58. La aceituna, una por San Juan y ciento por Navidad

Rocío Fariña Seoane

 

Una maleta

permanece escondida

llena de cartas

 

En los años sesenta del pasado siglo XX, una foránea de Castilla La Mancha, llegó a vivir a la aldea. Una joven de dieciocho años que pronto se casaría con un vecino de toda la vida. A mi abuelo le dio un vuelco al corazón cuando la escuchó hablar. Aquella musicalidad, aquel acento. Hizo un esfuerzo inhumano por no desmayarse cuando supo dónde sería la boda. Aquel lugar.

Para la ceremonia y posterior fiesta, fletarían un bus desde Galicia a la región de Albacete. Veinticuatro horas de viaje, por los montes de Galicia, las llanuras de Castilla – León, la sierra de Madrid y finalmente la región manchega. Incómodo, ansioso. Expectante.

El abuelo no se lo pensó dos veces. Iría a la boda. Solo, en representación de la familia.

En secreto, buscaría la manera de volver a Villarrobledo. No sabía lo que se iba a encontrar.

El abuelo había vuelto a casa en 1940, unos meses después de que finalizara la Guerra Civil Española, conflicto bélico que duró de 1936 a 1939, que dividió a las “dos Españas” que no eran sino una, luchando consigo misma, llevándose la vida, las ilusiones y el futuro de cientos de miles de personas. Y dejando sin nacer a innumerables seres humanos. En el año 1937 fue reclutado en la aldea gallega donde vivía, dejando allí a sus padres y hermanos, y a partir de ahí, durante años, fue destinado a varios frentes, como los de Asturias, Teruel, Navarra o Levante. Estuvo en el Cuerpo de Sanitarios, como bien acredita una pequeña cartera de camillero, de Sanidad Militar, que hace poco encontramos entre los utensilios de bricolaje que guardaba el abuelo en la “palleira” de la casa de la aldea, una construcción de cemento con una puerta de madera corredera muy pesada y enorme, que daba acceso al lugar donde se almacenaban las “alpacas” de paja, hierba seca, para dar de comer a las vacas, tradición que todavía se mantenía en nuestra infancia, en los años noventa del siglo XX. Además del almacén, había, apoyadas a la pared, dos “artesas” de madera, donde se guardaba ropa o alimentos y, por último, una magnífica mesa de carpintero, donde el abuelo guardaba todo tipo de herramientas y otros objetos.

Estremece pensar en todas las imágenes que mi abuelo trajo almacenadas en su retina, de lo que había visto esos años. Al estar en la unidad de Sanidad, probablemente había tenido mejor calidad de vida, pero debieron ser días muy difíciles de llevar, atendiendo a heridos, la mayoría de ellos sin esperanza alguna de sobrevivir. O quizá, acompañando a los moribundos, dándoles la mano hasta el momento de su fallecimiento, para posteriormente cerrar por última vez sus párpados.

Mi abuelo murió cuando yo tenía diecisiete años, cuánto siento no haber entendido que ese carácter hermético, impasible, hierático, sólo venía de un hombre herido que había decidido tapar a cal y canto sus emociones, para no romperse en mil pedazos y ser así el líder de su propia familia. Así actúa el cerebro, cerrando con llave experiencias traumáticas para poder sobrevivir. Qué tristeza que no hacemos caso a los abuelos, mientras los tenemos, será por la diferencia de edad, el cambio generacional, el egoísmo de los cerebros infantiles y adolescentes, o la poca comunicación y gestión emocional que caracteriza a las familias de nuestros antecesores. Hace más de 20 años que se fue, y todavía aparece en mis sueños. Qué triste no ser eternos.

Cuando regresó a casa, tenía casi veinticinco años. Volvió enfermo crónico, con dolor y malestar que le acompañarían el resto de su vida, hasta su muerte con 87 años. Enfermedad reumática y de los riñones, que le impidió seguir adelante con el negocio de la madera, que su padre, malogrado durante el transcurso de la Guerra, había dejado inactivo, obligándoles a continuar con la actividad de labranza para autoabastecerse. Con tres vacas, unas veinte gallinas, un burro, conejos, cerdos y terneros, además de diversas plantaciones, conseguían mantener a la familia, sólo yendo al supermercado a adquirir productos que no podían producir. Una vida sencilla, sin lujos, pero no pasaban hambre, que era una de las cuestiones más importantes en la posguerra.

Por su previa condición de “sanitario militar”, se convirtió en el vecino que ponía inyecciones a los enfermos del área rural donde vivía. Eran casas de piedra, en una zona alejada del pueblo más cercano. No había carreteras, eran caminos, les llamaban “corredoiras”, sin contaminación lumínica, sin luz, sin farolas, sin alcantarillado. Cada vez que había una emergencia, sufrían para conseguir a alguien con categoría de médico o enfermero que pudiera ayudarles. Por eso mi abuelo se hizo imprescindible entre los que poblaban las aldeas cercanas.

En cuanto terminaron las bienvenidas, encontró un momento a solas, y, abriendo una trampilla en el techo, subió la maleta de la guerra, de una piel impecable, al “fallado” de la casa, dejando allí dentro las cartas que había escrito durante la Contienda, y que en su casa habían recibido con gran expectación y alegría.

También depositó, con esmero, unas hojas de olivo, secas, pero en buen estado. Las semillas que había traído, las tiró en la huerta, y el milagro de la vida obró el resto. Un olivo imponente, iría creciendo y acompañando a todas las personas que habitarían esa casa desde entonces. Un olivo enorme, que nunca daba aceitunas. Como aquel amor sin frutos ni futuro.

Envolvió la maleta en una bolsa de tela, para que permaneciera allí, depositada, muchas décadas.

Volviendo a la boda de aquel año.

En aquel tiempo, sus dos hijos ya estaban casados. Su mujer se quedaría al cuidado de los animales y las plantaciones de maíz, patatas, tomates y pimientos.

Qué viaje más divertido el de aquel día. Aquel vecino al que olvidaron mientras paraba a hacer sus necesidades en una cuneta. El conductor que calculó mal las horas del trayecto. El padre de la novia, que le increpaba (“ya te dije que los gallegos no son de fiar”). Aquella novia esperando durante horas a su amado novio.

A medida que se acercaba a aquel lugar, volvían los olivos, el olor a aceite. Las aceitunas, arbequinas, las cornicabras, las manzanillas y las picual, que se cosechaban muy bien en la zona de La Jaraba, cercana a la Roda de Albacete. Una zona conocida por la intachable calidad del aceite, que denostaba las variantes de calidad lampante. Había un cartel publicitario en la carretera nacional que predicaba “La aceituna, una por San Juan y ciento por Navidad”

La última carta había sido dura.

                                                                                                                      Villarrobledo

Muy apreciable señor:

Deseo que cuando la presente recibas, te halles disfrutando de una buena salud, en compañía de tus compañeros. Yo por el momento, estoy bien. Por otro lado, estoy pensando en ti porque hace un mes que no tengo noticias tuyas. Dime el motivo para no escribirme. Si has quedado mal conmigo pues me lo mandas a decir, que creo que no tengo ningún motivo. Dime si es que te has arreglado con la de tu pueblo. Quisiera verte en persona para yo poder hablarte unas palabras. Referente a lo que te decía en la otra carta, la fotografía te la iba a mandar pues como no me has escrito pues en esta tampoco te la mando, así es que lo que tu quieras. Bueno, sin otra cosa que decirte, hoy estoy muy aburrida, porque la única diversión que yo tenía era cuando tenía una carta tuya. Se despide de ti,

Isabel

 

¡La fotografía!

Esa foto que habíamos encontrado en la aldea, en una caja de hojalata, todavía bien conservada, de ambos, exultantes, como si el mundo se parara en aquel momento. Felices a pesar de que el mundo se caía a pedazos.

Mi abuelo consiguió la foto en algún momento. Quizá cuando se escapó del autobús, para ir a Villarrobledo, que estaba a cuarenta minutos de la zona cercana a la Roda donde se oficiaría la ceremonia. Probablemente aprovechó el incidente de un hombre al que perdieron mientras paraba a hacer sus necesidades, y en ese viaje de vuelta para buscarlo, en el que habrían ido haciendo autoestop, mi abuelo se habría aliado con el fotógrafo de la boda, que también viajaba con la comitiva, para hacer un desvío hacia Villarrobledo. Allí, encontró a Isabel, y de alguna manera, ese encuentro se inmortalizó con aquella instantánea. ¿Se refería a aquella fotografía o era una anterior? La fecha de la carta era dudosa, por el paso de los años.

De alguna forma buscó la manera de que alguien lo llevara a ese lugar, y pudo conocer lo que había pasado con Isabel durante esos más de veinte años.

Puedo imaginar el cóctel de emociones y hormonas que explotaron en aquel encuentro. Las caras, surcadas, como las tierras, por arrugas derivadas de vivencias de aquellos años hostiles, tanto para hombres como para mujeres.

La vida no había sido fácil para ninguno, pero allí estaban, presenciándose, tocándose y deseándose lo mejor para el futuro. Cada uno con sus familias ya formadas, alegrándose el uno del otro. Y guardando para siempre, en el fondo de su corazón, aquellos días donde las fisuras de sus cárceles les permitían ver algún rayo de sol.

A la vuelta del evento, el abuelo probablemente aprovechó algún momento para introducir los recuerdos en la caja de hojalata, y dejarlos allí hasta después de su muerte. Pasarían muchos años, sus nietos crecerían, estudiarían, se irían de casa, sufrirían enfermedades y otras vicisitudes, vivirían una pandemia y justo tras ese confinamiento por ese trágico virus que arrasó el planeta en 2020, en medio de una reunión familiar, sus nietos tendrían la brillante idea de subir al “fallado” de la casa de la aldea a recuperar la maleta de la guerra. Allí descubrirían las cartas que se intercambiaba mi abuelo con su madre y sus hermanas y aquella carta, con una remitente de un lugar de la Mancha, que detonó la investigación de quién había sido mi abuelo antes de volver de la Guerra, qué experiencias había vivido, y qué decepciones había tenido. Qué momentos tan especiales, la familia leyendo cartas de hace casi cien años cuya tinta estaba prácticamente intacta, sobre resistentes papeles a los que no amilana el paso del tiempo ni el severo clima gallego, conociendo y aprendiendo de sus antepasados y, sobre todo, entendiendo un poco más de donde vienen.

Qué pena ver a nuestros mayores morir. Dejar de habitar los espacios que compartíamos.

Qué triste que se pierdan todos sus recuerdos y vivencias, de los que tanto habríamos aprendido.

Lamentable desconocer sus experiencias, sus éxitos y fracasos en unos años que nada tienen que ver con la actualidad, pero que han forjado nuestra identidad actual, nuestro árbol genealógico, y esculpirán a las generaciones futuras.

Sólo queda seguir escribiendo la vida, para que, dentro de otro siglo, sean mis descendientes los que puedan entender, aprender y descubrir el sentido de la vida gracias a mis escritos. Y que esta historia familiar nunca termine.