97. Primavera en el olivar

Olivia Belmonte

 

Los primeros rayos de sol despuntaban cuando el melodioso canto de un mirlo madrugador inundó el olivar. Era una mañana fresca de mediados de abril. En las ramas de los olivos, gotas de rocío daban brillo a los botones que en menos de un mes estarían en flor. La primavera despertaba al olivar del largo invierno con una explosión de sensaciones. Él contemplaba este espectáculo en primera fila cada mañana, apoyado en el brazo de un olivo centenario, de tronco retorcido y lleno de oquedades. Desde esa posición privilegiada nada escapaba a su mirada fija y penetrante, acostumbrada a amaneceres y puestas de sol.

De repente algo se movió en el olivo más cercano y la descubrió a ella. Le pareció rabiosamente atractiva. Sus pupilas negras, inmensas y profundas, lo observaban a él descaradamente. Ese desparpajo insolente lo cautivó al instante y se dejó llevar por el más primitivo de sus instintos. Seguidamente dio comienzo un ancestral ritual de cortejo y apareamiento. El olivar fue testigo aquella mañana de sus maniobras de aproximación y sus estudiados movimientos de cabeza que finalmente la subyugaron. Ella lo aceptó y a partir de entonces ya no fue “cada mochuelo a su olivo”.