

***

–¿Bernat?

Así fue bautizado el hijo y así lo alude Jairo telefónicamente.

Bernat admite que sí, que es él mientras interioriza que quién va a ser si no. Jairo exhibe una voz eufórica, como si al acebuche de la masía de Barrot le hubiera correspondido el premio a mejor olivo monumental de España.

–No puedo creerlo. Si mi padre estuviera vivo…

Jairo se extiende en los detalles y le advierte que va a tener que recoger el premio personalmente, en Madrid, porque la asociación que convoca el premio tiene allí su sede y porque así lo requieren las bases.

Conocedor de la existencia del certamen, a la presentación de la candidatura se refería el registrador cuando pronunció aquel “yo me ocupo de todo si me dais vuestra autorización…”

La memoria a completar era exigente, pero poseía la arcilla necesaria y no necesitó de la colaboración de la familia para presentar la candidatura del acebuche gigantesco reverdecido tras más de medio siglo de hibernación. Además de la abundancia de material fotográfico, debió ayudar a la concesión del galardón la redacción emotiva de las circunstancias, el énfasis literario que subyacía en el escrito de motivación porque pese a que en su día a día predominaba la aridez con la palabra escrita, cuando se despojaba del atuendo de registrador aparecía el escritor frustrado.

–No pienso ir…–categorizó Bernat.

La respuesta provocó en Jairo una inflación de extrañeza que le hizo incurrir en el balbuceo.

–No… esto… es… imprescindible… tu padre…

Un asomo sonoro de sonrisa precede a la respuesta de Bernat.

–No pienso ir… solo. O me acompañas o el premio quedará en la sede de la asociación.

Un insulto suave brotó de los labios de un Jairo que disfrutaba uno de esos estallidos efímeros de la felicidad.

–No se me había pasado por la cabeza dejarte ir solo. Madrid no es ciudad para masoveros –chanceó.

Bernat le invitó a que se pasara un día por la masía.

– A comer, casi exigió –. El acebuche ha echado más brotes y los que viste han crecido lo suyo.

Pareció escucharse una tos en alguna dimensión de la línea; tras negarla ambos, quisieron creer que era el tío Barrot quien mostraba su satisfacción por no haber cedido a las presiones del panadero local para trocear el árbol resucitado.