98. El Olivo de la Memoria

Carlos Chungata Loja

 

En el sur de España, donde el cielo se funde con los interminables campos de olivos, el pueblo de Almazara Vieja dormitaba bajo el sol inclemente del verano. Era un lugar pequeño, casi olvidado, donde el tiempo parecía avanzar con la lentitud de los días largos de cosecha y las noches en las que el viento susurraba historias a través de las hojas plateadas de los olivos. Las generaciones de agricultores habían cuidado esos árboles como si fueran parte de su familia, y entre ellos, el más venerado era el Olivo de la Memoria, un anciano testigo de siglos de vida, trabajo y sacrificio.

Clara no había vuelto al pueblo desde hacía más de veinte años. El bullicio de la ciudad, las oportunidades que nunca parecían terminar, y la ilusión de un futuro más brillante la habían alejado de su tierra natal. Pero ahora, tras la muerte de su madre, no le quedaba otra opción que regresar, a pesar de los recuerdos que el pueblo evocaba y que había preferido enterrar en lo más profundo de su ser.

Cuando llegó al pueblo, todo parecía congelado en el tiempo. Las calles empedradas, las fachadas blancas y los pequeños detalles que reconocía de su infancia le daban una sensación extraña, entre la nostalgia y el desasosiego. La casa familiar estaba intacta, como si nadie la hubiera habitado desde su partida. Al abrir la puerta, un fuerte olor a polvo y madera vieja la golpeó, y se sintió como una intrusa en un lugar que, en teoría, aún le pertenecía.

Sin embargo, la verdadera razón de su regreso estaba más allá de esas paredes. Clara sabía que no podía marcharse sin antes enfrentarse a lo que realmente la había llamado de vuelta: los olivos, y más específicamente, el Olivo de la Memoria. De niña, solía sentarse bajo sus ramas, escuchando las historias que su abuelo le contaba sobre sus ancestros, sobre los tiempos en que el aceite de oliva no era solo un producto, sino el centro de la vida de la comunidad.

“Cada olivo tiene su alma”, le decía su abuelo. “Pero este… este es especial. En sus raíces están todas las memorias de quienes vivimos y morimos aquí”.

Clara se había burlado de esas palabras en su juventud, deseando escapar del campo, del ciclo interminable de cosechas y podas, de un futuro que le parecía predecible y aburrido. Pero ahora, caminando por los mismos campos que había dejado atrás, no podía evitar sentir una conexión que la abrumaba. Los olivos, con sus troncos retorcidos y ramas extendidas como manos pidiendo ayuda, parecían llamarla de vuelta.

Cuando llegó al Olivo de la Memoria, las lágrimas le quemaron los ojos. A pesar de los años, el árbol seguía en pie, majestuoso y resistente. Pero algo había cambiado. Sus hojas parecían más apagadas, sus ramas más pesadas, como si el árbol también hubiera sentido el paso del tiempo, el abandono de generaciones que, como ella, habían dejado el pueblo atrás. Se sentó bajo sus ramas, en el mismo lugar donde solía refugiarse de niña, y por primera vez en mucho tiempo, permitió que los recuerdos la inundaran.

El sonido de las voces de su abuelo, de su madre, el olor del aceite fresco recién prensado, y las risas de los vecinos durante las festividades del pueblo la envolvieron. Clara cerró los ojos y, por un momento, se sintió transportada a otra época, una en la que el mundo era más sencillo, en la que la vida parecía fluir como el aceite dorado que su familia producía.

Pero la realidad no tardó en imponerse. Clara no estaba allí solo por nostalgia. La muerte de su madre había dejado varios asuntos sin resolver, y entre ellos, la venta de las tierras de la familia. La empresa inmobiliaria que había estado rondando el pueblo durante los últimos años ofrecía una suma considerable por los terrenos, con planes de construir un complejo turístico de lujo en los campos de olivos. Para muchos de los vecinos, era una oportunidad que no podían rechazar. El pueblo, antaño próspero, había sufrido las consecuencias del éxodo rural, y ahora solo quedaban unos pocos ancianos y sus familias, incapaces de mantener el ritmo del progreso.

Clara había contemplado la oferta. Era tentadora. Con el dinero, podría finalmente liquidar las deudas de su madre, y quizá, comenzar una nueva vida en la ciudad, lejos del peso emocional que el pueblo representaba. Pero mientras más tiempo pasaba en Almazara Vieja, más difícil se le hacía tomar una decisión. El olivar no era solo tierra. Era su historia, la de su familia, la de un pueblo que había vivido y respirado a través de esos árboles.

Un día, mientras estaba en la almazara familiar, limpiando el polvo de las viejas prensas de aceite, Manuel, un vecino anciano y amigo de su abuelo, apareció en la puerta. Era un hombre de pocas palabras, pero con una mirada que lo decía todo.

—Siempre supe que volverías —dijo sin preámbulos, apoyándose en su bastón—. Ninguno de los nuestros puede alejarse para siempre de esta tierra.

Clara sonrió con tristeza.

—No sé si me he quedado por decisión propia o por obligación.

Manuel la miró detenidamente antes de hablar.

—Tu abuelo solía decir que los olivos nos eligen a nosotros, no al revés. Quizá es hora de que recuerdes por qué te eligieron a ti.

Esa noche, Clara no pudo dormir. Las palabras de Manuel resonaban en su mente. Sabía que vender las tierras significaría destruir el legado de su familia, pero también estaba atrapada por la incertidumbre. ¿Qué podía ofrecer el pueblo a cambio de los millones que la empresa inmobiliaria prometía? Almazara Vieja ya no era el mismo lugar de su infancia. Los jóvenes se habían marchado, los olivos envejecían sin ser cuidados, y el aceite de oliva artesanal había perdido terreno frente a la producción industrial.

Días después, una noticia sacudió al pueblo. La empresa inmobiliaria había logrado convencer a varios vecinos de vender sus tierras. El proyecto avanzaba, y si Clara no tomaba una decisión pronto, todo lo que había intentado preservar desaparecería. Fue entonces cuando, en un momento de desesperación, decidió que no podía rendirse sin intentarlo todo.

Clara comenzó a investigar, buscando alternativas que pudieran salvar no solo las tierras, sino también el alma del pueblo. Fue así como descubrió el concepto de oleoturismo, una forma de turismo rural en la que los visitantes no solo disfrutaban de la belleza de los campos de olivos, sino que también aprendían sobre la producción del aceite, su historia, y la vida que rodeaba a esta industria. Los pequeños pueblos en Italia y Grecia ya habían aprovechado esta oportunidad, atrayendo a viajeros interesados en experiencias auténticas.

Inspirada por esta idea, Clara se puso en contacto con expertos en oleoturismo y con antiguos colegas de la universidad que podían ayudarla a desarrollar un plan para Almazara Vieja. Al principio, el proyecto parecía demasiado ambicioso. Restaurar la almazara, organizar visitas guiadas, enseñar a los turistas el proceso de prensado, y además, garantizar que el aceite producido siguiera siendo de la mejor calidad requería un esfuerzo titánico. Pero algo en Clara había cambiado. Sentía una energía renovada, como si el propio Olivo de la Memoria le hubiera transmitido su fortaleza.

El camino no fue fácil. Algunos vecinos aún dudaban del éxito de la iniciativa, y otros ya habían firmado contratos con la inmobiliaria. Pero poco a poco, Clara fue convenciendo a más personas. Manuel, siempre leal, fue uno de los primeros en unirse al proyecto, ofreciendo su conocimiento y sus manos a pesar de su edad. Juntos, comenzaron a organizar eventos pequeños, catas de aceite y visitas a los campos, explicando la importancia del olivar y su valor no solo económico, sino cultural y emocional.

Los primeros turistas que llegaron a Almazara Vieja no fueron muchos, pero lo suficiente como para dar esperanza. Clara observaba con una mezcla de emoción y orgullo cómo los visitantes, venidos de distintos países, se maravillaban ante la historia del pueblo y la dedicación de sus habitantes. Cada vez que alguien se detenía frente al Olivo de la Memoria, Clara sentía una conexión que trascendía el tiempo. Los turistas no solo estaban aprendiendo sobre el aceite de oliva, estaban comprendiendo el alma de ese lugar.

Con el tiempo, el proyecto de oleoturismo creció, y con él, la reputación del aceite de oliva de Almazara Vieja. Clara no solo había salvado las tierras de su familia, sino que había transformado el pueblo. El oleoturismo se convirtió en una nueva fuente de ingresos, y los olivos, que una vez estuvieron en peligro de ser arrancados, ahora eran el símbolo de la resistencia y la renovación.

El tiempo pasó, y aunque las cicatrices del conflicto con la empresa inmobiliaria seguían presentes, Almazara Vieja floreció de una manera que nadie había anticipado. Los campos de olivos, cuidados con esmero por las nuevas generaciones que decidieron quedarse, volvían a brillar bajo el sol.

El Olivo de la Memoria se mantuvo en pie, más fuerte que nunca, y bajo sus ramas, Clara encontró paz. A veces, sentía que podía escuchar las voces de sus ancestros susurrando en el viento, recordándole que, aunque el mundo cambiara, algunas cosas debían permanecer.

Un día, mientras observaba el atardecer desde el mirador del pueblo, Manuel se le acercó y, con una sonrisa, le dijo:

—Siempre lo supe. Los olivos nunca nos abandonan, Clara. Al final, somos nosotros quienes debemos regresar a ellos.

Clara asintió, mirando los campos que se extendían hasta el horizonte. Había llegado buscando respuestas, y en ese lugar, entre los olivos y el aceite, había encontrado no solo su pasado, sino también su futuro.