88. Raíces de sangre
El olivo en el patio de la casa siempre había estado allí, quieto como un anciano que ya lo ha visto todo. Mis padres lo heredaron de los abuelos y estos, de los bisabuelos. Era nuestro árbol familiar, un ser inmóvil al que nadie prestaba demasiada atención, más allá de la cosecha de aceitunas en otoño.
Una tarde, mientras podaba las ramas secas, noté algo extraño en la corteza. Un pequeño ojo, brillante como una gota de aceite, me observaba desde el tronco. Parpadeé, incrédulo. Me acerqué y, sin pensarlo, rasgué un pedazo de la corteza con mis uñas. Debajo de la corteza, en vez de madera, había piel humana.
Asustado, retrocedí, pero sentí la tentación de seguir desnudando el árbol. Mi mano no podía parar. Más ojos, bocas, y rostros familiares se asomaban entre las ramas. Reconocí las voces de mis antepasados, llamándome con dulzura.
Enloquecido, hundí las manos en el tronco, que se abría como carne fresca, y sentí una oleada cálida recorrer mis dedos. El aceite brotaba de sus venas como sangre espesa, tiñendo la tierra. Comprendí entonces, en un estado de creciente alarma, que yo no heredaría la tierra.
La tierra me heredaría a mí.