102. Olivo, olivito

Tita Mayo

 

Un sol tibio, escurridizo, iluminaba la tierra de pálidos ocres mientras Agustina entraba a la casa de Piedad. Estaba enclavada en una suave colina, moteada de chascones y plateados olivos. Un paisaje desconocido por la joven chilena, recién llegada, al igual que la pequeña almazara construida en un costado de la vivienda y dentro de la cual decenas de capachos jiennenses esperaban somnolientos a las aceitunas amontonadas en un rincón. Las primeras gotas de aceite de la campaña 1999-2000 rodarían tardíamente, como en la anterior, a causa de la inexperiencia de los nuevos dueños de casa.

 

Seis meses atrás, el destino de Agustina había cambiado cuando encontró a los turistas españoles, Piedad y Jesús, cerca de su casa ubicada en Chaitén, aislado pueblo del sur de Chile. El vehículo donde viajaban se atascó en un barrizal y ella no descansó hasta conseguir unos bueyes para tirarlo hacia tierra más segura. Los invitó a entrar hasta que se calmara el aguacero y, además, compartió el té y el pan recibidos como salario por trabajar en la casa de los Munita. Estos eran dueños de una tienda de comestibles que reinaba en Chaitén y los únicos que le habían dado empleo.

—Mi hija es así. No descansa preocupada por los demás —le había comentado la madre de Agustina al matrimonio andaluz, al tiempo que remendaba un pantalón negro perteneciente a Munita—. Sale de madrugada y vuelve cuando los chunchos comienzan a cazar. Está cada vez más flaca y su jefe nunca tiene dinero para pagarle. Al final, se va a convertir en un saco de arrugas igual que yo.

Piedad y Jesús, entumecidos por el frío y por los comentarios de la anciana, se marcharon a su alojamiento preocupados por la joven. A partir de ese instante, les brotó como lo haría una rama de olivo en primavera, tierna y esperanzada, una profunda compasión hacia ella. Considerando que debían evitar que se repitiera el atrojado del aceite fabricado en la campaña anterior por falta de conocimientos y de ayuda; que tendrían que dedicarle atención permanente al descuidado olivar que Piedad había heredado en Jaén de sus padres fallecidos; y que debían aprender a ser buenos olivareros, después de algunas conversaciones con Agustina, le ofrecieron que trabajara con ellos haciendo los quehaceres del hogar. Ambas familias saldrían beneficiadas.

Por último, acordaron que ella viajaría a España con una señora amiga de Piedad, una vez tramitada la documentación necesaria.

La joven no podía creer que la hubiesen elegido con todas esas arrugas en la cara, siendo tan huesuda y cargando unos ojos celestes que ya no tenían brillo. Las ropas desteñidas y los zapatos agujereados podían cambiarse, pero su aspecto de treintona envejecida, así se lo recalcaba Munita, no tenía remedio.

Le había costado convencer al hombre de que le ayudara con los papeles para irse a España por dos años, y que no revelara al matrimonio español el secreto que ella cargaba. Este quería retenerla a como diera lugar, así que la obligó a firmar un acuerdo con amenaza de cárcel donde ella se comprometía a pagarle la mitad del dinero que ganara en España y, además, a trabajar solo para él cuando regresara a Chile.

 

Piedad, la dueña de casa jiennense, mayor de cuarenta años, recibió con sus ojos marrones llenos de alegría y de cariño a la joven. Seguía no dándole importancia a las tempranas arrugas que tanto le preocupaban a la recién llegada.

—Me da gusto volver a verte, Agustina. Pasaron rápido estos meses. Bienvenida a España dos mil.

—Gracias, señora Piedad —Las pálidas mejillas se le encendieron como una brasa caliente.

—Sigues peinándote con ese rodete. Te queda muy bien. Pareces una bailarina de flamenco.

—Gracias, señora —dijo ruborizada—. Su casa… es linda.

—¿Te gusta? Ahora también es tu casa. Almorzaremos pipirrana y unos ricos andrajos de bacalao. Después podrás descansar o pasear por el olivar y conocer nuestra almazara tradicional. Será novedoso para ti.

En el dormitorio iluminado y de techos altos e impecables que ocuparía Agustina, Piedad le señaló un cuadro pintado especialmente para ella. Decoraba el muro de la cabecera. Era un frondoso olivo de bellas y plateadas ramas coronado en el cielo por varios símbolos.

Las piernas de la muchacha flaquearon, no sentía el suelo que pisaba. Hacerse cargo de esa casona era demasiada responsabilidad. Con los nervios apenas esbozó una mueca de agradecimiento.

 

Al principio Agustina comió poco y sus delgadas extremidades temblaban cada vez que entraba a una nueva habitación. Se resistía a confesar el secreto que la perturbaba y que le sembraba el temor a equivocarse cuando usaba los materiales de limpieza. Temía rayar un espejo, deteriorar un mueble o manchar una cortina. Se sentía como una pordiosera en un palacio, contrario a lo que cualquier visitante, familiar o amigo del matrimonio hubiera experimentado en esa morada. Era amplia, sencilla y tenía las comodidades necesarias para pasar los fríos o los calores sin desventura.

Semanas más tarde, la muchacha aprendió con Piedad y memorizó los colores, la forma de los envases; el olor y la textura de los líquidos usados durante la limpieza; el lugar donde se guardaban y la forma de usarlos.

Mientras tanto, el matrimonio avanzó a duras penas en la poda invernal de los olivos, en la extracción de la maleza de la cubierta vegetal y en la fertilización. Ambos se percataron de que más adelante debían buscar asesoría para rentabilizar el olivar y producir en las siguientes campañas aceite de oliva virgen extra de mejor calidad.

 

Agustina con el tiempo memorizó los frascos para guardar la sal, la harina, el azúcar y otros ingredientes desconocidos para ella: las setas, el chorizo, el anís, el tomillo y el aceite que el matrimonio fabricaba o compraba para aliñar las ensaladas o freír; eran aceites muy distintos al que ella conocía. Eran mucho más gustosos y cada uno tenía fragancias y sabores diferentes. Algunos le recordaban el aroma de las almendras y de las alcachofas que habían comido delante de ella sus antiguos patrones, otros en cambio, eran suaves y dulzones.

Concentrada en mantener limpios los vidrios, las lámparas, las alfombras, los trastos de la cocina, la joven conversaba poco, jamás se reía y nunca aceptó las invitaciones al olivar, porque temía perderse. Tampoco aceptó sentarse a la mesa con Piedad y Jesús ni conocer Baeza, Úbeda o Andújar y otros lugares de la provincia. Rechazó con anticipación ir a la gran feria en mayo donde se reunirían personas de múltiples ciudades y países para hablar del oro líquido; cosa extraña para ella, puesto que siempre tuvo la idea de que el oro era tan duro como sus filudos huesos.

Agradecía a Dios cada noche porque, a pesar de su fealdad y de sus arrugas, estas personas la habían empleado en su hogar, una casa hermosa de España, y la trataban como a una señorita.

Solía descansar porque Piedad la obligaba. Su refugio favorito era el patio trasero, bajo un inmenso olivo. Aunque no lograba estar más de cinco minutos frente al voluminoso tronco, repujado, viejo y tan lleno de arrugas como ella, dado que no lograba calmar allí la nostalgia por estar alejada de su madre ni el remordimiento que la inquietaba.

Vivir con una mentira, que el matrimonio podía descubrir en cualquier instante, le impedía encontrar la calma y observar lo que ocurría fuera de la casa. Por eso apenas notó el pequeño letrero que contenía ondulados dibujos negros meciéndose con la brisa debajo de las descuidadas ramas del olivo.

 

Una tarde de mayo, a lo lejos, los olivos lucían racimos de flores engarzados como piedras preciosas. Agustina recién los notaría al año siguiente y le recordarían cientos de minúsculas hadas mostrando sus tules blancos y amarillos. Esas hadas las había visto en los libros de cuentos acaparados por los niños Munita donde había trabajado en Chile. Sin embargo, esa tarde, el perfume ligeramente dulce exhalado por las rapas escaló hasta su nariz calmando su continua intranquilidad. Fue entonces cuando le llamó la atención el letrero de metal y despertó su curiosidad al no comprender la serie de líneas suaves y redondas que bailaban a la luz del sol.

Volvió a la casa pensando en esos dibujos, soltó su melena de hilos castaños, se cepilló los dientes y aplicó el último resto de pomada en sus mejillas. De inmediato buscó a Piedad llevando el tubo vacío entre las manos, impaciente por preguntarle si podía conseguir una similar.

—Agustina, esto no es para la cara —le dijo mientras leía—. Es crema de enjuague para el cabello. ¿Cómo no te has hecho más daño?

—¿Para el cabello? —Pestañeó como expulsando briznas de polen—. ¡Qué extraño! Me la regaló la señora Munita.

—Si te apetece una marca especial, puedes comprarla en… ¿Qué te sucede? Te has puesto roja como un pimiento.

—Señora… —balbuceó sin sacar sus ojos agua marinos del suelo—, no quiero molestarla. Pensándolo bien, no hay crema que me quite estas arrugas.

—No sé de qué arrugas me hablas, Agustina. Estás obsesionada. Ven, acércate —Piedad le habló bajito—. Te acompaño a comprarla. Pero antes sácame de una duda… ¿Sabes leer?

—¿Leer? —Se movió inquieta y sus manos temblaron—. No, señora —Caminó hacia la ventana—. Perdóneme si se lo oculté. No quería perder este trabajo ni que ustedes se burlaran de mí o que me dijeran que soy retrasada.

—Lo sospeché en tu casa. Cuando vi colgado el cuadro de los círculos con un salmo de la Santísima Trinidad y estaba al revés.

La muchacha sintió vértigo en su estómago. Casi sin respirar se mantuvo de espalda a Piedad.

—También lo sospeché cuando me pediste, porque tenías mala letra, que averiguara con el señor Munita dónde enviar la documentación que debías completar y firmar para venir a España. Entonces, vi los papeles firmados y pensé que estaba equivocada.

—Es que yo firmo, señora —contestó con la boca seca—. Hago lo que me enseñó mi madre: «Dibuja un hilo corto y enredado siempre de la misma forma». Firmé lo que usted me envió y lo de mi exjefe.

—Lo importante es que estás aquí porque fuiste muy solidaria con nosotros. Percibí que eras muy buena persona y merecías una oportunidad ¿Puedo agregar algo?

—¿Me despedirá? —Se giró con la cabeza gacha—. ¿Me enviará a la cárcel?

—¿A la cárcel? —le preguntó horrorizada Piedad—. Nada de eso. Tomé la decisión con esa sospecha. A leer se aprende. Ser bondadosa y preocuparse de las personas es algo que se lleva dentro.

—Si debo ir a la cárcel por mentirle, me lo merezco. Tenía razón el jefe Munita. Soy despreciable por no saber leer y por mentir. Pero si regreso antes y sin suficiente dinero, él también me mandará a la cárcel por no cumplirle.

—Todo eso es un engaño, lo resolveremos cuando viajemos a Chile.

Piedad la invitó a sentarse porque parecía un puñado de rapas marchitas a punto de caer. Hizo un largo silencio antes de hablarle.

—Quiero que aprendas a leer. Hay un bus que te dejará en la puerta del centro de educación.

—Señora, oblígueme a trabajar de día y de noche, pero no me pida que me aleje. Sin su amable amiga jamás habría salido de Chaitén —Las manos le sudaban—. Sola, me perdería y todos se reirían de mí.

—Agustina, te enseñaré el camino. Nadie se burlará de ti.

—No debí mentirle. Perdóneme. Estoy muy vieja para aprender —Suspiró con fuerza—. Todos me aislarán cuando sepan que no sé leer.

—Entonces, ¿te parece si lo mantenemos en secreto? Nos encerramos en la biblioteca y yo te enseño a leer.

Las manos de la muchacha temblaban y la palidez le cubría sus pómulos hundidos. Se rehusó a contestar.

Esa noche miró por la ventana sin poder dormir y solo vio oscuridad. El olivar se había tragado las estrellas, la luna y la calma que su espíritu necesitaba.

Se arrepentía de haber engañado a esa gente para ser aceptada y de haber pedido la inútil crema para la cara. Viajar a Chile sola y pagar con la cárcel era una pesadilla. Quedarse y aprender a leer era una humillación. Ya se lo habían repetido desde los doce años sus patrones de Chaitén: «Eres demasiado vieja para eso».

En la mañana Piedad la tomó por sorpresa. Se había levantado antes que ella a preparar el desayuno. Tenía en sus manos un libro que había guardado de su niñez.

—Agustina, quiero que estés tranquila. Lo de la lectura puede esperar. Eres trabajadora y muy inteligente. Estoy muy contenta y espero que tú también.

—Gracias, señora —Respiró hondo y disfrutó como nunca la oleada aromática de las rapas.

—Creo que no sabes lo que hay en el cuadro que te dibujé. Ven. Acompáñame. Arriba del olivo aparece tu nombre igual que en la tapa de este libro, que te servirá si aprendes a leer.

—¿Estos pequeños dibujos dicen mi nombre? —su voz se quebró bruscamente y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Primera vez que veo escrito mi nombre.

La joven tocó cada trazo del cuadro y del libro. Miró a Piedad con sus ojos celestes brillantes de emoción. Su nombre y el olivo eran preciosos.

Bastante zarandeada por los acontecimientos Agustina no desayunó y se fue de inmediato a limpiar el patio trasero. En cuanto movió el escobillón, barrió parte de las preocupaciones. Si Dios se compadecía de ella, la señora Piedad olvidaría para siempre el tema de la lectura y, como le había prometido, llegando a Chile ella en persona se enfrentaría con el señor Munita.

 

El mes de julio abrasaba con su calor mientras Agustina disfrutaba a la sombra del viejo olivo. Volvió a fijarse en el letrero blanco que brillaba alcanzado por un rayo de sol. Piedad que pasaba por ahí la sorprendió mirándolo.

—¿Quieres saber lo que dice ahí, Agustina?

—Pensaba en eso, señora —Sus mejillas enrojecieron.

—Es un dicho popular: «Olivo, olivito, cuanto más viejo, más bonito».

Agustina pidió que se lo explicara. Luego de comprenderlo en su totalidad, se conmovió. Un pálpito de ternura le abrigó el corazón. «¿Acaso alguien lo había escrito pensando en ella?

—¿Estás llorando, Agustina?

Arrepentida por haberla dejado en evidencia se alejó y dirigió su mirada a la copa del olivo cargada de recuerdos infantiles y descubrió que, a pesar de tenerlo abandonado, estaba repleto de aceitunas bastantes grandes. Era casi milagroso.

—Señora —Caminó hacia Piedad—, ¡bonito lo que me leyó! Gracias. Me entran ganas de hacerlo yo misma. Debí aprender siendo pequeña, pero tuve que echarle mano a mi madre, enfermiza, que tampoco sabía leer.

—Mi oferta sigue en pie. La biblioteca sería nuestro escondite —Le hizo un guiño.

—Usted no se rinde, señora —Se volvió a ruborizar—. Sepa que lo he pensado. Me tientan esos libritos que trajeron de la gran feria, tan coloridos, llenos de dibujos y fotografías. También esos grandes que tiene en la biblioteca.

—Yo me ilusiono al leerlos, Agustina. Con Jesús queremos a futuro plantar más olivos picuales y usar esas distinguidas botellas de vidrio y las elegantes etiquetas que ofrecen; comprar herramientas y máquinas para recoger, molturar y prensar las aceitunas; y fabricar aove de buena calidad. Entre los libros hay unos que cuentan la historia de los olivos. ¿Sabías que existen hace cientos de años?

—No, señora. No sé nada, pero me gustaría.

Los comentarios de Piedad, las coloridas líneas y dibujos de las revistas y catálogos con los que se topaba cuando limpiaba la biblioteca comenzaron a dar fruto. Un día, debajo del robusto olivo al que encontraba cada vez más agraciado, tomó la decisión de iniciar su aprendizaje.

Las primeras lecciones estuvieron teñidas de vergüenza, rubores y distracciones. Agustina no dejaba de pensar en lo vieja que estaba para aprender a leer ni dejaba de preocuparse por los quehaceres pendientes. Le aterraba equivocarse al repetir los sonidos para juntar las letras. Las primeras semanas no fueron fáciles. Meses después, en octubre, comenzando el ordeño de los frutos, Agustina se atrevió a pisar el olivar y descubrió que un símbolo grande pintado en los sacos para las aceitunas eran letras. Tímida en mostrar su alegría se acercó y le susurró a Piedad:

—Señora, acabo de leer Ja… én —Su rostro resplandecía con el mismo brillo y tersura de las aceitunas—. ¿Significa algo?

—Claro que sí. ¿Te has olvidado? Jaén es el nombre de esta Provincia.

—Jaén, señora… Jaén. Tiene razón —saboreó la palabra cual gotas de aove—. Jaén, Jaén…

—Pareces una chavala, mujer. Mira cómo se iluminan tus ojos —Piedad acomodó el canastillo que colgaba de su cintura—. Has ganado peso como las aceitunas y hasta se te han olvidado las arrugas —Y siguió cogiendo los frutos del árbol—. No has vuelto a mencionar que estás vieja. Qué alegría, Agustina.

—Tenía razón, señora, nunca es tarde. No sé cómo se lo voy a agradecer —Recogió unas aceitunas con habilidad sorprendente—. Si gusta puedo ayudarle en el olivar en mi tiempo libre.

—Más adelante. Por ahora puedes ayudarme leyendo y escribiendo, Agustina —le dijo con sus ojos marrones, como siempre, llenos de cariño—. Te aseguro que aprenderás a ser una experta olivarera o una excelente catadora y no querrás volver a Chile más que para visitar a tu madre.

 

Agustina se alejó y disfrutó caminando por el pacífico olivar. No le temblaron las piernas ni le sudaron las manos. Caminó hacia el patio trasero y se imaginó visitando los pueblos cercanos como una avezada turista, como Piedad y Jesús; libres y sin temores.

Sentada bajo el olivo se dio cuenta de que la frondosa copa estaba cargada de frutos; nunca percibió las flores. Luego, posó los ojos en el tronco bruñido, dulcemente sinuoso, y sonrió por primera vez. Allí colgado de unas ramas el letrero se mecía. Tentada por practicar la lectura susurró:

 

—«O… li… vo,    o… li… vi… to,

cu… an… to   más vi… e… jo,  más    boni… to».