
122. Las cuatro plagas
Ubérrimo era un individuo mítico. Su figura enjuta no concordaba con su gran cabeza ovalada, cuyo peso arqueaba la hilera de huesos en su espalda, acentuando aún más su joroba. Me llevó mucho tiempo entender que su genialidad no podía ser encofrada en algo pequeño. Cuando me hice adulta, aprendí a ver cada desproporción de su cuerpo como una manifestación de la sabia naturaleza en su forma más singular.
Para la gran mayoría de espectadores, su físico no encajaba en el paradigma de la belleza o normalidad humana. En sus manos deformadas, con dos dedos extras, era imposible imaginar que se escondía la extraordinaria maestría para sanar olivos y personas.
La leyenda de su llegada al pueblo la inventaron los burladores. Afirmaban que había sido expulsado de Marte y cumplía exilio por aquellos prados, ya que nadie recordaba a sus padres, hermanos ni esposa.
Mi abuelo no prestaba atención a los comentarios sobre Ubérrimo. Le brindó albergue en sus cultivos y seguía sin refutar sus recomendaciones en la producción, por lo que los olivares de mi familia comandaban una calidad suprema en el aceite.
A pesar de los malintencionados rumores, había una atracción inexplicable por querer obtener más información de ese hombre con cabeza ovalada. Cuando hablaba y fijaba sus pupilas en los ojos de su interlocutor, sus palabras eran flechas cargadas de sabiduría ancestral de procedencia desconocida. El conocimiento que ocultaba, era la coraza que había forjado escuchando los mordaces adjetivos que lanzaban sobre su aspecto, como si se tratara de una competencia deportiva a la descripción más cruel.
Lo curioso era, que ante cualquier crítica o burla, Ubérrimo respondía con una gentil sonrisa mostrando sus escasas piezas dentales. Les decía que mientras más ofensivo fuera lo que escuchara, podría descifrar con mayor facilidad el mal que aquejaba el interior de la persona y eso le permitía ofrecer su ayuda con precisión.
Nunca antes había visto a alguien cuidar un olivo con tanto esmero como lo hacía aquel hombre. Custodiaba cada detalle de la plantación y repelía cualquier insecto o enfermedad que osara levantarse en contra de sus fieles amigos, los olivos.
Voluntariamente, ayudaba a propietarios y trabajadores vecinos. De otros pueblos le buscaban cuando enfrentaban algún tipo de desgracia en el cultivo. Sin interés, Ubérrimo explicaba con denuedo los métodos para combatir cada tipo de plaga, afirmando que el fruto del olivo alimentaba las células del alma y las tripas, por lo que era sagrado. Su misión en los olivares era enseñar a las generaciones futuras a combatir cualquier amenaza que pudiera afectar la estabilidad de la cosecha.
Recuerdo una graciosa escena de mi niñez con Ubérrimo como protagonista. Tenía siete años y, aprovechando el frescor de las noches de octubre, ayudaba al abuelo a recolectar lo que aún no había malogrado la insaciable mosca del olivo. Hacerlo en ese horario evitaba que el calor estropeara el fruto. Observé con inocente espanto que una sombra se movía en la oscuridad y mientras más se aproximaba se convertía en un deforme espantapájaros que parecía cobrar vida para azotar insectos, así que grité: “¡Corre, abuelo, corre, que nos come el coco de las moscas!” mientras corría despavorida, el abuelo se desternilló de risa.
Después de superar la plaga, el abuelo sermoneó a Ubérrimo, diciéndole que aunque su método liberó la cosecha, si el mal regresaba, no creía necesario impedir el apareamiento de las moscas vestido de paja. Al pasar los años, el abuelo me confesó que le prohibió el disfrazarse para proteger mi mente infantil de pesadillas, aunque lo que pasó es que aquella escena se convirtió en una acostumbrada anécdota en las tertulias que teníamos mientras prensábamos el aceite en la gran casona.
Ubérrimo trabajó por treinta años en más de la mitad de los cultivos del pueblo. Curó cientos de olivos afectados por hongos, tuberculosis y bacterias, exterminó millones de moscas, polillas y cochinillas, además de cultivar, cosechar y prensar el fruto, sin duda se consagró como un monje ermitaño en el oficio del olivar, sin embargo, sin anuncios señaló en su calendario el día de su retiro. Una vez comprobó que la gente podía cuidar de los cultivos, comenzó un proyecto filosófico donde hasta el abuelo empezó a dudar de su cordura y sabiduría.
Su inquietante enunciado se basaba en que el bloqueo de la felicidad en los humanos era la consecuencia de cuatro plagas internas: egoísmo, avaricia, hipocresía y crueldad. Su nueva encomienda sería encontrar un efectivo antídoto que neutralizara los cuatro males.
Según su teoría, si se desdoblaba al hombre para que el interior fuera su forma externa, este sufriría la metamorfosis de un invisible, pero enorme ácaro. El gigantesco artrópodo se alimentaría del dolor de sus semejantes, por lo que consideró era preciso evitar que el gran bicho apareciera y se multiplicara en adultos y niños.
Ubérrimo descartó la idea de promocionar su descubrimiento en la plaza o escribir un libro. En su lugar, se encerró en su casucha por tres años para hacer las pruebas herbolarias. Se propuso encontrar la alquimia de las hierbas y administrar sus propiedades por medio de un jarabe. La medicación consistiría en ingerir un miligramo por día, la botella contendría treinta y tres miligramos y el infestado haría esto una sola vez en toda su vida.
El descubrimiento tendría repercusión en la ciencia de los metales, pues un filo imperceptible de efecto cuántico haría desaparecer el cuerpo sin rastro de sangre, quedando el corazón como único órgano visible y tocable. Para demostrar la efectividad de la alquimia de las hierbas debía aparecer bañado en oro, si por el contrario, permaneciera de carne y sangre, evidenciaría que la plaga no había sido erradicada. El efecto solo se podía comprobar posterior a la muerte.
Luego de probar una y mil fórmulas con incontables hierbas y raíces, concluyó que debía fusionar la mezcla con el polvo de la corteza del olivo más anciano del pueblo, así que regresó a la finca del abuelo por la muestra.
Al día siguiente, muy de mañana, salió al umbral para mostrar su milagrosa pócima a base de plantas y agua de manantial. Con gran alegría, Ubérrimo con sus siete dedos sostenía el elixir para la deformidad interna de cualquier humano. Luego de envasar el líquido y etiquetar las botellas con su rostro y las instrucciones, se fue al centro para ofertar su mercancía. Los comerciantes se negaron a recibirla, no veían la necesidad de cambiar a nadie. Concluyeron en que el destino del mundo no dependía de una extraña bebida creada por un hombre deforme.
A excepción del abuelo que solo compró una botella, nadie más lo hizo. A simple vista, todo había sido un total fracaso.
Una noche, luego de que el insomnio traspasara el límite de su cabeza, Ubérrimo bebió por completo una botella de la pócima. Durmió tan ligero que la muerte no tuvo el trabajo de cerrar sus ojos y antes que el frío comenzara a invadir el cuerpo del domador de plagas, se produjo la asombrosa transformación.
Para cuando le encontraron, el forense estupefacto levantó de la cama con la ayuda de otros hombres, un corazón de tres pies y siete pulgadas bañado en un oro muy refulgente, la habitación estaba rodeada de cientos de botellas de un extraño zumo verdoso.
Las autoridades ordenaron eliminar toda la mercancía, pensando que era la causa de la muerte. Y en cuanto a lo que quedó de su cuerpo, el destino era sepultarlo en una fosa común, sin embargo, los supersticiosos se opusieron a que depositaran los restos de Ubérrimo sobre huesos humanos, sentenciándolo de hechicero, por lo que el abuelo reclamó el inusual corazón, dándole cristiana sepultura debajo del viejo olivo.
Al cabo de unos meses, en medio de la cruda sequía que azotaba toda Andalucía, del tronco del olivo emergió una gran cascada que descendía desde su copa.
La gente del pueblo empezó agolparse frente al portón de la finca para llenar sus cántaros con el agua que según decían, era milagrosa, pues quitaba la sed por días y teñía de verdor a los árboles pulverizados por el sol.
La noticia del manantial se extendió hasta Jaén, por lo que muchos curiosos llegaban desde allí para conocer el famoso ejemplar del abuelo.
Fue así como el viejo olivo se convirtió en un fenómeno jamás antes visto. Sus ramas tenían fruto todo el año de una forma tan desbordante que lo que cosechábamos en un mes del árbol, representaba la producción de un año.
Al ver los eventos que acontecían alrededor donde enterró a su gran amigo, el abuelo decidió consumir la botella que guardada secretamente. Tomó la dosis recomendada por su inventor, pero a diferencia de Ubérrimo, el efecto se acercó al surrealismo de la inmortalidad.
Encendimos velas sobre un gran pastel, para celebrar los ciento treinta y siete años del productor de aceite más longevo de la comarca. La misma noche, murió plácido entre sus sabanas de algodón.
Hoy su corazón dorado descansa en mi florido jardín de Huelva. Allí brotó otra inagotable fuente de agua dulce de la que cada día bebo treinta y tres miligramos, procurando aplacar mis cuatro plagas.