100. El impostor
Hacía días que notaba que algo no iba bien. Desde que volvió de aquel congreso. Eran detalles pequeños: una expresión que nunca le había oído antes, una camisa nueva de estilo discordante con el resto de su ropero, un corte de pelo que meses atrás consideraba ridículo. Quién sabe, me decía yo, la gente cambia. Pero la mañana que se levantó antes que yo y se sirvió su propio desayuno, un café solo y unas galletas, se disiparon las dudas.
—¿Se acabó el aceite? —le pregunté, segura de haber abierto una botella de oliva virgen cuando preparé las tostadas el día anterior (pan con aceite: su oración matutina desde que era niño).
—No, me apetecía algo dulce— contestó indolente, encogiéndose de hombros.
Me sentí la protagonista de una película de espías cuando, encarándome con él, le espeté:
—¿Quién es usted y dónde está mi marido?