
91. El olivar de la abuela
¡Ah! Que olor tan dulce y suave. Muchas gracias, mmm, exquisito sabor.
Lo siento, no suelo derramar lágrimas. Sé que son momentos difícil, sé que muchos aquí hemos sufrido situaciones parecidas. Más recuerdos surgen espontáneamente; remembranzas de mi abuela en su olivar; cuando, entre finales de otoño e inicios de invierno, junto con mis primos, salíamos a recolectar la aceituna de este delicioso néctar. Ella, aún en su avanzada edad, molía el fruto con destreza, como si toda su vida hubiere hecho esa labor. Corríamos con mis primos por todo el terreno, competíamos por quién recoge más aceitunas; alegres jugábamos a la pelota, hasta que el crepúsculo nos avisaba la hora de entrar. Siempre había una botella con el brebaje, la comida sabía mucho más sabrosa cuando se sazonaba con aquel tinte de magnifico color.
La televisión no se encendía, los periódicos no llegaban a nuestras manos, cuando los adultos iban a conversar, salíamos a jugar. Todos saben que a los niños no se les arruina la infancia, que en nuestra mente y proceder se alberga el futuro del mundo. Nosotros, ingenuos, nos divertíamos a groso modo, sin importar el mañana, o las oscuridades del mundo. Aunque… sí, si me percataba de la tristeza de mamá, y de la preocupación de mi abuela. Mi papá se había despedido de nosotros, nos dijo que iba a volver pronto; que solo tenía que cumplir con su deber y regresaba (esa fue la última vez que lo vimos). Mamá, con una sonrisa en su rostro, pero con los ojos nublados, nos dijo que ahora viviríamos con la abuela en el olivar. Yo estaba feliz, me encantaba pasar allí. La ingenuidad, hermanos míos, la ingenuidad. Pero ¿qué se le puede pedir a un niño? Qué sabe un infante sobre las crueldades y las vicisitudes del mundo. Son pocas las ocasiones que salíamos a la ciudad, y cuando lo hacíamos; se veían rostros enajenados, caras de amargura y pesadez. La ciudad lucía lúgubre, desgastada, en las calles varios cráteres, unos cuantos edificios y casas con agujeros extraños. Mamá, que no perdía la sonrisa (más sus ojos decían algo diferente), aducía que la ciudad está en remodelación. Que todo se trataba de asuntos de gobierno, no hay de qué preocuparse. Aunque el olor era acre, como a plomo. Me sentía pesado, abúlico; no sabía por qué, pero la tristeza me invadía. Solo quería salir de ahí, llegar al olivar, a los brazos de mi abuela.
El humano es extraño, sufre de intempestivas, en su haber no conciben los problemas del mundo. Se enfrascan en tribulaciones absurdas, en conflictos innecesarios. Cuan fácil es dialogar, en llegar a convenios sin tanto dolor ni sufrimientos. Pero, qué más da, los que inician todo no pelean, ellos se sientan en sus butacas, fuman sus habanos y toman su whisky; dicen en los medios que ellos también sienten el penar del pueblo. Pero eso es mentira, maliciosos y viles; no sienten nada, ellos no sangran, no expiran. Solo ven la muerte de los pobres como bajas, como números. Eso somos, números, objetos inservibles, cosas, armas.
De qué sirven las muertes, en todo caso. La vida ultraja la felicidad; más el humano posee en sí la libertad para escoger el bien sobre el mal. Pero no lo hace. Prefiere excusarse en el progreso; sin embargo, no hay progreso sin bienestar del pueblo. No se puede hablar de progreso si otros deben sufrir ¿Qué daño puede ocasionar una abuelita en su olivar? ¿Por qué vemos con zozobra el porvenir? Un niño debe jugar alegre en el campo; una persona necesita la paz, poder trabajar con dignidad. Saber que su familia puede crecer con integridad.
La situación se hacía imposible de ocultar. Los llantos, los rostros de preocupación, la escasez de alimentos, eran evidentes. Mi abuela yo no vendía el aceite, los arboles perdían su brillo. La muerte rondaba.
Ya un poco más grandes; con escepticismo oíamos las excusas de mi madre para no salir a la ciudad. Los juegos mermaban, la melancolía aumentaba. Las aceitunas se marchitaban en el suelo. Aun lo recuerdo, tan vívido como aquel día: mis primos y yo caminando por el terreno, con nuestras varas, golpeando la maleza. Cuando de repente, en el cielo se escuchaba un estruendo, aletas golpeteando contra el viendo. Vi cientos de aves de metal surcando el firmamento; una de las aves desplegó un par de apéndices, y empezó a disparar. Corrimos desenfrenados, las balas nos seguían de cerca; los arboles fueron mutilados. Mi mamá nos gritaba para que entremos. Logramos llegar a la casa, la abuela nos condujo hacia el sótano. Por una pequeña ventana pude observar como el ave abría la boca y expulsaba un huevecillo color negruzco. Y todo se iluminó por completo. La casa se tambaleó. Esperamos, ansiosos, llorando. Cuando hubo silencio absoluto, salimos. Los árboles estaban muertos, la tierra marchita y árida. Nuestros ojos se nublaron, mi madre me agarró con fuerza de la mano.
Intentamos vivir lo máximo posible, pero ya no teníamos recursos; nos tocó mudarnos a la ciudad, a la demolida ciudad. Vivimos con nuestro tío, mi abuela no quiso abandonar su olivar. Murió después de unos años.
No pudimos darle un velorio ni entierro digno. En sus últimos años, intentaba revivir los árboles, recoger las pocas aceitunas que sobrevivieron; más el sabor ahora era amargo, y el color más oscuro. Mi madre se encargó de hacer los trámites; la enterraron sola, sin nosotros o un familiar. Solo un padre di un breve discurso, y pidió paz. En el cementerio, su lápida fue profanada, como las otras. Ni en la muerte hay tranquilidad.
Me enlisté en las tropas de la resistencia. Con furia combatíamos en los campos impertérritos. Asesiné algunos, vi a mis colegas morir en mis brazos, fui el encargado de dar las malas noticias a la familia; con decepción y sin derramar una gota de tristeza, recibían la notica. Todos estaban acostumbrados a la muerte, pululaba en todas partes; el hedor de sangre y carroña dominada el ambiente, antes fresco y dulce.
Me hirieron, me dieron descanso; más tenía que seguir activo. Fungía como guardia de uno de los políticos que quería perpetuar la lucha. Lo veía allí, regordete, con su buen vino y sus cigarrillos importados. Aunque mi corazón crujía cuando, aquel personaje siniestro, compró una botella del elixir que tanto anhele en mi niñez, lo cocinaba con ajos y lo untaba en un pan, con un vino blanco acompañado. Apretaba mi arma con fuerza, no saben cuántas veces quise descargarla contra ese personaje ruin. Estuve en muchas reuniones; se agrupaban entre siete personajes con las pecheras llenas de insignias; pero nunca les vi en el campo batallando. Reían (¿hay algo de que reír?), conversaban con la mesa llena de comida, bebidas y bocadillos. Tenían sirvientes. Contaban las muertes, planificaban; apostaban. Uno de ellos argumentó una forma de lucrar con todo esto. Otro adujó las pérdidas de infraestructura, y la economía mermada que sus bienes. La mayoría quedaron de acuerdo en unirse al bando ganador.
Lo demás ya lo saben: me recuperé, me lanzaron de nuevo a la batalla. Y ahora aquí, escondidos, las balas golpean las paredes; veo el sufrimiento en sus rostros. Y aun así, compartimos comida; seres de todas las provincias aquí reunidos. Nada nos separa, somos hermanos ahora, que importa el color, la edad, el género. Todos estamos escondidos de la maldad humana ¿Quién nos colocó aquí? No sabemos, ¿por qué peleamos? No es desconocido. Aunque, mientras la comida no falte, todo estará bien. Gracias, hermano, gracias por el pan y el vino; gracias por el agua y la carne cruda. Te agradezco, infijamente, que compartas un poco del brebaje exquisito de mi infancia.
Pero sé, queridos compañeros, que todo mejorará, que esto va a terminar algún día. Que en el horizonte, con el sol alumbrando feliz, los niños saldrán de nuevo a jugar. Que los árboles renacerán y la tierra producirá de nuevo. Que el olor dulce envolverá el ambiente.
Recogeremos de nuevo, queridos compañeros, recogeremos las aceitunas; el otoño acabará y con el invierno nacerá la esperanza; moleremos las aceitunas y el brote febril de ese elixir nos llenará de satisfacción y alegría. Sé que ahora todo parece desolado, que la muerte deambula a cada paso ¡Pero resistan! Que no falta mucho para recorrer de nuevo el olivar de la abuela y que los brazos de mi madre me reciban con amor. Para ver a los primos jugar a la pelota, treparnos a los árboles, ver el atardecer y las estrellas alumbrando el firmamento. No falta mucho, para salir de este agujero y reunirnos con nuestras familias, hacer comida deliciosa, cantar a la chimenea, agrupados, ya no por el dolor ni la guerra, sino por la dicha de estar todos juntos. No falta mucho, para que en el cielo, ya no haya aves de metal, sino blancas, de esperanza y amor. Para que los animales vuelvan a andar por los prados y que la paz reine por toda la ciudad.