96. Sueños rotos en el olivar
La luz que anuncia el alba traspasaba la ventana de la habitación de Teresa. Era un amanecer gris plomizo que auguraba un día de frío intenso.
Teresa se vistió. No le importaba ir a trabajar ni tampoco el frío. Iba verlo a él. Se ajustó los guantes y salió feliz al gélido campo. Un carro pasó a recogerla a las ocho de la mañana y, como cada día, pasaría las horas entre varear los olivos, poner las redes y recoger las aceitunas maduras para que las transportaran a la almazara del señor don Miguel Poveda. Pero a Teresa aún le queda tiempo para mirar de reojo a Salvador, para llamar la atención de quien le tiene el corazón encogido y mariposas en el estómago de día y de noche.
—¿Nos veremos en la fiesta del final de la cosecha? —Le dice Salvador dirigiéndose a ella.
—Puede que sí, puede que no —le contesta Teresa roja como una amapola de mayo.
—Pues yo te estaré esperando. No quiero bailar con ninguna que no sea la niña que me tiene robado el corazón.
—¿Y se puede saber quién es?
—Pues tú, ¿quién va a ser? No me lo pongas más difícil —le dice Salvador guiñándole el ojo.
El sábado siguiente, Teresa esperaba impaciente la llegada del carro. Esta vez no va a trabajar. Se celebra la fiesta de la recogida de la aceituna. Miró el reloj de pared del salón de su casa. Eran las nueve y media. Se acomodó en la silla que estaba junto a la chimenea. Llevaba horas arreglada y nerviosa, pero seguía peinando su larguísima melena castaña, casi pelirroja. Su madre se acercó con una tisana. Sabía que estaba nerviosa, porque era su primera fiesta, pero ignora que está enamorada. Sí supiera que se trataba de Salvador Barrientos, el hijo de sus eternos enemigos, no estaría tan comunicativa y cariñosa.
En cuanto escuchó el golpeteo de los cascos de los caballos acercándose, se apresuró a salir de su casa, diciendo adiós a su madre con la mano.
—No vuelvas muy tarde y cuídate —le dice su madre.
Teresa subió al carro, que estaba lleno con los jornaleros que habían participado en la cosecha. En cuanto llegó Teresa, Salvador acudió a ponerse a su lado, le cogió la mano y ella no la rechazó.
—Está guapísima. —Le dice al oído.
—Tú tampoco estás nada mal.
Fueron cantando hasta que llegaron a la finca de don Miguel, que está ubicada en medio del olivar en el que han trabajado los últimos meses. Es una enorme hacienda, con la sierra de Cazorla a un flanco y la de Úbeda y Baeza por el otro.
En los bajos de la casa, los señores habían habilitado unas enormes brasas en la chimenea. Sobre la gran mesa ubicada en el centro de la habitación, había muchas rebanadas de pan candeal recién hecho y lebrillos con aceite. En la puerta estaban don Miguel y su hijo para recibirlos.
—Pasad y desayunad. Hoy será un día con grandes sorpresas.
Los trabajadores bajaban del carro abotonándose las chaquetas y frotándose las manos, pues hacía un frío de mil demonios. La presencia del señor y el señorito les imponía respeto. Se acercaron en silencio. Los señores los sabían, así que los dejaron campar a sus anchas y se retiraron a sus habitaciones.
Salvador cogió unas rebanadas de pan y las acercó a las brasas. Teresa se sentó en los asientos corridos, adosados a la pared. Puso su bolso al lado, para guardarle el sitio a Salvador. Su amado no tardó en traer las rebanadas tostadas y sumergidas en el primer aceite que había prensado con las aceitunas que ellos habían recogido.
—Muchas gracias —dijo Teresa muy ruborizada.
—No hay de qué, —dijo él más colorado todavía.
Con la comida, empezó a correr el vino, y eso desató las lenguas de Teresa y Salvador. Comenzaron a hablar y a cogerse del brazo y, al final de la mañana, ya se habían besado. Es lo que tiene la juventud.
A mediodía, volvieron los señores para llevarlos a una estancia que presidía una enorme mesa corrida y una gran lumbre. Allí los estaban esperando unas fuentes de ciervo en salsa, jabalí, cordero a la brasa y arroz con leche de postre.
Don Miguel se colocó en la presidencia de la mesa. En el almuerzo sí los acompañaría. Se levantó y les dirigió unas palabras.
—Antes de comer, quiero agradecer a todos el trabajo, esfuerzo y entrega que habéis dedicado durante la campaña de este año. Sé que muchos lleváis años colaborando para mí y eso me congratula. He sido afortunado con las tierras que he heredado de mis padres, pero os necesito para trabajarlas. Siempre he soñado con que mi hacienda esté formada por una gran familia y que podáis sentir estas tierras como vuestras. Ha sido el trabajo y dedicación de todos, lo que nos ha llevado a alcanzar una venta muy elevada de aceite, compitiendo con Córdoba o Sevilla. Pero mi agradecimiento no puede quedar sólo en palabras. Como todos los años, tendréis aceite para toda la temporada y una gratificación que espero que sea de vuestro agrado.
Sus palabras eran sinceras. Don Miguel era una buena persona. Siempre se preocupó por sus empleados y los trataba con respeto y consideración.
Todos estaban eufóricos y elaboraban planes con lo que podrían hacer con el dinero que les entregaría don Miguel.
Todo lo bueno que tenía el señor, lo tenía de arrogante, soberbio y juerguista empedernido su joven hijo. Esa noche, todos habían bebido demasiado; el hijo de don Miguel, también. El joven se fijó en Teresa desde el momento en el que llegó a la finca y se encaprichó con ella. En cuanto la veía sola, se acercaba a ella. La invitó a bailar. La pobre no podía negarse, porque era el señorito, pero a Teresa le incomodaban tanto su presencia como sus palabras.
Habían pasado seis meses desde la fiesta en el hangar de Don Miguel. Teresa y Salvador ya se llamaban novios, aunque sus padres aún no lo supieran. Ellos eran conscientes de la mala relación entre los miembros de sus respectivas familias, pero confiaban en que conseguirían convencerlos con su amor.
Esa iba a ser la noche del solsticio de verano. Habría fiesta en el pueblo y podrían llegar más tarde a sus casas. Pero Salvador y Teresa no se quedarían en Cazorla. Salvador quería dar una sorpresa a Teresa y buscaba el escenario perfecto para ello. Accedieron al camino hacia el valle del Guadalquivir a través de estrechos senderos y veredas que subían por las escarpadas paredes de la sierra.
Salvador parecía más nervioso de lo habitual. Se frotaba las manos con frecuencia, pues las tenía heladas, a pesar de que la temperatura era muy agradable. Se pararon a descansar y se dispusieron a comer algo de queso y vino que Salvador llevaba en su macuto. Él apenas probaba bocado. Intentaba iniciar la conversación varias veces, pero los nervios no se lo permitían. Por fin se decidió.
—Teresa, necesito decirte algo y no puedo demorarlo más. Te he encargado este anillo en Jaén y quiero entregártelo en señal de mi amor. Deseo y necesito que seamos esposos. Ya no puedo aguantar pasar un solo día sin ti. —Le extendió un precioso anillo de plata que introdujo en el dedo anular de su amada.
Teresa no tuvo que decir nada. Se abrazó a él con lágrimas en los ojos. Esa era la señal de que compartía los mismos sentimientos hacia él.
El abrazo se hizo eterno. Las brasas de la juventud encendieron los deseos de unas personas que se amaban con intensidad. Se desnudaron para conocer sus cuerpos. Se tocaron, se amaron y dejaron que sus instintos los guiaran por los caminos desconocidos de sus propios cuerpos.
Era noche cerrada cuando decidieron volver a sus casas. Quedaron en que, al día siguiente, Salvador iría a hablar con su padre, le pediría la mano y se casarían cuanto antes.
Pero la fatalidad iba a visitar a Teresa. En cuanto atravesó el umbral de la puerta, pudo comprobar que su padre la estaba esperando, sentado junto a la chimenea. Al oír la puerta, se levantó como si tuviera un resorte. Se dirigió a su hija y, sin mediar palabra, le propinó un par de bofetadas.
—¿Cómo se te ocurre volver a estas horas? ¿Es que no te preocupa lo que pueda decir la gente?
—Iba con mi novio. Nadie hablará mal de mí.
—Todo el mundo lo sabe; sin embargo, tus padres, que deben ser los primeros en consentir tu relación, permanecemos ignorantes.
—Mañana va a venir a pedir mi mano.
Su padre llevaba horas preparando la confrontación, así que siguió con la bronca que ya había estallado, sin saber aún de quién se trataba.
El pobre Salvador no pudo enterarse de lo que aconteció la noche anterior. Apareció muy arreglado, peinado y lleno de ilusión en casa de los que pensaba que serían sus futuros suegros. Llamó a la puerta, esperando que le abriera su amada Teresa, pero, para su sorpresa, quien le abrió fue su padre.
—¿Qué pintas tú en mi casa?
—Venía a conversar con usted y con doña Carmen.
—Pues nosotros no deseamos hablar contigo ni con nadie de tu familia.
—Pero señor…
—Ni señor, ni nada, que te marches de aquí.
El pobre Salvador se marchó sin entender lo que ocurría. Sabía que sus padres y los de Teresa llevaban años enfadados, pero no se imaginaba que era para tanto. Volvió la cabeza y comprobó que su amada Teresa estaba detrás de los visillos, en la planta superior. Él no lo podía saber, pero tenía lágrimas en los ojos y el corazón roto.
En cuanto el padre cerró la puerta, la llamó con un grito que provocaba escalofríos.
—Siéntate. Quiero hablar contigo. No voy a consentir más devaneos con ese mequetrefe. Te aseguro que, para tener relaciones con él, tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
—Pero, padre, tampoco será tan grave lo que ocurriera en el pasado. Además, sea lo que sea, han transcurrido muchos años y el paso del tiempo enfrían los resentimientos.
—¡Cállate! No voy a consentir que ninguna hija mía me diga lo que debo sentir o pensar. No te he llamado para discutir. Sólo quiero informarte de que el señorito Enrique nos ha pedido tu mano, porque desea casarse contigo. Una consideración como esa no se puede rechazar. He aceptado y la boda se realizará el próximo ocho de septiembre en la iglesia de San José.
—Sí apenas he cruzado unas palabras con el señorito. No voy a casarme con él. —dijo con determinación.
—Tú harás lo que yo diga y punto.
El ocho de septiembre amaneció con un día con un ambiente pegajoso, irrespirable y bochornoso, a pesar de ser final del verano. Muchas de las amigas y familiares de Teresa estaban en su habitación para vestirla y arreglarla para un día tan especial. Todas reían y bromeaban, pero la novia no podía sentirse más triste.
Su amiga Leonor se las apañó para quedarse a solas con ella. El espejo de la habitación de sus padres reflejaba la imagen de una bonita novia, pero de una persona infeliz.
—¿Qué te pasa? Deberías estar radiante y, sin embargo, te veo muy triste.
—Hoy es el peor día de mi vida. Me veo obligada a casarme con el hombre que no amo y a no volver a ver al dueño de mi corazón. El problema, además es que estoy embarazada. Tengo tres faltas y cuando el señorito se entere, nos matará a mi hijo y a mí.
—¡Madre mía! ¿Cómo no me lo has dicho antes? Voy a buscar a doña Lola. Ella sabrá cómo resolverlo.
Doña Lola apareció poco antes de que tuvieran que partir hacia la iglesia. Leonor ya la había puesto al tanto de lo que ocurría y la mujer llevaba los avíos necesarios. Se quedaron a solas con la excusa de que le iba a aleccionar sobre los secretos de la noche de bodas. Con rapidez le introdujo algo en la vagina, una sanguijuela o qué sé yo, pero el caso es que le provocó dolor y, de inmediato, un leve sangrado.
—Esta noche, cuando el miembro de tu esposo entre por ahí, se producirá un sangrado más fuerte. Él quedará satisfecho de que ha cumplido con su trabajo. Cuando pasen los meses, el médico dirá que el parto se ha adelantado y asunto zanjado.
Teresa apareció en la iglesia con un impresionante vestido de satén de manga larga, que había costeado su suegro. Estaba bellísima, pero creo que fue la novia más triste que ha existido. El plan para la noche de bodas de doña Lola fue un éxito. También lo fue cuando llegó el momento del parto. Todos pensaron que se había adelantado. Aunque los médicos no son tontos, y saben cuándo un parto ha llegado a término y cuándo se finge…
Pasando los años, las habladurías llegaron a oídos del señorito. Conforme el niño iba creciendo, más desconfiaba de su mujer y tenía la certeza de que el crío no era su hijo. Teresa nunca más volvió a hablar con Salvador, pero su corazón le gritaba que lo amaba cada vez que se cruzaba con él.
Cuando comenzaron los disturbios previos a la guerra, don Enrique, el marido de Teresa, malmetió contra el pobre de Salvador. Él, que nunca había tenido ideas políticas, se vio obligado a combatir con los del bando que le tocaba. Al terminar la guerra, volvió al pueblo y don Enrique se preocupó de denunciarlo. Tenía verdadera obsesión con él.
Los vecinos le advirtieron contra el señorito, lo cobijaron y le recomendaron que se ocultara en la sierra. Escondidos en las cuevas había otros que, como él, intentaban escapar de la cárcel y la muerte.
Llegó un mes de septiembre como no se recordaba. El cielo cubierto de nubes fue la norma general durante días. Las fuertes lluvias provocaban cascadas e inundaciones en toda la sierra.
Teresa alegó que su madre estaba enferma para ausentarse del cortijo durante unos días. Se dirigió al escondite de la sierra en el que permanecía oculto su amado. Allí le confesó que nunca había dejado de amarlo y que su hijo sabría algún día quién era su verdadero padre. Le entregó una foto del pequeño que era exacto a él. En los días sucesivos, se repitieron las visitas, los abrazos y la satisfacción del deseo reprimido. Vivian cada minuto con la intensidad de lo efímero y lo prohibido.
No debió ser muy disimulada, porque uno de los días que Teresa acudió al escondite, don Enrique la siguió acompañado de dos guardias civiles. Cuando los descubrieron, dispararon sobre los dos sin hacer pregunta alguna.