
03. Ganar una familia
Adrián sabía que las cosas estaban muy mal. A sus trece años se daba cuenta de que su padre tenía muchos problemas para mantener a su familia. Corría el año setenta y tres y la fuerte inmigración del campo hacia la capital suscitaba una gran competencia de trabajo, llegando este a escasear en muchos gremios fuera de la agricultura y la ganadería. Las gentes del campo acudían a Jaén por ser un nudo importante de comunicaciones y el transporte constituía una fuente de trabajo apreciable. Además el olivar, cultivo predominante de la zona, sufría las consecuencias de las continuas sequías y la falta de mano de obra para cosechar la semilla del oro verde. Estaba cansado de comer la sopa que preparaba su madre con las mismas verduras y con el mismo hueso toda la semana, hasta tal punto que al final parecía que estaban tomando agua caliente con la cuchara. Cuando le preguntaba el por qué de aquella repetición, su madre le respondía:
–Ya sabes que tu padre perdió el trabajo y ahora tiene que hacer chapuzas donde las encuentra. Espero que traiga algo de dinero a casa pronto.
Su padre era pintor, de los que llevaban buzo blanco y pintaban paredes y puertas y no sabía hacer otra cosa. Por su parte, ella limpiaba casas y portales, pero debido a la competencia cada vez mayor de las mujeres de los trabajadores que aún quedaban en el pueblo y la cantidad cada vez mayor der casas cerradas debido al abandono de sus habitantes, aquello casi no les daba para subsistir.
Adrián iba al colegio del pueblo, pero la mitad de las veces se juntaba con varios compañeros y hacían novillos. Acudían a la sala de juegos y se pasaban medio día jugando al futbolín con una peseta. Él nunca la aportaba, pero siempre había alguno que la había sisado a alguno de sus padres. Accionaban el tirador que hacía abrirse la rampa que liberaba las bolas y antes de soltarlo, colocaban otra peseta bloqueándolo, con lo que la rampa permanecía abierta dejando salir las bolas continuamente hasta que se cansaban de jugar. Después se quedaban mirando jugar a otros a las máquinas de Petaco o al billar y escuchando a ZZTop cantando “La Grange” o El “Money” de Pink Floyd en la máquina de Jukebox.
De noche, el chico se estrujaba los sesos pensando en cómo podría ayudar a sus padres en la economía familiar, pero no era nada fácil. Cuando regresaba una tarde de la sala de juegos encontró entre un montón de basura un tablero de madera rectangular de medio metro de lado. Al verlo, una idea comenzó a surgir en su cabeza y se lo llevó a su casa. Al día siguiente, después de que su padre saliera del domicilio en busca de trabajo y su madre a limpiar una escalera, Adrián cogió varias brochas y botes de distintos colores de su padre guardados bajo una carbonera. Comenzó a pintar algo que intentaba definir como un paisaje de olivares, aunque con aquellas brochas tan gordas resultó más bien un dibujo abstracto. Lo llevó a su habitación en espera de que se secase la pintura. Aquel día su padre no apareció a la hora de comer.
Por la tarde, envolvió el cuadro en unos trapos sucios y se dirigió a la puerta de su domicilio. Al pasar por el pasillo vio a su madre en su habitación sentada en la cama, con las manos en la cara y los hombros moviéndose al ritmo de su llanto. No se paró a decirle nada para que no le viese con su mercancía. Recorrió el trayecto atravesando el puente del río desde su casa hasta la carretera en la que había una parada del autobús que le llevaría al centro de Jaén. Era diciembre y hacía un frío que pelaba, por lo que apresuró el paso cuando salió de la estación en la Avenida de Madrid. Enfiló Virgen de la Capilla hasta llegar a la Plaza de la Constitución, en la que sabía que había una tienda de cuadros y souvenirs de Jaén. Dudó unos instantes, pero viendo que la tienda se encontraba vacía de clientes, se armó de valor y entró. El dueño del alargado establecimiento se encontraba al fondo tras un mostrador y miró al chico con manifiesta desconfianza.
–¿Qué es lo que querías, joven? –preguntó.
–Buenas tardes, señor –Adrián pensó que si era educado tendría más posibilidades de conseguir lo que quería–. Me gustaría venderle un cuadro.
El otro levantó una ceja extrañado. Adrián retiró el trapo de su obra y la puso sobre el mostrador. El dueño dejó escapar una risa sarcástica diciendo:
–¿Acaso has venido a burlarte de mí?
–No señor, le hablo en serio. He pintado este cuadro porque necesito algo de dinero y quizás usted podría sacarle algo de beneficio.
–¿Pero tú has visto esto? –preguntó señalando la tabla–. Aquí los cuadros que se venden son de autores mínimamente conocidos.
–Pero yo no le cobraría mucho. Puede usted poner la cantidad.
El hombre se quedó pensativo unos momentos y a Adrián le pareció que su mente estaba haciendo cálculos. Por fin dijo:
–Mira, le tendría que poner un marco y eso cuesta dinero. Además no es de nadie conocido. Te podría dar… dos mil pesetas como mucho.
–Lo que a usted le parezca bien, señor –contestó Adrián pensando en que aquello era mucho más que nada.
El chico salió loco de contento con sus dos billetes verdes en el bolsillo pensando en lo que iba a hacer con ellos teniendo la Navidad casi encima. Antes de volver hacia la estación vio una administración de lotería y se le ocurrió la idea. Entró y preguntó a la lotera:
–¿Tiene el número 01932?
–¿Tiene que ser ese?
–Es el año en que nació mi padre y se lo quería regalar.
Ella miró entre sus existencias y contestó:
–Has tenido suerte. Lo tengo aquí.
–¿Cuánto vale el décimo?
–Dos mil pesetas.
Adrián sacó sus dos billetes del bolsillo y se quedó pensando unos momentos mirándolos. Calculó toda la comida que se podía comprar con aquello y al fin, dijo:
–Perdone, otra vez será.
Se dio la vuelta y salió del establecimiento con los billetes en el bolsillo.
Detrás del joven estaba esperando un caballero al que no vio pero que él conocía, pues vivía en el mismo pueblo, con un periódico en una mano y un paraguas enrollado con su tira de tela en la otra, con lo que más parecía un bastón que un paraguas. Se adelantó hacia la lotera y le dijo:
–Deme por favor el número que le ha pedido el chico. Creo que me va a dar suerte.
–De momento sí, porque solo me quedaban dos décimos –contestó la mujer.
El del paraguas se quedó pensando unos instantes y sacando otras dos mil pesetas pidió:
–Deme los dos, por favor.
Adrián esperaba darle a su madre las dos mil pesetas la víspera de Navidad para que comprase algo especial. Últimamente no celebraban nada. Habían pasado varios días desde que había vendido el cuadro en la tienda y la curiosidad le llevó a acudir de nuevo al centro para ver si alguien lo había comprado. Entró en el establecimiento y preguntó al propietario:
–¿Ha vendido ya mi cuadro?
–¿Tu cuadro? Ese me parece que se va a quedar aquí hasta que yo me jubile.
Un tanto desilusionado, se dirigió hacia la salida y a mitad de camino miró a su derecha. Allí estaba, en lo más alto y difícil de apreciar. Pero se fijó en dos cosas. En la esquina inferior derecha le habían pintado algo que parecía una firma, que por supuesto, no era la suya. Y en la esquina contraria una pequeña tarjeta marcaba su precio: 30.000 pesetas. Adrián miró hacia el dueño de la tienda pero este ya estaba ojeando sus libros de cuentas. No le extrañó que no se hubiese vendido.
Para volver decidió cambiar de ruta y siguió por el Paseo de la Estación, con un intenso tráfico y una gran cantidad de comercios y negocios. Había comenzado a caer una fina llovizna que aumentaba la sensación de frío. Al dirigirse por allí de nuevo hacia la parada del autobús vio algo que le llamó la atención. Un hombre abrigado con una raída gabardina permanecía sentado en el suelo con la mano extendida, la palma hacia arriba y la cabeza baja. Pero lo que verdaderamente llamó la atención de Adrián fueron los pantalones blancos que asomaban por debajo, como los del buzo de su padre. Al pasar frente a él se paró y el hombre alzó la vista hacia el chico. Su padre lo miró y su rostro mudó a una expresión desconsolada, bajó la cabeza avergonzado y la escondió entre las manos. Totalmente impresionado, el joven continuó su camino sin mirar atrás al hombre que parecía haberse encogido aún más dentro de su gabardina. Cuando llegó al pueblo, acudió a la sala de juegos pero no quiso jugar al futbolín y la música de la Jukebox le pareció estridente y desafinada.
Aquella noche del 21 de diciembre el padre de Adrián no acudió a dormir a su casa. A media mañana del día siguiente se encontraba en el centro del puente sobre el río, cerca del pueblo, en el lugar en que la corriente se mostraba más profunda y caudalosa con la crecida de las lluvias caídas los días anteriores. Había pasado una pierna sobre la barandilla y miraba hacia un horizonte pleno de filas de olivos que se perdía en la vasta llanura andaluza. Después su mirada se dirigió abajo, hacia los remolinos del río, con la cara empapada de lágrimas. Pronto terminaría todo. No sabía nadar, pero no le daba miedo morir. Lo único que sentía era dejar solos a su mujer y a su hijo, pero al menos, pensó, la pensión de viudedad les daría para comer. No se había sentido tan mal en toda su vida, pero era algo que estaba obligado a hacer.
Repentinamente sintió unas palmaditas en un hombro. No había visto acercarse a nadie. Un hombre con un paraguas enrollado como si fuese un bastón se encontraba a su espalda. Cuando se volvió para mirarlo, el hombre le dijo:
–Esto pertenece a su hijo.
Y le entregó un sobre sin cerrar la solapa. Seguidamente, sin esperar respuesta, continuó su camino puente adelante hacia el centro del pueblo. Intrigado, el padre de Adrián abrió el sobre y dentro se encontró un décimo de lotería del número 01932, su año de nacimiento. Aquello trastocó todos sus planes. Se bajó de la barandilla y tomó la misma dirección que el hombre del paraguas, aunque no pudo volver a verlo, hacia su barrio y hacia su casa. Aquel simple detalle le había hecho tener más ganas que nunca de abrazar a su mujer y a su hijo.
En la manzana anterior a su casa estaba ubicado el bar de Manolo, al que antes siempre acudía a tomar un café o una caña con los amigos. Hacía siglos de aquello. Al pasar por delante de la puerta vio que en la pared de enfrente el televisor estaba emitiendo las noticias de mediodía. Desvió la vista del aparato siguiendo su camino y en ese momento escuchó por el altavoz:
–¡Mil novecientos treinta y dooooos! ¡Veinte milloneeees de pesetaaaas!
Se paró en seco. No era posible. Debía estar soñando. El locutor apareció en pantalla diciendo:
–El número mil novecientos treinta y dos ha sido agraciado en la lotería de Navidad con el premio gordo de veinte millones de pesetas, muy repartido por todo el territorio nacional.
El hombre sintió un mareo y tuvo que sentarse en el escalón de entrada al bar. Al percatarse, Manolo salió preocupado y al verle llorar le preguntó:
–¿Te encuentras bien? ¿Qué te ha pasado?
–Ha sido un mareo, no te preocupes.
–Parecía como si te hubiesen dicho de repente que has ganado la lotería.
Ya mas tranquilo, el otro respondió:
–Mejor que eso. Se me ha aparecido un ángel y acabo de ganar una familia.