111. Aceitunazo

Zarcanne

 

—¡Que el Aceitunazo es tradición, dije! —susurró La Maga, molesta ante el cuestionamiento— Este año nos toca a nosotros preparar la fiesta, y eso vamos a hacer.

—Lo sé, lo sé… pero meterse aquí en la noche… ¿es ilegal, supongo?

Avanzaban en cuclillas entre los árboles, levantándose y saltando de vez en cuando para cosechar a duras penas lo que alcanzaban a ver bajo la luz de las linternas.

El patio de los olivos se ubicaba en el jardín trasero de la facultad, llevaba ahí tantos años que ya nadie se acordaba de quién lo había plantado ni cuándo. En circunstancias normales, la época de cosecha era una tarde festiva con los compañeros de clase, pero no estaban en una circunstancia normal: a raíz de la pandemia el campus se hallaba cerrado y vacío. Hicieron gestiones para obtener permiso del decano y recoger las aceitunas durante el día, como gente normal, sin embargo, él se había negado.

Así que ahí estaban, La Maga y La Pelusa, manteniendo vivas las tradiciones a costa de robarse todas las aceitunas que podían.

Los Aceitunazos se hacían una vez al año, dentro de la facultad misma; bandas de alumnos y profesores se turnaban para amenizar con música, y, de vez en cuando, alguien más ofrecía una que otra muestra artística. Aunque los participantes de la fiesta llevaban otros aperitivos y bebidas para compartir, las estrellas de la noche eran las aceitunas de la facultad, y por eso el nombre. Los que iban en cuarto año las cosechaban y preparaban con anticipación, y ese día se llenaban las mesas con montañas de ellas.

La Pelusa tenía muy buenos recuerdos de todos los Aceitunazos a los que había asistido, pero carecía de la determinación de La Maga respecto a continuar a toda costa con aquella tradición. Si no se podía, pues no se podía. Qué se le iba a hacer. La Maga, en cambio, quería hacerle honor a su apodo, y por arte de magia aparecer las aceitunas en una fiesta que tenían programada con el resto de sus compañeros en unos meses más.

Quizás era distinto cuando se tenía un apodo como aquel, pensó La Pelusa. Ella se había ganado el suyo porque su pelo era igual al de un perrito que vivía en la facultad el año de su llegada a la universidad, y que se llamaba así, El Pelusa. Algo que se pegaba a las cosas y la gente se esmeraba en quitarse de encima. La Maga, en cambio, era de esas personas que hacían funcionar todo sin que supieras cómo, siempre tenía a la mano lo que sea que necesitaran: paracetamol si te dolía la cabeza; papel de baño si tenías una urgencia; calcetines extra si se te mojaban los tuyos; aguja e hilo si te rompía la ropa. Los bolsillos de su chaqueta eran como los de Doraemon.

A La Pelusa siempre le maravillaban esas habilidades de La Maga para anticiparse a todo, pero ahora que ella misma formaba parte del truco de magia mediante el cual aparecerían las aceitunas en la fiesta clandestina que transformarían en Aceitunazo, ya no le gustaban tanto.

Habían entrado al campus al anochecer, por un agujero en el cercado detrás de unos matorrales, y se escabulleron por los jardines silenciosos hasta llegar a los olivos, donde empezaron a llenar sus mochilas y bolsas.

La Pelusa formaba parte del plan porque trasladaría el botín en su coche hasta la casa de La Maga, que vivía fuera de la ciudad, en un pueblito rural que se transformaría en el cuartel de operaciones para la preparación, y donde además se llevaría a cabo la fiesta, lejos de las restricciones.

A una parte de ella le daba miedo lo que estaba haciendo; la otra se moría de ganas de que, cuando sus compañeros contaran la historia de cómo se había salvado el Aceitunazo en la pandemia, La Pelusa quedara al lado de La Maga en el podio imaginario de la estima colectiva.

Su amiga no compartía sus miedos, acostumbrada como estaba a que todo le saliera bien.

—Anda un guardia en el otro patio, Maga, nos van a pillar…

—Calladita cosechas más rápido—le dijo ella, y siguió en la labor.

Lograron el cometido protegidas por el hecho de que, incluso si los guardias creían que andaban ladrones, nunca se les ocurriría que las aceitunas serían el objetivo del robo. Así que salieron sin contratiempos por el mismo agujero por el que habían entrado, y llegaron a la casa de La Maga poco después del amanecer, con tanto bulto y tanta pinta de andar en algo malo, que La Pelusa se preguntó si sus vecinos no la delatarían con chismorreos.

—¿Cómo que pinta de andar en algo malo? —dijo La Maga, cuando se lo comentó— Malo el decano que no nos dejó hacer esto decentemente. Era un desperdicio dejarlas ahí.

La Pelusa se quedó de visita para ayudar en el proceso, y aprovechar además de ventilarse del encierro de la ciudad. Como ninguna de las dos tenía experiencia en preparar las aceitunas, y no querían correr el riesgo de arruinarlas, la Maga hizo aparecer al Tuto, otro compañero de clase, que llegó con su entusiasmo inexplicable de siempre y cara de experto.

El Tuto se apodaba así porque sabía de todo, desde recetas del otro lado del mundo hasta técnicas de construcción, y aquellos conocimientos, que a primera vista parecían ancestrales, procedían siempre de tutoriales de internet.

—¿Y cómo se robaron tantas aceitunas si eran solo ustedes dos? ¿Por qué no avisaron, para ayudar? —preguntó él, en cuánto vio la envergadura de la tarea.

—¡Que no fue robo, dije! —susurró La Maga—. Fue la cosecha. Las aceitunas de este año eran nuestras. La tradición es la tradición.

Por regla, El Tuto no discutía con La Maga. La Pelusa se imaginaba por qué, pese a no tener confirmación visual de los hechos.

Sajaron y remojaron las aceitunas en los días siguientes, y aprovecharon de ponerse al día con todo lo que no habían compartido en los meses de aislamiento, e incluso de lo que tendrían que haber hablado antes, y que por alguna razón permanecía en el tintero.

Hasta ese entonces, La Pelusa no conocía la casa de La Maga, ni siquiera sabía que vivía sola, ella nunca comentaba sobre temas domésticos. Su abuela había muerto años atrás, justo antes de que entraran a la universidad. En su imaginación, cuando la gente vivía en el campo, necesariamente lo hacía con una familia grande, con varios hermanos, con tíos y primos. Sin embargo, allí no quedaba nadie más. Los padres de La Maga vivían mucho más al sur, los veía poco y nada.

A pesar de estar un tanto lejos, la casa de la abuela era un buen punto desde el cual ir a estudiar sin tener que pagar alquiler, y cuando La Maga era niña había vivido allí varios años, estaba acostumbrada al lugar. No contaban con que la señora partiría tan pronto, pero ella decidió quedarse igual, y hacer sus magias para tener buen rendimiento y a la vez cuidar de la pequeña finca. Aunque no tenía olivos, sí prosperaban otros frutales, y también un jardín grande y surtido que necesitaba muchísima atención.

Le ayudaron aquellos días luego de que se desconectaban de las clases, y La Maga lo compensó con pan casero, mermeladas preparadas en las vacaciones de verano, y todo lo que encontró en la huerta.

Para La Pelusa, aquello era magia pura y dura. No existía manera de que a su amiga le alcanzara el tiempo para tanto. Ni razones para hacerlo, además. La Maga podía costear el pan, y las mermeladas y cada cosa que les ofrecía, no era un asunto de necesidad. Pero lo hacía feliz, igual que el asunto de las aceitunas. Con el pasar de los días, La Pelusa comprendió que el interés férreo de su amiga por mantener tradiciones se debía no a que la tuviesen acostumbrada o por obligación, sino como un modo de sentirse acompañada por los que habían hecho eso mismo antes que ella, los que le habían enseñado.

No era lo mismo que el Tuto, pensaba, que aprendía él solo mirando videos.

—Depende —le dijo La Maga, cuando le comentó su reflexión—. No importa donde aprendiera el Tuto, porque ahora lo estamos haciendo juntos, vamos a tener memorias bonitas de esto. Todo el conocimiento se puede transformar en algo lindo cuando las cosas se hacen con gente que quieres.

El día que al fin cerraron los envases de las aceitunas, La Pelusa condujo de vuelta a casa con el corazón sonriente, a pesar de que El Tuto le dio la lata por el camino respecto a otros tutoriales que había visto la noche anterior.

Aunque los preparativos parecían bien encaminados, y el pronóstico apuntaba a que el Aceitunazo de La Maga sería exitoso, la verdad era que a La Pelusa ya no le importaba demasiado el resultado. El proceso le había dejado bastante más que las aceitunas, sentía. La magia de La Maga estaba en mucho más que sus bolsillos de Doraemon.