91. La cosecha de la sombra

Adsodemelk

 

Un paseo por el olivar me ayudará a relajarme y a liberarme de la tensión. Como siempre. El hecho de que esté arrastrando un cuerpo debería ser irrelevante. Después de todo, la naturaleza no juzga. Los olivos, viejos y retorcidos, han sido testigos de la vida y la muerte durante siglos. Aquí, en la tierra que ha alimentado generaciones, donde el aceite fluye abundante y generoso, todo regresa al polvo. No hay preguntas, no hay culpas. Todo termina en las raíces.

El cuerpo pesa más de lo que imaginaba, pero el suelo del olivar, blando y mullido, facilita mi tarea. Las aceitunas caídas crujen bajo mis botas, y el suave sonido es casi reconfortante, un recordatorio de que estoy en un lugar familiar. Este olivar ha estado en manos de mi familia durante generaciones. Mi abuelo lo cultivó con sudor y esfuerzo y, antes que él, su padre y el padre de su padre. Es parte de mí. O al menos lo era, antes de que las cosas empezaran a cambiar.

No fue una decisión fácil. Nunca lo es. Pero no me dejaron otra alternativa. El cadáver está envuelto en una lona sucia, no encontré nada mejor. Intento no pensar demasiado en el rostro que yace debajo, en las manos que una vez apretaron las mías en señal de acuerdo y que ahora están frías. No puedo permitirme ese lujo. La culpa no tiene cabida aquí. No mientras los olivos susurran a mi alrededor, moviéndose con el viento, como si entendieran, como si aprobaran lo que estoy haciendo.

Arrastro el cuerpo más lejos, adentrándome en la parte más antigua del olivar, donde los árboles son más altos, las ramas más densas, y el suelo más oscuro. Aquí, la tierra es fértil, llena de la riqueza que los siglos de descomposición han dejado. No hay mejor lugar para enterrar algo que debe permanecer oculto, guardado por el tiempo y el silencio. El viento se arremolina entre las hojas, levantando el aroma dulce y pesado del aceite que impregna el aire, una confirmación constante de dónde estoy. Por un momento cierro los ojos, sintiendo cómo la tensión se alivia de mis hombros. Casi puedo convencerme de que todo terminará aquí.

Me siento finalmente en paz, al menos por unos segundos, hasta que un crujido detrás de mí me hace abrir los ojos de golpe.

Me giro bruscamente, buscando el origen del ruido, pero no veo nada. Solo los olivos, inmóviles en la penumbra. La luz del atardecer comienza a desvanecerse, filtrándose entre las hojas, deformándose en formas que proyectan sombras largas. Me obligo a respirar hondo. Ha sido un día largo. Estoy cansado, nervioso, y mi mente trata de engañarme. Nadie me ha seguido. Nadie sabe lo que he hecho.

Vuelvo a concentrarme en mi tarea. No hay tiempo que perder. Me inclino sobre el muerto, y verifico su estado innecesariamente. Levanto la pala que reposa sobre su cuerpo inmóvil y comienzo a cavar. El trabajo es duro, pero lo prefiero al silencio opresivo que me rodea. El sonido de la pala hundiéndose en la tierra me tranquiliza, me transmite la sensación de que tengo la situación bajo control, de que cada movimiento me acerca más al final.

Mientras cavo, no puedo evitar pensar en cómo llegué hasta aquí, cómo todo comenzó a romperse la mañana del miércoles, cuando por casualidad encontré aquello en uno de los añosos olivos. No sé cómo un día de brisa y sol que presagiaba una jornada tranquila, se convirtió en el inicio de un horror que ahora me toca arrastrar. El ejemplar parecía sano y en buen estado, pero en el tronco noté una mancha oscura. Como si la corteza hubiera estado sangrando. Me acerqué, intrigado. Era aceite, pero no como el que estaba acostumbrado a ver en la almazara. Este era espeso, casi negro, y olía a algo… podrido; un hedor insoportable que parecía el resultado de una larga fermentación en el interior del tronco. Intenté limpiarlo, pero la mancha solo se extendía, filtrándose por las grietas de la corteza, como si el árbol mismo estuviera supurando.

Esa noche comenzaron las pesadillas. La primera se presentó de forma abrupta, en medio de un sueño en apariencia apacible. Me encontraba solo a la entrada del olivar, en una oscuridad apenas iluminada por una media luna menguante. Caminaba en estado de alerta entre los árboles, como esperando algo, y la inquietud iba incrementando lentamente, hasta llegar a un estado de ansiedad insoportable. Entonces la tierra comenzaba a moverse bajo mis pies. Raíces, negras y retorcidas, emergían del suelo, envolviendo mis piernas, arrastrándome hacia abajo. Intentaba gritar, pero ningún sonido salía de mi boca.

Me despertaba temblando como un niño, con el corazón latiéndome en la garganta. Y siempre, sin importar cuántas veces me repitiera que era solo un sueño, sentía que los olivos me observaban más de cerca en cada nueva pesadilla, sus ramas inclinándose hacia mí, sus sombras alargándose un poco más, un poco más.

Sacudo la cabeza, apartando esos pensamientos. No puedo permitirme distracciones. El agujero es lo suficientemente profundo ahora. Me giro hacia el cuerpo y lo empujo, haciéndolo rodar hacia la fosa. El golpe sordo que emite cuando toca el fondo resuena en el aire pesado del atardecer. Comienzo a cubrirlo rápidamente con tierra, intentando no mirar demasiado lo que estoy haciendo. Pero entonces, mientras cubro su rostro, algo me detiene.

Un destello en la lona. Algo brilla a la luz moribunda de la tarde. Me arrodillo y examino más de cerca el líquido pastoso que moja la tela. Es aceite. Aceite que gotea del cuerpo, oscuro y espeso como la mancha que encontré en aquel árbol. Mi corazón se acelera en pocos segundos, y retrocedo un paso, limpiándome las manos en los pantalones. Esto no es posible. Esto no tiene sentido.

El viento sopla de nuevo en el olivar, pero esta vez acude trayendo consigo un matiz distinto, un sonido que instantáneamente me hace ingresar en un estado de profundo desasosiego. No es el susurro habitual de las hojas. Es un murmullo. Bajo, casi inaudible, pero está ahí. Las palabras no son claras, ni siquiera son palabras, pero siento su significado calándome los huesos.

Miro a mi alrededor, tratando de encontrar el origen del sonido.  El murmullo aumenta de intensidad, como si viniera de todos lados a la vez. Entonces observo con un principio de pánico cómo los árboles comienzan a doblarse hacia mí, sus ramas prolongándose, acercándose. En ese momento me asalta un pensamiento, y me revela una información que ya sabía, algo que permanecía agazapado en algún rincón de mi memoria. No son solo árboles. Nunca lo fueron.

Corro. Mi mente grita que me aleje de allí, que lo deje todo atrás, pero mis pies se enredan en las raíces que emergen del suelo, finas y enroscadas como serpientes. Tratan de atraparme. Caigo al suelo, golpeándome la cabeza contra una roca. Todo me da vueltas, siento nauseas. Noto la sangre densa y caliente corriéndome por la mejilla, cayendo a goterones en el suelo, mezclándose con la tierra. El murmullo se convierte en un rugido.

Lucho por ponerme de pie, mis manos arañando el suelo en un intento desesperado por incorporarme y alejarme del horror. Pero las raíces me apresan, se deslizan por mi cuerpo formando curvas y vueltas en un abrazo asfixiante,  me arrastran hacia el agujero que he cavado, tiran de mí para llevarme. Intento gritar, pero el sonido queda ahogado por el peso del terror que me abate.

Con un último esfuerzo, consigo liberar un brazo y lo estiro hasta alcanzar la pala que he dejado clavada, de pie, apenas a un metro de mí, y con todas mis fuerzas, golpeo las raíces que me sujetan. El filo secciona varias de ellas, que dejan escapar el mismo líquido pringoso, el mismo hedor proveniente de las entrañas de los árboles, y por un momento, el agarre se afloja. Aprovecho la oportunidad y me levanto, tambaleándome, y salgo corriendo hacia la salida del olivar, tropezando, cayendo y levantándome de nuevo.

Las sombras de la tarde parecen perseguirme, avanzan ganando terreno, casi llegan a tocarme. Los árboles tratan de desembarazarse de la prisión de sus raíces. Sus ramas se extienden como dedos afilados que raspan mi piel. Siento el calor del aceite en mis manos, en mi rostro. Me resbala por los brazos, negro y viscoso, impregnando mi piel, mi ropa.

Llego por fin al límite del olivar, jadeando, con el cuerpo temblando de agotamiento y de miedo. Me desplomo en el suelo, incapaz de dar un solo paso más. El murmullo ha cesado, pero las sombras todavía me rodean, esperando, acechando. Sé que aún no estoy a salvo.

Y entonces, lo veo.

Junto al olivo de mis pesadillas una figura oscura se alza con pavorosa lentitud. Es el cuerpo que enterré, pero está de pie, observándome en silencio. Sus ojos, vacíos y oscuros, brillan con una luz que ya he visto antes.

Da un paso hacia mí, y luego otro.