11. El extraño suceso del olivar de Jaén

Margarita Rosa Haddad Linero

 

Fui bautizado, como todos saben, con el nombre de Elixir Olivo II del Aceite González-Español. Así quiso mi padre llamarme; un poco largo, un poco extraño, como extraña la historia que a continuación voy a contarles.

El día de mi bautizo mi padre tuvo un extraño sueño, me veía corriendo entre campos de olivares, no sabía él a ciencia cierta, si eran olivares españoles, o si el sueño transcurría en Colombia, su patria. Corría yo por un extenso y hermoso campo, lleno de frondosos olivares, y al mismo tiempo, como suele ocurrir en los sueños, el campillo estaba tan vacío, que yo podía correr libre hacia los brazos de Fermín, mi abuelo.

Mi abuelo Fermín murió un agridulce día en Calamar, Colombia, más allá de los mares, esperando un cargamento de aceite de oliva español. Él murió, y ese mismo día, el cargamento, por fin, llegó.

Eso cuenta mi padre, una y otra vez, y mi madre, muy paciente, lo escucha una y otra vez.

Me encanta ver los amaneceres, despertar entre los cantos de las aves, siento correr por mis venas al majestuoso rio Magdalena, al que aún no he ido a ver, la malicia que heredé de mi abuela me hace, unas veces, desconfiar del sol que se oculta entre las nubes, y otras, confiar en ese mismo sol que brota en las mañanas. Mi corazón es de aquí, de los verdes y hermosos olivares, mi acento español y mis arraigos son del olivo, de las tapas, del majestuoso vino que nos acompaña en cada atardecer…

En fin, soy de aquí, de España, la tierra que me vio nacer, pero también de allá, de ese pueblo mágico de historias encantadas, de aquel Mágico Camino del Olivar, que un día brotó a través del pavimento, producto del matrimonio entre los entumecidos huesos de mi abuelo, y el aceite de oliva derramado en su ataúd.

Aquí en mi pueblo, la capital del “Santo Reino”, he tenido una vida tranquila y apacible. Junto a mis padres, he aprendido todo acerca de olivares, de las olivas y su aceite, de cómo y cuándo cosecharlas.

Mi padre insiste, a pesar de todo y de todos, en recoger las olivas cuando la luna menguante le sonríe, las bendice con plumas del pájaro macuá, no sin antes invocar a la bendita alma indígena de mi abuela, y ya después, le ofrece siempre la primera extracción del mejor aceite, al alma de mi abuelo Fermín, quien, según mi padre, está siempre aquí, entre nosotros, degustando nuestro elixir, e imprimiéndole todo el aroma y la majestuosidad de siglos y siglos de amor y encanto.

Es así que nuestros campos de olivares, aquí en la capital mundial del aceite de Oliva, son los más productivos, los más aromáticos, cuyos frutos carnosos y apetecidos, hacen honor a la tierra que me vio nacer.

Fui creciendo, y un día, sentí que mi corazón no dejaba de palpitar de manera muy extraña. Era como si el traqueteo del telégrafo, el eco del rio, la brisa de la montaña y el olor de los tamales me abrazaran y en un grito desesperado, me llamaran a conocer la tierra de mi padre y de mi abuelo, estando aquí, en la tierra de mi bisabuelo, donde nací.

Era todo muy extraño, sin embargo y siguiendo a mi corazón, un día decidí tomar un vuelo a Calamar.

No fue tan arduo como antaño, cuando mi bisabuelo viajó en barco, inmerso en el vaivén de las olas, sin nada en los bolsillos, más que casi un galón de aceite de oliva meciéndose en su baúl, y que según cuenta mi padre, fue su antídoto mágico contra la peste, que en aquella época pululaba por doquier. Llegó completo, sano y salvo a las costas colombianas, gracias al sorbo diario de este elixir que, sin falta, tomaba en las mañanas.

La avioneta aterrizó entre los mangos, los cocoteros y las vacas. Hacía calor esa mañana y el hedor a perro muerto atraía a los gallinazos, que se deleitaban con el delicioso manjar.

– ¿Pa´ onde va usté, señor? Fue lo primero que escuché, mientras en medio del sofoco, un oficial de aduanas gritaba buscando al dueño de cada equipaje que encontraba.

El único hotel de Calamar, era la antigua casa de mis abuelos, “Hotel y posada San Fermín”. Hacia allí quería ir.

Apenas si había hablado, se vinieron todos hacia mí en completa algarabía. “Este debe ser el pariente de Don Fermín; habla raro, seguro ese es de por allá”.  Míster, me dijeron: “la misa es a las 3, y el desentierro, a las 5.”

Eran las dos de la tarde, y yo estaba tan confundido como el agua turbia en un florero de cristal.

Me sentía extraño en esas tierras, pero al mismo tiempo el olor a tierra húmeda y a pimentones trasnochados, me hacía sentir de allí.

Pedí con urgencia un trago de aceite de oliva, pues desde niño, era lo único que me calmaba en los momentos de ansiedad.

Corrieron a traérmelo y al beberlo, todos los recuerdos vinieron a mi memoria. Me recordé sentado en la mecedora de la abuela, recordé el temblor de aquella noche, recordé la peor tragedia de mi vida. Era yo mi abuelo Fermín.

Entre todos los calamareños, no sé cuántos serían, me llevaron arrastrando al cementerio.

Primero fue la misa, oficiada por el nieto repudiado del Padre Fermín, tocayo de mí abuelo, y ahora párroco de la iglesia. Lo supe en medio de las campanas y el chismorreo casi en mi oído, de las señoras en la iglesia, todas mirándome con grandes y curiosos ojos como cuando aparece un bicho extraño. Y era así como me sentía. Una parte de mi quería huir de allí, pero extrañamente, mi piel sudorosa y el estar apeñuscado entre estas gentes, me agradaba, era un deleite sin fin.

Terminó la misa, y después, al cementerio. Era el año, el día, la hora y el momento de desenterrarme.

El hueco estaba abierto y adentro se veía una sopa amarillo verdosa de lo que parecía aceite de oliva extra-virgen, en la que flotaba incólume, perfecto y natural, mi abuelo. Me vi sonriente, tranquilo, apacible, flotando allí, en la inmensidad de los verdes olivares, eterno, libre.

“¿Qué espera míster? Le toca sacar el cuerpo y pasarlo pa´alla”, me dijo alguien; el sepulturero, supongo, señalando con el único dedo que tenía en su mano derecha, otro hueco no mas allá de 50 centímetros de lejos.

¿Vamos, qué sentido tiene? Le pregunté, ¿Por qué a solo 50 centímetros? ¿No lo podemos dejar aquí? Y, por otro lado, ¿Cómo lo sacamos? ¿Podríais vosotros por favor ayudarme con algún tipo de herramienta? No sé, algo para no tener yo que cargarlo.

La única respuesta fue: No, míster, le toca a usté, el único pariente… A eso vino, ¿no? ¡¡No!! No sabía a qué venía, ni siquiera sabía ya quién era yo.

A empujones, tomé mi cuerpo yaciente, empapado en aceite, oliendo a olivos y a mares, a esencias de pachuli y a cocotos florecidos. Lo cargué sobre mis hombros y sentí como por cada uno de mis poros penetraba el sagrado aceite, el elixir que siempre prometía el camino sin obstáculos a la eternidad.

Recordé a mi esposa y a mi hijo bañarme a totumadas bajo el ardiente sol, sentí el vaivén de los antiguos barcos viajando al nuevo mundo, olí el aroma fresco de los olivares, y vi al padre Fermín bautizando a mi hijo con la señal de la cruz impregnada con aceite de olivas en su frente.

Sentí la necesidad de correr, y corrí.

Corrí con todas mis fuerzas hasta llegar a Jaén, mi pueblo. Me senté en medio del campo de olivares, frondosos, amables, verdes y amistosos.

De repente, sentí como de mis pies y mi columna, salían fuertes raíces. Muy asustado, me puse de pie, mis raíces crecían penetrando la tierra, ahondaron tanto que llegaron al corazón latiente de la Pacha Mama, allí me sentí seguro, feliz, encontré miles y miles de raíces, hermanas todas, me sentí uno con ellas, hasta que me topé con los rizomas, más allá de los océanos y de la infinitud de la vida, de aquel mágico camino de olivares, allá en la lejanía de mi Calamar.  Nos reconocimos y danzamos para unirnos en matrimonio fiel hasta la eternidad.

Mi cuerpo comenzó a torcerse, mi columna vertebral se enroscó sobre sí misma, pero no sentía dolor. De mis brazos y cabeza comenzaron a brotar hermosas hojas verde olivo, me sentí vivo en aquel campo de olivares. Vivo, profundo, por primera vez me sentí yo. Era el árbol más hermoso, el más vivo, el más frugal. ¡Podía vislumbrar mi futuro: hermosas y carnosas olivas Picual! ¡No las de siempre, no! Nuevas aceitunas, únicas e irrepetibles, de hermosos colores y tamaños, trayendo nueva vida y un aire diferente, brotaban de mis brazos, de mis manos, de mis dedos, mi mágica verdad.

Elixir Olivo II del Aceite González-Español, yo soy ese, un alma iluminada, con majestuosa apariencia de árbol y un ancestral sabor a humanidad.

Y una vez más, como en antaño en Calamar, ahora todos en el lugar, asombrados, hablan del “extraño suceso del Olivar de Jaén.”

Mientras tanto, yo, Elixir Olivo, Fermín, o como quieran verme, sentía mi corazón expandirse lleno de amor hasta más allá del éter, fuerte en mis raíces, sin fronteras, sin dolor, viviendo más allá de los limites corpóreos y mentales de un cuerpo físico de humano, de un majestuoso tronco de árbol, de mí ser, respirando, por fin, la eterna magnificencia de mi creación.