116. La última aceituna
La pregunta surgió, en parte como una formalidad por parte de la anfitriona, pero intuyo que llamaba mi atención sobre los detalles de la cena, que seguramente ella, tan delicada y minuciosa, había supervisado de forma escrupulosa.
-¿Hay algo en el menú que pueda hacerle daño o definitivamente no le guste?
Repasé aquella fina tarjeta en donde con una elegante caligrafía aparecía el listado de los alimentos que consumiríamos y en el apartado de la ensalada aparecían las aceitunas, descritas con su nombre vernáculo, no puede evitar la sinceridad.
-Por el grado de confianza que tenemos, querida viceministra, debo hacerle una confesión. Afortunadamente no sufro de ningún tipo de alergia y creo que buena parte de los alimentos del mundo los consumo sin mayor problema, incluso en mis viajes diplomáticos soy muy curioso frente a los productos locales de los sitios que visito. Sin embargo, si hay algo que nunca he logrado digerir, son las aceitunas. Creo que, durante mi niñez, tuve que consumir en exceso ese tipo de fruto, pero nunca disfruté su particular sabor, lo lamento.
-Se refiere a las olivas, ¿verdad?
-En efecto viceministra, en Colombia les llamamos aceitunas, pero realmente me apena esta confesión, considerando el amor que profesa su tierra por este producto bandera de su economía exportadora, como veíamos hace un rato en los informes del diálogo bilateral.
-No se preocupe querido viceministro, no tiene por qué excusarse, por el contrario, agradezco la sinceridad, porque demuestra que hemos logrado avanzar en la construcción de confianza mutua. Además, déjeme decirle que estamos empatados, no me gusta tomar café, prefiero el té, así que lo dejamos en tablas.
Lanzamos al unísono una carcajada y mientras brindamos por la salud de la relación de nuestros países, los gobernantes respectivos, las altas autoridades, los pueblos y la nuestra también, los meseros comenzaron a llegar con la comida y mi ensalada no tenía las aceitunas que rebosaban en el plato de mi anfitriona.
Aquella visita en formato cerrado, sin más comitiva ni delegación, se había diseñado como la avanzada para el futuro encuentro de los jefes de Estado, una cita que buscaba la reconciliación bilateral, luego de meses de expresiones altisonantes, salidas fuera de tono en las redes sociales, burlas y apodos vertidos en los medios de comunicación. Se había decidido que fuera a nivel de viceministros y no de los cancilleres respectivos, porque se sabía de la antigua relación de amistad que sosteníamos con mi homóloga, algo que venía desde muchos años atrás.
Los dos éramos funcionarios de carrera diplomática, en nuestros respectivos ministerios y habíamos escalado posiciones, por meritocracia, no por razones políticas. Nos habíamos encontrado por primera vez en un curso iberoamericano para diplomáticos siendo primeros secretarios, hacía más años de los que quisiéramos reconocer y luego nos habíamos visto en múltiples escenarios multilaterales, no nos tuteábamos y desde que habíamos ascendido a viceministros, no nos llamábamos por el nombre, sino por el cargo, lo que se había acentuado desde que las relaciones bilaterales no eran tan estrechas. Sin embargo, no podíamos negar la simpatía mutua.
Se había querido que la misión de acercamiento, fuera lo más discreta posible, así que no se publicitó y no se llevó a cabo en ningún edificio oficial, sino en la propia residencia de la colega, quien era soltera y al parecer vivía sola en aquella casa colonial de dos plantas.
Luego de la cena y que se marchara el servicio encargado del cáterin, estuvimos hablando en la espaciosa y agradable sala, que tenía chimenea y unos sillones supremamente confortables. Dejamos de lado el motivo oficial de la visita y nos concentramos en aquellos temas insustanciales para nuestro trabajo pero que al final, eran los realmente importantes en la vida, la literatura, el cine y el fútbol, pues descubrí para mi grata sorpresa que ella era muy futbolera y sabía ampliamente sobre la materia.
Yo tenía el viaje de regreso a Bogotá, muy temprano al día siguiente, así que mi colega me indicó que no me preocupara por mi traslado al aeropuerto, pues un conductor de su Ministerio pasaría por mí a las cuatro de la mañana, acto seguido amablemente me indicó la habitación en la cual yo me alojaría. Como no quería molestarla a la hora de mi partida, nos despedimos, esperando vernos si se concretaba la visita de alto nivel que pusiera punto final a esta etapa de desencuentros entre los dos países.
Una de las ventajas de ser diplomático, es que uno aprende a hacer la maleta de la mejor manera, como un viajero profesional, los dobles precisos de la ropa, para que al sacarla, si no hay plancha a la mano, no luzca arrugada. Del maletín tomé el pijama y me cambié, luego de cepillarme los dientes, me introduje en la cama, dejando la alarma de mi celular a las 3:30 am. Estaba muy cansado y rápidamente me dormí.
Un sonido nunca escuchado antes en la vida, cual rugido de bestia colosal, me despertó de forma violenta, mientras el mundo iba de un lado para otro. En medio de la oscuridad, veía destellos, escuchaba sonidos que eran una mezcla de cosas cayendo y algún grito ahogado. Todo se derrumbaba y yo iba con las cosas hacia la nada. Un terremoto, sin duda y la casa caía en pedazos. Sólo alcancé a pensar que me moría y no podría despedirme de mi familia, mientras sentía que caía un diluvio de partículas sobre mi cabeza.
Sin embargo, no fue la muerte, al menos no como la pensaba y si lo era, esto debía ser el limbo, un espacio indefinido, en el cual, era imposible dimensionar las formas, los tamaños de aquello que me derribaba y me aprisionaba. En medio de la angustia, había un resquicio para la esperanza. Al menos pensaba y recordaba. Esperaba que mi esposa e hija no se preocuparan, que ojalá llegará pronto algún tipo de ayuda, para salir de la trampa desastrosa en la que se había convertido aquella casa tan acogedora apenas unas horas antes.
¿Cómo estaría mi anfitriona? ¿Habría sobrevivido al desastre? Recordaba cuando la había conocido dos décadas atrás y me había impresionado, no sólo era su belleza física, sino su indudable inteligencia y su agradable conversación. En aquella época, los dos éramos solteros, pero, aunque había una innegable atracción mutua, sabíamos que no había posibilidades favorables para pensar en una relación amorosa, nuestra profesión era el mayor impedimento.
Un diplomático es una especie de nómada moderno, que está viajando a cualquier parte del mundo, significa vivir por largos periodos en países que pueden resultar lejanos o extraños y es una bendición, cuando encuentras a una persona dispuesta a compartir los altibajos de una vida tan azarosa y sacrificar muchas veces su propio desarrollo personal, para intentar formar una familia que permanezca unida, en medio del constante cambio. En mi caso, he sido muy afortunado, al haber encontrado a mi pareja, una mujer tan imprescindible como incondicional, la mejor compañera de viajes, de una complicidad solidaria a toda prueba, con quien intentamos criar de la mejor manera posible a nuestra hija.
Sin embargo, eso nunca es fácil. No es extraño, encontrar en las Cancillerías del mundo a seres solitarios, entre solteros, divorciados y viudos. Si alguien hiciera un estudio sociológico de los ministerios de relaciones exteriores seguramente se llevaría una sorpresa con los resultados, sobre la soledad imperante. En el caso de mi amiga la viceministra, con el correr de los años, supe que se había enamorado de un compatriota suyo, un exitoso abogado, con quien se casó, pero el matrimonio duró, hasta cuando ella tuvo su salida al exterior en cumplimiento de la alternación. La vida del hombre cambió de forma rotunda, de ser un profesional reconocido, pasó a ser el esposo de la diplomática que se queda en casa y entra a depender en todo sentido de su cónyuge.
El divorcio llegó rápidamente, pienso que faltó creatividad para afrontar la situación, en mi experiencia, mi esposa que también es profesional ha venido descubriendo vocaciones insospechadas, aficiones artísticas que ha desarrollado, en los diferentes destinos que hemos tenido durante mi carrera, pero en el caso de mi colega, fue diferente, para su pesar, pues realmente estuvo muy enamorada de su pareja, hasta el punto de que no le interesó posteriormente intentar una nueva relación. La viceministra prefirió enfocarse en su carrera, destacándose cada vez más, escalando los resbaladizos peldaños de la administración del servicio exterior.
Sin embargo, ahora, en este momento, todos los esfuerzos, las noches en vela, revisando documentos o asistiendo a negociaciones internacionales, tomando vuelos en horarios imposibles, comiendo mal y durmiendo menos a cambio de aparecer en Wikipedia, todo eso pasaba a un último plano, todo se reducía a si podíamos salir vivos de esta tragedia y con posibilidades de seguir llevando una vida, si no la que hubiéramos querido, al menos tranquila. En unas horas o días, la historia del diplomático atrapado en las ruinas dejadas por el violento terremoto quizás ayudara al objetivo buscado, que las relaciones entre los dos países superaran los escollos, quizás la catástrofe acelerara el reencuentro de los gobernantes de dos pueblos considerados hermanos.
Cesaron los relámpagos ocasionales de los cables eléctricos lanzando chispas, todo era una oscuridad revestida de polvo, mi cuerpo enviaba múltiples señales dolorosas, pero estaba vivo, aprisionado por los escombros, pero podía mover mi mano derecha, aunque tenía miedo de tocar algún elemento que pudiera desencadenar que todo acabara de derrumbarse.
Ignoraba si mi colega había sobrevivido, grité con todas mis fuerzas y esta vez por el nombre de la viceministra, pero no pasó nada, de hecho, no escuchaba sonido alguno fuera de los que producía mi propio cuerpo. Mi mano seguía explorando aquel pequeño espacio, libre de objetos punzantes, rotos y cubiertos de polvo, hasta que encontró un objeto pequeño, suave al tacto, que luego de oler de inmediato me llevé a la boca. El sabor era inconfundible, se trataba de una aceituna, pero esta vez me supo a vida, a renacimiento, a segunda oportunidad.
Sin duda, si volviera a ver la luz del día, les daría esa segunda oportunidad a las aceitunas, ya tenía en mente, solicitar mi retiro del servicio, luego de completar los requisitos de ley de la jubilación, algo que hace unos meses había descartado, para seguir sirviendo y quizás con la secreta ambición de llegar a ser ministro.
Pero no, en este momento, es hora de reivindicar las verdaderas prioridades de la existencia. Es hora de vivir y comer más aceitunas.