309. El otro Getsemaní

Azada

 

                                                                                              A la memoria de un hombre bueno.

 

La mañana se recostaba tranquila sobre la tierra sedienta sin participar de  nuestro drama. Insistió tanto en salir al campo, que decidimos llevarlo a pesar de sus claras limitaciones. Bien sabíamos que quizá sería su último deseo.

Cogido de nuestro brazo, iba caminando con dificultad, hundiendo cada pie entre los surcos sin arar. Respiró profundamente. ¡Era tan digno su porte y llevaba tal ilusión en el alma, que sólo pudimos seguirle!

Aquel bancal, que hoy se convertía para él en otro Getsemaní, había sido siempre su preferido. Lo sabíamos bien por las muchas historias de niño yuntero contadas junto al fuego.

—¡Este año tenemos una buena cosecha! —exclamó con mirada de atardecer.

Hubo un silencio que los tres respetamos. Olía a tierra, a tomillo, a romero, a otoño bien entrado…

Tras unos momentos que parecieron siglos, intentó bajarse una rama del impelte más cercano. Las hojas plateadas le acariciaban el rostro, arrugado por tantos años de sol.

—¡Padre, no se te ocurra subirte! —le rogamos a la vez.

—¿Y qué podría pasarme? —respondió sin hacer caso.

Lo ayudamos a trepar por el tronco hasta acomodarlo. Levantó el brazo a duras penas. Entre sus dedos acostumbrados se deslizaban las brillantes aceitunas hacia el caldero, mezcladas con alguna lágrima furtiva.

Al volver a casa, nuestra madre las puso en tarros de cristal, con agua, sal, e hinojo, como lo hacía siempre. ¡Como lo hacían siempre!