09. El jardín de los olivos

Ariella I. Bode Rosabal

 

Ya el olivo había comenzado a dar sus primeros frutos, suaves, hermosos y sorprendentes como la luna de otoño. Hasta la aldea más cercana al olivar, donde acampamos, llegaba su perfume: fresco y deleitoso. La brisa de la tarde se había escondido, en aquella temporada, sigilosa por todos los caminos. En esos días nos íbamos a recoger aceitunas al huerto de los olivos. Allí siempre cosechábamos los frutos más frescos y verdes de toda esa región. Tenían que estar verdes, ese era el principal requisito, porque el aceite extraído de este tipo de aceitunas tiene el mejor de los aromas. Sí, es mucho más  concentrado y sale siempre con una excelente calidad.
Yo diría que en Jaén se produce el mejor aceite de oliva de todo el mundo. Sí, me atreviera a decir esto, sin lugar a duda, podría ser considerado patrimonio de la humanidad, por su riqueza e historia.
Recuerdo cuando era apenas una niña, mi abuelo, un olivarero ferviente, me llevaba a aquel campo, o mejor dicho a aquel mar de los olivos. Íbamos montados en una burra, mi primo Enriquito y yo. El abuelo y mi padre nos llevaban por todo el valle. Había tantas hectáreas sembradas en esa zona, que no podíamos recórrelo todo a pie, sino solo con la vista. Yo le puse por nombre ¨El jardín de los olivos¨, porque la belleza del lugar es realmente impresionante.
Y aún se mantiene así. Desde el cerro algunas personas solían salir en unos camiones de carga. A veces iban en grupos pequeños, eran unas brigadas de unos treinta o cuarenta jóvenes, listos a cosechar ese cultivo de manera manual. Parecían soldados vestidos de verde, un ejército que se alista para la batalla.
Esta tarea no era para nada fácil, todavía no lo es, a veces mi familia y yo pasábamos frío y en otras ocasiones mucho calor. Mi abuelito Mario Enrique llegaba a la casa en la aldea, muy exhausto. Recuerdo que él y mi papá, mientras estaban trabajando, tomaban una escalera que tenía la forma de una A
mayúscula. A de amor, como el amor que yo le tengo a mi familia, y mi familia a mí. A de amoratado, como el color de algunas aceitunas y del ojo izquierdo de mi primo, después de la paliza que le di, con una rama de olivo porque me había empujado burro abajo. Sí, yo tenía que
desquitármela. Aunque a esta altura de mi vida, aprendí que mejor es no vengarse, ni pagar mal a los que nos hacen mal, sino todo lo contrario, vencer con el bien el mal. Pero eso lo aprendí después, con el paso de los años.
Por un lado, de la escalera en forma de A, se subía mi abuelo y por el otro lado mi padre. Entonces ambos comenzaban a hacer la recolección de los frutos y a echar las manzanillas verdes en unas cestas que se amarraban a la cintura. Los arbustos que tenían las aceitunas moradas, casi siempre se dejaban para cosecharlas luego. Una vez que mi abuelo y mi papi tenían su cesto lleno, se bajaban de la escalera y vaciaban todo el contenido en unos canastos grandotes, donde solía meterme a jugar con mi primo Enriquito. Ahí dentro comíamos aceitunas hasta el cansancio, ya nos salían las aceitunas por los ojos, desayunábamos aceitunas, merendábamos aceitunas y en la cena, había aceitunas sin hueso también. Enriquito y yo hacíamos una competencia a ver quién lograba contar y recolectar la mayor cantidad. Mi primo solía contar hasta mil manzanillas, yo no llegaba ni a cien, y por esa razón me enojaba mucho, muchísimo con él, pues no me gustaba perder.
Entonces me ponía furiosa y lo tomaba por las orejas y se las estiraba tanto que mi primo me decía: —Suéltame Enriqueta, que las orejas se me van a poner como un par de galletas. ¿Crees que soy un elefante? Mantente de mí distante—. Y pegaba un grito tan alto, que las manzanillas moradas se caían de los arbustos al suelo del susto.
Entonces mi abuelo salía corriendo y llegaba allí a donde estábamos. Y nos daba un buen regaño: —¿Qué les sucede? —nos preguntaba, y yo me quedaba estupefacta, quieta como una rama, deshojada de la pena.
Pero el mayor susto me lo llevé el día que mi papá se cayó de la escalera en forma de A. La A se convirtió en una V, patas arriba. Yo creo que le dio un mareo, a la escalera o a mi padre mientras estaba haciendo el ordeño, desde la parte más alta de los árboles. Sí, él se cayó hacia atrás. Y aunque todos corrieron a auxiliarlo, mi papá no lograba incorporase, ni reaccionar. Su mirada verde como una aceituna, quedó por unos instantes blanca y amarilla, como la aurora cuando comienza a asomarse por la rivera.
Hasta en una ambulancia tuvieron que llevarlo de urgencia para el hospital. Se había hecho una herida profunda en la rodilla, y otra en la parte trasera de la cabeza. Sangraba mucho. Mi abuelo lo tomó en sus brazos, y trató de reanimarlo; pero mi padre parecía una vasija quebrada, de
esas que cuando se rompen se les sale el aceite sin control por todas las grietas.
Antes de que la ambulancia llegara, mi abuelo trataba de limpiarle las heridas con vino tinto, y también le colocó unas hojas verdes del olivar, para que parara todo el sangramiento. Después de aquel accidente, mi papi estuvo muchísimos días hospitalizado. Yo contaba los días, y las horas pasaban lentas, a pasos de hormigas.
La primera vez que mi abuelo Mario Enrique y yo fuimos a visitarlo, a mí se me llenaron los ojos de lágrimas, mi papi no pudo verme. La doctora le dijo a mi abuelo que era muy probable que por el golpe que había sufrido, su retina se le había desprendido del lugar. Ellos habían decidido mantenerlo muchos días en observación. Mi abuelo Enrique lloró, pero yo lloré muchísimo más, como cuando la lluvia cae a chaparrones sobre los campos del olivo. Yo era tan solo una niña de siete años. Estaba aún en la flor de mi infancia, tierna y radiante. ¿Cómo podía olvidar aquel momento de tanto dolor en mi vida? Mi mente daba mil vueltas en mi cabeza. Me sentía como un arbusto de esos que, las máquinas cosechadoras de aceitunas toman por el tronco y luego lo sacuden con fuerza hasta que caigan en una sombrilla gigantesca, todos los frutos.
Nunca pude entender por qué mi padre tuvo que sufrir una caída de esa magnitud, cosas que tiene la vida. Mi padre siempre ha tenido una mirada hermosa y transparente como un rayo de luz, pero sus ojos desde entonces se habían convertido en una lámpara de cerámica, de esas a
las que se les acaba el aceite, y que ya no emiten luz. Sí, como un pabilo humeante, así también estaba mi corazón, el día que me dieron la mala noticia de que mi papi ya no podría mirarme otra vez a los ojos. Sus ojos verdes y grandes como el mar de aceitunas de Jaén, ya no sonreirían
más al ver caer la tarde. Tampoco se enojarían conmigo por dejarle amoratadas las orejas a mi primo Enriquito, después que yo se las estirara con todas mis fuerzas. Sí, han pasado veinte años, y afortunadamente mi padre pudo recuperar la visión, gracias a Dios.
Hoy hemos vuelto al jardín de los olivos, donde se cosechan las aceitunas más ricas de España. Mi padre ya está viejo, como un molino de esos que hay en Andalucía que ya no puede echar a andar por más que quiera. Mi abuelo Mario Enrique me contó que yo había nacido en ese lugar, y no era que él estuviera bromeando. En el olivar suceden cosas inusuales: cuando mi madre estaba embarazada, tuvo dolores de parto y allí entre las ramas de los olivos me parió.
A ella se le adelantó el parto, pienso yo. No les dio tiempo a llevarla al hospital. Esas plantas milenarias me vieron nacer, escucharon mis primeros gritos, me vieron caminar, correr y sonreír hasta rayar el alba. Mi padre y mi abuelo, mi madre y yo íbamos casi todos los días a aquel lugar.
Mi abuelo enseñó ese oficio a mi padre, el cual se volvió todo un experto en la elaboración de aceites. Por casi más de una década mi familia y yo hemos incursionado en este negocio. Sí, por medio del jardín, se ha abierto una ventana ancha, una ventana de bendición para toda la comunidad. Recientemente inauguramos una tienda, es un establecimiento comercial que queda cerca de la zona, le hemos llamado El mar de los olivos, algunos lo conocen como Mar verde. Ahí también tenemos un taller o mini fabrica, es donde elaboramos y vendemos jabones, perfumes, queso, mantequilla, cremas, aderezos y otros productos comestibles y de belleza, todos derivados del olivo. Elaborados con la más fina y exquisita calidad. Otra vez, hemos
venido, y volveremos en cada ocasión una vez más. Aquí podemos respirar, en los aires puros de Jaén este aroma deleitoso de las flores del olivo, que se esparce por doquier perfumando toda la región hasta los umbrales del tiempo.