
89. El futuro cabe en una oliva
Y me llegó el WhatsApp que estuve esperando toda la mañana: «Listo. Contrato firmado».
Por más que me niegue, no puedo dejar de preguntarme si estaré cerca del pueblo de mamá. «Era de un pueblo de la costa de Andalucía, pero no del Atlántico», fue lo único que papá me dijo un par de veces cuando le pregunté al pasar. A mamá no me animaba a preguntarle, prefería ni hablar las pocas veces que aparecía en casa. En realidad, de chica me daba mucha vergüenza y de grande me daba igual.
Nunca entendí cómo hizo para conservar su acento si se fue a Argentina a los seis años. Su papá, que enviudó cuando mamá tenía seis meses, no pudo seguir ocupándose de ella cuando murió Bernarda, mi bisabuela paterna. Seis años, seis meses… menos mal que no hay otro seis. ¿O será que con mamá está implícito el que falta? Los primos de mi abuelo se habían ido unos años antes allá lejos y un poco más allá al fin del mundo, como les gustaba decir, y como mi abuelo necesitaba a la familia para seguir criando a su hija, agarró un mapa para ubicar Buenos Aires. Qué sorpresa cuando vio que había una ciudad que se llamaba Córdoba y más cuando se enteró de que había un lugar en la provincia homónima llamado Cruz del Eje, lleno de plantaciones de olivos y con una fiesta del olivo, incluso, que coincidía ni más ni menos con la Noche de Reyes, el aniversario de nacimiento de Olivia, su única hija, mi mamá. Se llamaba Olivia por el personaje de Noche de Reyes, de Shakespeare. Eso parece que decía mi abuela. Yo creo que pudo ser también por los olivos de la tierra de mi abuelo.
—Mirá lo que traje para el balcón —escucho que dice Agustín, el Flaco, como le digo a mi marido que de flaco ya no le queda nada. Me doy vuelta y lo veo. No tenemos sillón todavía, solo una mesita con dos sillas. Pero tenemos un olivo en una maceta para el balcón. No un limonero. Un olivo. Justo un olivo. Por lo menos no me tapa la vista a la sierra, que era lo único que me importaba para no sentirme tan lejos de casa. Porque en mi Córdoba, no la ciudad de Andalucía, sino la de la Nueva Andalucía, como la nombró su fundador sevillano en honor a su esposa fallecida cordobesa, hay sierras.
El Flaco quería mar. En realidad, quería Biarritz porque me decía que le habían dicho que tenía algo de Mar del Plata, donde nació y vivió toda su vida hasta que se fue a Córdoba a estudiar para ser chef. Porque quienes viven en ciudades más chicas y Buenos Aires les da pánico, caen en Córdoba. Él jamás lo reconoció y siempre dijo que era porque le gustaban los profesores. Me consta que le gustaba una profesora en particular, la cocinera rubia bastante conocida en las redes sociales. Eso sí me lo reconoció cuando todavía éramos amigos, cuando nos juntábamos a estudiar y a probar recetas en casa antes de que empezáramos a probar todas las poses del Kama-sutra. Voy para allá, que el que vive conmigo es un vago que está todo el día jugando a la Playstation pero igual molesta, me decía y siempre agregaba, voy porque vos vivís sola, y para mí en realidad me decía dale, ¿no te das cuenta de que no está tan mal ser huérfana a los dieciocho? Pero si era huérfana desde los doce, porque papá se murió a los doce, mamá a los dieciocho, pero nunca estuvo, ni a los seis, ni a los doce ni a los dieciocho.
—No podemos vivir en el Mediterráneo y no tener nuestro olivo. Ya vamos a poder comprarnos una casa con algo de terreno para que jueguen nuestros hijos y ahí lo plantamos —y metió la mano por debajo de mi camisa para tocarme el ombligo. Tiene un trauma con mi ombligo, con lo que yo lo detesto.
Sí, él quería Biarritz, pero yo me negué. Yo no quería irme de Argentina, menos después de lo que vivimos en el Mundial pasado. Si somos el mejor país del mundo. ¿Pero no te das cuenta de que así no se puede? Allá vamos a tener todas las posibilidades que acá no tenemos. Por lo menos, si hay inflación, no va a ser de más del 110 % anual. Si hay inseguridad, por lo menos no te matan por un teléfono celular. Si hay políticos corruptos, por lo menos no son todos.
Y bueno, está bien, si no me queda nada en el mejor país del mundo, pensándolo bien.
—Pero no vamos a Francia. Vayamos a Andalucía, a algún lugar cerca de la costa, pero que no sea el Atlántico —me salió, aunque le agregué, ya en un discurso enteramente propio—: Vayamos a algún lugar que haya sierras. Yo tengo mis sierras y vos tenés tu mar.
—Pero no puedo hacer surf en el Mediterráneo.
—Tendrás que hacer SUP.
—¡Qué ganas de joder! ¡Si ni te gusta el aceite de oliva! ¡Odiás las olivas! ¿Cómo vas a ser chef en Andalucía?
Adiós, mejor país del mundo. Hola, país de mi familia desconocida. País de mi abuelo que dejó su Valle de Lecrín para vivir con una mujer que murió al poco tiempo. País de mi abuela y su pueblo costero sin nombre, de mi abuela de quien solo vi una foto antes de que mamá, en un ataque de histeria, la tirara al fuego de la chimenea un invierno a fines de los 90. País por unos meses nomás, aunque con el acento hasta la muerte, de una señora llamada Olivia que así como nunca supo ser mi mamá, yo nunca supe si tanto ir y venir se debía a que en algún otro lado había otras personitas que también le decían mamá.
—Estas mesas me gustan, tienen onda, ¿qué decís? —le pregunto al Flaco mientras acaricio con ambas palmas una mesa de madera.
—Ya te dije: la estética es tuya, el menú es mío.
—Pará. Si querés, la estética es mía, listo, pero el menú es de los dos. Andá que se te hace tarde para ir a hablar con ese tipo del Ayuntamiento. ¿Nos vamos a tomar unos mates a la playa después? ¿Qué decís?
Me tengo que acostumbrar todavía al contraste del blanco de las paredes con el cielo azul. Me encandila. Y a que el mar se asome entre las sierras. Me tengo que acostumbrar a tanto, en verdad. No sé si alguna vez se me irá esta sensación de sentir a mamá más cerca de lo que no la sentí nunca. Debe ser por estar pensando cada vez que voy a una playa si habrá paseado por esta mi abuela con su panza gigantesca rellena de mi mamá que ya tenía los óvulos entre los que estaba el que me formó unos años después. ¿Y si mis abuelos se conocieron en la que fuimos ayer a comer unos churros? ¿O en la verbena de alguno de esos pueblos como en el que vivo ahora en el que te encandila el contraste del blanco con el azul del cielo?
Pensar en mamá siempre fue sinónimo de una intranquilidad que me recorría el estómago. Y me sigue pasando lo mismo, pero lo peor no es eso, sino que ahora me pasa todo el tiempo y solo me animo a culpar a los chipirones. Qué culpa tienen, los pobres.
Y ni siquiera puedo averiguar nada que haga que deje de pensar si serán de acá o de más allá porque no tengo ni un mísero papel, porque ella se encargó de hacerme española apenas nací. ¿Para qué? ¿Para que sea como ella? ¿Y cómo es ella, además de abandonadora de hijos?
O capaz sí pueda averiguar algo.
—Buenas, ¿qué tal? Soy Jose, Josefa, en realidad. Con mi marido alquilamos el local de al lado, vamos a poner un restaurante. Somos los dos chefs, llegamos de Argentina hace poquito, te habrás dado cuenta por el acento…
—Se ven más argentinos que españoles por la calle…
—… Me imagino… Es que la inflación, la inseguridad, la corrupción… Está difícil… Pero, bueno, mi familia era de esta zona.
—¿De dónde?
—Ay, ¿cómo era el nombre? —Me da vergüenza no saber.
Mi abuelo nunca llegó a Cruz del Eje porque se enamoró de una descendiente de ingleses que conoció en la parada que hizo en La Cumbre antes de llegar a destino. Pero parece que esa mujer le hizo siempre el vacío a mamá, sobre todo después de tener hijos.
A decir verdad, capaz mamá no supo ser mamá porque nunca tuvo una. ¿Entonces yo no voy a saber ser mamá cuando tenga mis hijos correteando en el terrenito en el que vamos a plantar el olivo del balcón, como sugirió el Flaco?
—Escuchame, Flaco, estaba pensando una cosa. ¿Te acordás de Vicky, la ex de Nacho?
—¿Cómo no me voy a acordar de Vicky? Estaba más buena que comer pollo con la mano.
—Bueno, calmate. Vi por Instagram que está por acá. Capaz podría preguntarle hasta cuándo se queda y le decimos que se venga a cantar para la inauguración del restaurante, ¿qué decís?
¿Cómo se saca del cuerpo y de la cabeza el miedo a fracasar? A veces me gustaría tener un poco la inconsciencia del Flaco, no pensar tanto, no sentir tanto. Él va y pum. Yo lo pienso y me revuelve las tripas y ¿si no funciona? y ¿si no viene nadie, ni con Vicky, que canta y está más buena que comer pollo con la mano?, y ¿si no les gusta el menú ni las mesas porque acá no son nada cancheras…? ¿Por qué dejo que todo me afecte tanto siempre? ¿De dónde sale?
—Flaco, este budín de chocolate está increíble, te salió mejor que nunca —Y no pude ni esperar a tragar—. ¿Cómo lo hiciste?
—Ah, le puse aceite de oliva. ¿Viste que queda bueno?
Mirá si el futuro cabe en una oliva, a fin y al cabo.
—Jose, ¿podemos acelerar el temita del nombre del restaurante? Tenemos esta noche, que mañana tengo que presentar los papeles en el Ayuntamiento, ¿te acordás? Pongámosle Biarritz o Mar del Plata o Cruz Chica o El Paraíso de Cecil, lo que quieras, pero decidámoslo ya que prefiero hacer otras cosas a la noche.
—Podríamos ponerle La Olivia, ¿qué decís?