320. Si los olivos hablaran

Atenea

 

Por el olivar se vio la lechuza volar y volar… Se equivocó la lechuza, se equivocaba; por ir a Atenas, fue a Jaén, se equivocaba. Creyó mirar con sus ojos, se equivocaba; eran los ojos de Atenea, su diosa amada, compartiendo la mirada. Y voló tan alto, tan alto, que todo Jaén divisaba. Y a través de sus ojos veían el Santo Reino de Jaén, un paraíso interior, en la hermosa Iberia un edén.

Volaba majestuosa con glauca mirada celeste y contemplaba el mar de olivos, que esta tierra poblaba. Su amplia y vasta mirada contemplaba entusiasmada una geometría perfecta, una geometría inesperada, hileras y filas de olivos perfectamente ordenadas, que cubren montes y collados, llanuras y vaguadas, y hasta las zonas más escarpadas.

Verde agua, verde mar, verde pino, verde olivo, verde y verde sin parar; verde y verde en los caminos, verde y verde olivar.

−Todo es verde desde el cielo –se dijo la sabia lechuza−, un hermoso manto de verdor, en un trazado perfecto de una perfecta armonía: líneas rectas infinitas, líneas rectas incontables, líneas rectas que se cruzan en los montes y en los valles, líneas rectas en llanuras, milagro de arbórea belleza en perfecta arquitectura.

−Yo soy los ojos de Atenea, ella ve por mi mirada, y ve cómo admiro su hermoso y bello regalo en miríadas de miríadas.

−Vuela, lechuza mía, vuela regia, vuela presta, bate tus ágiles alas hasta llegar a ese Reino, donde los olivos aguardan.

Yo hice brotar un olivo en mi Atenas amada, con un toque mágico de mi lanza, la gracia quedó lograda. Y brotó allí un olivo, el árbol de la elegancia, donde su tronco, sus ramas, sus hojas, sus frutos y todo destilaba pura gracia. Era mi árbol sagrado, mi regalo para el mundo, en ningún lugar hallado un fruto tan fecundo.

Les enseñé también el fruto de sus entrañas, que las aceitunas guardan cual un  divino tesoro: es el aceite de oliva, como néctar y ambrosía, alimento de los dioses, que a los hombres regalé un día, y que ellos llaman “oro”, pues es de una gran valía. Vieron en él un tesoro, cargado de gran valor, y lo usaron para todo, lo que es para mí un honor: para una dieta de sana alimentación, esencias y cuidados cosméticos, de muchas dolencias y males sanación, remedio de los remedios. Y cientos de aplicaciones, y utilidades, que los hombres fueron hallando en diferentes edades: para sus lámparas luz, perfumes y tratados de belleza, un regalo para la salud, panacea de la naturaleza. Gran riqueza escondía el pequeño fruto verde, cuyo uso y valor en la memoria se pierde, y  es el más preciado bien en las tierras de Jaén.

Mi lechuza surca estos mares llenos de olivos, los observa y los admira, y detiene su vuelo expectante, a la espera de algún sonido, susurro o murmullo parlante. Y las ramas se agitan al viento; sus lanceoladas hojas son la imagen de mi lanza, la robustez de sus troncos, el recuerdo de mi coraza…

Y sus ojos, que son mis ojos, se inundan de estupor, pues la magia de los vientos lleva a mi lechuza una voz.

− ¿Qué son esos susurros, esos suaves murmullos, que a mis oídos llegan? Son sonidos y palabras que desde los olivos aletean. Si me detengo en mi vuelo, muy bien yo podría escuchar. Son los ecos que a mí llegan de historias de este lugar.

Me dicen que en tiempos lejanos hasta aquí los griegos llegaron, y que sus huellas dejaron, en las piedras, en el arte, y un sinfín de recuerdos. Después llegaron  los romanos, que se enamoraron de esta tierra, y que abrieron sus entrañas, para obtener inmensas riquezas.

Ahora sobrevuelo Cástulo y llego rauda a Auringis, y los olivos en eco cantan los amores de Himilce. En el santuario de Auringis los olivos son testigos, de su encuentro con Aníbal, que es su esposo elegido. Su padre lo ha establecido, ese es un buen acuerdo, pues así se ha decidido; el desposorio es un hecho cierto.

−Y no detiene su vuelo mi fiel y alada compañera, y a través de su mirada contemplo otra estampa en el tiempo.

Salieron de Jerusalén los grandes tesoros sagrados, del templo que el Rey Salomón para Dios había edificado. Los romanos los tomaron y los llevaron a Roma, y ahora el godo toma lo que ellos saquearon.

Ya llegan a Jaén los godos, vencedores de los romanos, ya a Roma han eclipsado, ya vienen con nuevos modos; ya saquearon sus templos, ya de sus reliquias se apropiaron.

La mesa del Rey Salomón pasó a unas nuevas manos, y el secreto de la creación ha llegado a los cristianos: la hermosa mesa es la clave, ¡del rey más sabio del mundo!, pues esa mesa es la llave del misterio más profundo; el nombre secreto de Dios ella lo oculta grabado, lo contiene con muda voz, pues nunca ha de ser pronunciado.

Dicen que es un gran misterio, dicen que es un gran secreto, dicen que es algo muy serio, que para nadie sea descubierto.

Sólo los olivos conocen ese recóndito lugar, sólo ellos saben dónde lo fueron a ocultar. También la lechuza lo ha visto y sabe dónde está el tesoro; pero, guarda silencio prudente, nadie lo puede saber, aunque busque y busque la gente, porque es fuente de poder.

−Y mi lechuza sigue su vuelo, que la lleva por el tiempo y va descubriendo escenas de muy diversos momentos.

Cabalga el rey musulmán por los campos de Jaén y ahora los olivos ven cómo cae Abderramán.

−Acechaba el peligro en el suelo –dice la triste lechuza−, y el rey con gran desconsuelo se queja de una picadura; una víbora traidora lo ha llenado de veneno, y el rey moro, aterrado, ora pidiendo consuelo.

No ha llegado su momento, no es su hora todavía, pues aquí hallará sanación y un motivo de alegría.

Y las hojas de los olivos, esperanzadas, gritan con gran clamor: “¡el rey moro ha encontrado a su médico salvador!”. Ibn Shaprut lo llaman, y desciende de ilustre linaje, a quien todos en estas tierras aman, por su dedicación y aprendizaje. Estudió con mucha entrega un remedio de curación, que es una fórmula secreta, una  antigua receta, de los venenos salvación.

Así salvó al gran rey moro de la picadura fatal, pues la víbora venenosa le causó un terrible mal.

Y el rey muy agradecido sabe valorar su suerte, pues ha encontrado a un amigo, que lo ha salvado de la muerte.

−Vendrás a mi palacio conmigo, tú serás mi sanador, en ti he encontrado un amigo y también un salvador. Tendré en ti mi confianza, te confiaré mi gente y mi vida, porque tú has sido mi esperanza, cuando mi vida se iba.

Se escuchan más allá otros ecos, llenos de horror y espanto. Y los olivos llorando, le gritan al Rey Fernando: “¡Qué tristeza las batallas! ¡Guerras y batallas, que llenan la tierra de llanto! Ahora llora el musulmán, ahora llora el cristiano, el dolor inunda a los hombres en este y en el otro bando”.

−¡Deponed las armas −gritamos−, que hasta nosotros llega todo el dolor,  sufrimiento y espanto! Pero, ¿quién podrá escuchar nuestras voces, si nos creéis en silencio, creéis que estamos callados? Nos creéis sin sentimientos, sencillos árboles en la vida, mudos a vuestros ojos… Pero, nosotros ahí estamos, somos amigos fieles, confidentes solitarios, compañeros de vuestras vidas, guardianes de vuestros secretos, amigos inesperados, y ¡vivimos vuestros momentos!

Y prosigue su nocturno vuelo la hermosa lechuza divina, que ahora vislumbra  otra escena, que la ciudad ni imagina.

−Ahora observo en la noche una extraña luminosidad, pero, si ya es la madrugada, ¿de dónde viene esa claridad?

Y contemplo a una señora con ropajes resplandecientes, toda llena de luz, en sus brazos un niño muy hermoso, y acompañada de gentes, en el cortejo una cruz y un camino luminoso; y van recorriendo calles de la ciudad -misteriosa procesión-, y llegan hasta un altar para una celebración.

Se oyen cantos celestiales, que inundan la hermosa villa, ecos de voces sobrenaturales, junto a una hermosa capilla.

Allí se detiene la señora, y todo su séquito celeste, por el bien de esta tierra implora, antes de que Jaén se despierte.

Mis glaucos ojos divinos contemplan esta escena maravillosa, y no hallo sorpresa en esto, porque yo, siendo una diosa, visité con vuelo presto, otras gentes y lugares, como esta señora de luz, revestida de gran fulgor, visitó suelo andaluz entre verdes olivares.

−Ahora mi ágil lechuza mira con estupor, divisando en su regio vuelo una imagen de terror.

Por ahí va esa gran sierpe de tamaño colosal a saciar su sed en la fuente, aterrorizando a la ciudad; lo llaman sierpe o dragón, y ahora lagarto también, gran temor de la población, hoy emblema de Jaén.

Este reptil fabuloso no saben de dónde vino, ni cómo hasta aquí llegó; tal vez de lejanas tierras, que casi nadie aún conocía, pero creció, creció y creció y para saciar su hambre comía. Ovejas y hombres corrían asustados de pavor, cuando él los perseguía y eran presas del terror.

Los olivos se sorprenden de esa terrible alimaña y agitan sus hojas verdes, cuando lo ven con gran saña.

Y llegó su final un día, gracias a un ingenioso ardid, y con pólvora fallecía aquel terrible reptil. Devoró aquel alimento, que lleno de engaño estaba y explotó en aquel momento, por fin el terror terminaba.

−Mi fiel ave querida ahora comparte otra historia conmigo, otro murmullo de las hojas de olivo, que, alegres, risueñas y complacidas gritan con emoción desmedida: “¡mirad quién ha venido a hacernos una visita!”.

Es un humilde anciano, que a una casería ha llegado. Y unos ancianos esposos, avanzados ya en edad, invitan al visitante a pernoctar en su hogar. Sólo los olivos son los testigos de esta verdad. Después de la humilde cena el anciano se va a dormir a una modesta estancia, donde había un tronco de un árbol, el olivo de la esperanza. Ya ha amanecido el día, y el anciano no sale de allí; tras una prudente espera, esperan verlo salir. Y es inútil la espera, porque el anciano no está. ¿Dónde ha podido ir? Y como única respuesta encuentran un hermoso presente: una imagen tallada de Jesús el Nazareno, que quiso visitar esta tierra convertido en un “Abuelo”.

Y murmuran los olivos: “¿quién podría creer lo que ha pasado aquí? Pues lo hemos acompañado igual que en el Huerto de Getsemaní. Los olivos fuimos sus compañeros, testigos de su dolor, en aquel tiempo allí; ahora vivimos su noche, moldeando su imagen aquí”.

La lechuza emocionada sabe que dicen verdad, pero el murmullo de estas hojas ¿quién lo podrá interpretar? Sólo el viento las escucha y sabe de su verdad, y las estrellas del cielo también lo pueden gritar: han dado luz en la noche al anciano peregrino, que con la llegada del día prosiguió  con su camino.

Sí, así hablan los olivos, casi hablan en poesía; sí, ellos son fieles testigos y el eco de sus hojas ese murmullo emitía.

−Vuélvete, lechuza mía, mi fiel y amada compañera, y recrea con tu dulce mirada otra maravillosa escena.

Otros olivos murmuran, musitan en valles solitarios nemorosos, en ríos sonoros los silbos de los aires amorosos.

La Mística atraviesa y surca en estos vuelos los montes y collados, los valles y riberas de luces del Carmelo. Teresa ya ilumina el monasterio de Beas, y es guía; y el huerto y la fonte donde mana el agua pura, los canta Juan de la Cruz en su poesía. Las blancas palomicas del palomar de Beas ya beben de las dulces riberas, pues la dulce filomena convertida en ruiseñor, que mora en el Calvario, ya canta para ellas la más bella canción. Sus trinos son eternos, irradian mucha luz, bajo la capa blanca de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz.

−Y mi alada compañera eleva otra vez el vuelo, y ha traspasado el tiempo y ha llegado a otro momento.

Es la ventana del tiempo, que abrió el triste poeta, caminante caminando por una senda secreta. Y por el olivar… vio mi lechuza volar y volar.

Caminante, que caminas por esos campos de olivos, campos de Baeza, campos de Jaén, llevas tu soledad contigo y tus tristezas también.

Caminante, no hay camino, tú haces camino al andar.

Tus paseos en tu amada Soria los añoras, los anhelas, y es tan grande tu anhelo, que tu Soria es tu Atenas; que tu Atenas es mi Atenas, mi hermosa y bella ciudad, a la que le regalé un olivo, don para la Humanidad, a la que le regalé mi nombre, recuerdo para la eternidad.

Álamos de la ribera, olivos de Jaén, mi corazón os lleva y vais en mi alma también, y me acordaré de vosotros, cuando no os vea, y ¿a quién se lo diré? ¿A quién?

Por el olivar se vio mi lechuza volar y volar.