88. Los apagones de Guadalupe Mancera

Joaquín Ortiz Ortiz

 

La mañana de otoño tardío en la que Guadalupe Mancera vio su nombre estampado en   un libro de cantorales más grande que un abrazo, no solo se acordó del día en el que apareció   en el olivar de los frailes un ejemplar viejo    de la revista “Pronto”, sino que recordó que, por aquel tiempo,  estaba tan necesitada de milagros que los prodigios que se anunciaban  le llenaron la cabeza con tantos  delirios  que se quedó sin sitio para la realidad.

Siguiendo el rastro de sus propios recuerdos, llegó hasta la lejana noche de San Juan en la que un   remolino de jaramagos   se metió en la Casa de la Luz, se mezcló con los cables y fue reventando mecanismos de la central eléctrica hasta que el pueblo se quedó a oscuras.  Se acordó de que aquella noche, agazapada en las sombras del baile,  estuvo esperando horas a que   las venas cercanas al corazón le templaran el coraje, y se acordó de que cuando la boca se le llenó de esas  palabras que suben de peso cuando baja la claridad,   le dijo   a Jacobo Barragán que quería saber si sus labios  sabían a luciérnagas dulces.

Aquel fue el primero de los apagones que le cambiaron la vida porque,  cuando Jacobo se chocó con el aliento espeso de Guadalupe, se le cuadriculó el pulso como quien se traga las piezas del dominó y le respondió: “ No sé a qué saben las luciérnagas, prueba y luego me cuentas”.  Se buscaron con la ceguera de los topos para curarse de las torceduras de las tripas,  y con una ristra de besos enlazados como   canjilones de norias,   se dragaron el ansia    del fondo de las entrañas.   Cuando amaneció, no supieron regresar al sitio del que venían porque, para entonces, ni el mundo ni ellos eran los mismos.  A ella se le hincharon tanto las pupilas con el universo brillante que se encontró en las oscuridades de su pecho,  que se pasó días viendo solo salpicaduras de luces a su alrededor.  A él se le estiró el esqueleto porque los besos se le metieron entre los huesos hasta que el pellejo se le dio tanto de sí que, al amanecer, Guadalupe le pidió que se brochara la camisa para que no  se le vieran  los trompetazos  del  corazón.

No le dijeron a nadie que el aliento les salía empolvado porque tenían un ciclón en el pecho, no hizo falta,  el amor se les hinchó tanto que se les escapaba del cuerpo como las magdalenas calientes se salen de sus cazoletas. Se casaron sin ceremonias en medio de los olivares de los frailes en una mañana de aceitunas de verdeo.  A la hora del almuerzo, el manijero de la cuadrilla les dio dos anillos de alambre de cobre,  la llave de una casita adosada a los muros exteriores del convento y les dijo sin solemnidad que,  cuando el amor se   rezuma como el limo de los pilares viejos, no hay nada más que añadir.

El segundo de los apagones que cambió la vida de Guadalupe fue a la luz del día y le arrancó el alma a tirones lo mismo que se arrancan las zarzas. A Guadalupe se le apagó la vida la mañana que su marido se cayó de bruces cuando estaba quitando chupones de los olivos del convento.  El ultimo día que llovió, Jacobo se resbaló y se aventó contra el suelo con la rotundidad de los sacos de arena. Se destrozó la frente, se deformó sus hechuras de jornalero recio y cuando se levantó,  no solo no sabía distinguir lo que había vivido de lo que había soñado, sino que los remolinos del pecho se le asentaron hasta que se le hicieron  calma chicha.

Después de más de cinco años de sequía rabiosa, mientras los olivos se llenaban de espinos y de lagartijas, los labios de Guadalupe Mancera se llenaron   de besos crudos como picotazos de patos. Y cuando las cabras empezaron a saltarse por los corrales para mamar en las ubres de las vacas y los murciélagos se empotraban contra las cristaleras del convento creyendo que eran de agua, Guadalupe Mancera se cansó de rumiar decepciones y empezó a  hacer la digestión de sus desencantos de alcoba.

Por la época en la que los olivos solo daban esqueletos de aceitunas y los gorriatos se ahogaban  dentro de los cántaros, Jacobo Barragán perdió toda la profundidad de su hombría y se volvió   plano como los decorados del teatro de los frailes. En esos días,  Guadalupe  se quedó a merced de la añoranza y dejó de acostarse con Jacobo porque, no solo se cansó de sacarle los besos a tirones, sino que, en las noches en las que ella se ahogaba en sueños ardientes, los dos  amanecían encharcados en un sudor que apestaba a fondos de  tinajas.   Con la boca hinchada de besos podridos, se fue a dormir al otro cuarto porque cuando soñaba con olivos que entraban de puntillas a decirle  que  no había diferencia  entre un espantapájaros  y un jornalero sin recuerdos,  se despertaban apestando a coliflores  y  chapoteando en  un barrizal  de asperón. Por eso,  cuando a los olivos de los frailes se les abarquillaron las hojas de sed y cuando se le pudrió la paciencia de vivir sin los cimientos y sin los besos del pasado, Guadalupe aceptó con indiferencia que se montara un novenario de plegarias en medio del olivar del convento.  Y con la resignación atravesada en las costillas como quien come palos de escoba, consintió que se pusieran a rezar  debajo del olivo  en donde se cayó Jacobo  porque le dijeron   que los fantasmas del futuro ayudaban a remover el pasado.

Al poco tiempo, los que todavía creían en los prodigios, pusieron en medio del olivar del convento dos reclinatorios de felpa pelada, diez velitas tristes de parafina y media docena de rosarios de pobres  hechos con huesos de aceitunas. Y en el atardecer del día de Todos los Santos,  empujados más por rutina que por convicción, se arrodillaron para orar al lado del olivo en donde a Jacobo se le mustiaron los besos.  En esos días, alguien escribió en las paredes del convento que las rogativas funcionan como la presión de las ollas, porque   cuando parece que no va a pasar nada, te quemas con un chorro de vapor. Por entonces se habían celebrado tantos novenarios de plegarias en el término que, cuando el ritual solo era un orapronobis zumbante que hacía pensar que se  rezaba dormido, una tormenta de remolinos se metió en el claustro y  sembró los olivares de crisantemos rojos. Cuando las fotografías de la pintada y de los olivos con sarampión salieron en esos periódicos en donde solo hay sitio para lo insólito, empezaron a llegar camiones con reclinatorios aterciopelados desde todas las parroquias de la comarca, llegaron carros con miles de velas olorosas desde la diócesis, autobuses atestados de devotos y devotos atestados de fanatismo y de   fervor. Y después de tres novenarios de rezos ininterrumpidos,  de vómitos de purificación, de mareos transcendentes y de visiones místicas,  se nubló por fin.  Fue entonces cuando fueron a buscar a gente a jornal para hacer escapularios, fue por entonces cuando  los huecos de los troncos se llenaron con tantas velas que parecía que los olivos estaban bailando  detrás del tufo del humo; y cuando   tuvieron  que imponer turnos y restricciones severas  para entrar en el  olivar, entonces, empezó a llover.

Los primeros chaparrones trajeron procesiones de mendicantes de todo el país.  Por todos los caminos llegaban ríos de desesperados que acampaban en cualquier sitio   como una epidemia de  lunares verrugosos,     se agolpaban en las paredes de piedra del cortinal del convento esperando su turno  para pedir por lo suyo y,  después de días,   entraban en silencio, se arrodillaban en cualquiera de los cientos de reclinatorios diseminados por el olivar, pedían  para que lloviera  y para que se les enderezaran las torceduras  de sus cuerpos viejos; pedían  por sus males de amor,  pedían   por sus hijos, pedían   por su hacienda y volvían a pedir  hasta que los tenían que  sacar arrastrando.  Para entonces, todos los peregrinos que habían oído hablar de la incertidumbre de la memoria de    Jacobo Barragán y de la densidad de  los besos atrapados de  Guadalupe Mancera,  no solo dejaban  una ofrenda colgada de cualquier parte de los olivos, sino que se llevaban un puñado de hojas metidas en los bolsillos para ponerse  a salvo de los titubeos del olvido. Y así,  en pocos días y en un contagio descontrolado,  el olivar se alfombró de velas, se cubrió de notas manuscritas,  se llenó  de chismes  ortopédicos y se adornó con miles de escapularios con la imagen de una paloma;  y  cuando a los olivos les arrancaron todas las hojas y  se quedaron  en los palos, desgreñados   y   erizados de sed,  esa noche,  se le soltaron las costuras al cielo.

No dio tiempo a recoger ninguna de las ofrendas del olivar de los frailes porque, en cuanto empezó el diluvio, la lluvia que caía en las azoteas salía a chorros por los zaguanes, corría calles abajo desmontando el pueblo y amontonándolo en los bajíos del olivar del convento. Las aguas arrasaron los puestos de los oportunistas; se llevaron las tinajas de los alfareros, los mapas de los  cartógrafos, las bolas de cristal de los quiromantes, y después de dos semanas de lluvias sin orden ni medida, la  mañana en la que el olivar de los frailes amaneció como un lodazal  de manteca salpicada con todo tipo de cacharros, esa mañana, antes del amanecer, el prior del convento fue a buscar  a Guadalupe para decirle  que había aparecido pinchado en el barro del  claustro    un enorme libro de cantorales que llevaba impreso su nombre.

Por el tiempo en el que Guadalupe se fue a dormir al otro cuarto para no ahogarse de peste y de deseo contenido,  se encontró en  medio del olivar del convento con un ejemplar  raído  de la revista “Pronto”. Las hojas estaban comidas por las esquinas, habían perdido el color y estaban tan borrosas que solo se podía leer la sección de anuncios.  Por entonces,  Guadalupe estaba tan necesitada de milagros que creyó en la existencia de  recetas rezadas con las que te volvían a salir los dientes en las mellas antiguas,  creyó en los supositorios de eucalipto  que te ayudaban a entender el latín,  se maravilló con  las  estufas de queroseno que corregían los juanetes  y se gastó los ahorros de media vida para comprar un manual  de inventor de recuerdos con el que se aprendía a devolver el pasado.     Guadalupe no sospechó del engaño, no solo porque la gente del campo profesara una veneración sacrosanta por la palabra escrita, sino porque, para entonces,   la obsesión de sus pasiones atascadas le había cegado la intuición. Después de más de un año, la espera del manual le empezó a hervir en el pecho hasta que las fiebres le hicieron tiritar de impaciencia. Y sudando como quien se viste en un charco, se lo contó en confesión al prior del convento, y éste, atrapado por el dolor ajeno, se lo contó  al maestro,  y éste al médico, y el médico a los frailes enfermos, y los frailes con achaques se lo contaron  al prior  hasta que lo supo tanta gente que no solo se  convirtió en el secreto peor  guardado del mundo, sino que,  en la sala capitular, y sin que nadie supiera  qué escribir, acordaron crear un manual  de inventor de  recuerdos que se pareciera a un libro de cantorales.

Cuando Guadalupe se tropezó con su nombre en ese libro del tamaño de un abrazo sincero, no solo se acordó del día que se encontró la revista, sino que sufrió el tercero de los apagones que cambiaron su vida cuando vio que el manual estaba enteramente en blanco. Fue por entonces cuando decidió volver al cuarto de matrimonio para que los sueños le revelaran los secretos del uso de un manual mudo.  Y aunque cada día de los dos meses siguientes amanecieron oliendo a zorrera y chapaleando en un barrizal tibio de cal blanca, los olivos de los sueños se le presentaban siempre sin hojas, resecos y mudos hasta la noche que Guadalupe llevó a Jacobo al hospital de pobres del convento para que le quitaran una costra arenosa que le había salido de tanto sudar polvo de piedra pómez. Esa noche, sola en su casa y a oscuras,  los olivos viejos se le metieron en el cuarto,  le arañaron la cara con las bajeras, le llenaron las sábanas de aceitunas redondas y le dijeron   en los sueños que escribiera en el manual que el mundo que se vive no tiene que ser todo tuyo, y que los recuerdos prestados se pueden disfrutar  lo mismo que se gozan los perfúmenes ajenos; y eso hizo.

Fue entonces, yendo de recuerdo en recuerdo como quien salta de piedra en piedra para no embarrarse,  cuando  Guadalupe entendió que la vida no se hacía de tiempos, sino de momentos.  Aparejó a su mulo con el serón de esparto, y cuando las venas cercanas al corazón le calentaron el coraje, se vistió con la ropa de aquella lejana noche de San Juan y   se fue al hospital de pobres del convento a rellenar el pasado de Jacobo con recuerdos postizos.

-¿A dónde va usted vestida así?, le preguntaron los novicios.

– Voy a inventarle recuerdos a mi marido, al pobre se le ha quedado la vida a granel.

Aunque Guadalupe y su mulo entraron en el hospital restregando el serón por las paredes y tumbando las macetas del claustro, los frailes no dijeron nada porque sabían que esta mujer no llegaba de los olivares,  sino desde el otro lado de la fatalidad. Guadalupe se encontró a Jacobo limpio, sin costras, pero oliendo a zurrapa de aceite y con esos ojos grandes que tienen los que buscan su sitio en el mundo.

Con ropa sacada del serón y con la ayuda de los novicios, vistieron a Jacobo con un pantalón de  tergal, con una camisa de lino blanco remangada hasta los codos y con un sombrero de paja calado hasta las orejas. Y mientras Guadalupe   escribía en el manual  que lo único  bueno de tener el alma hecha cachinos  es que cabe en cualquier oportunidad, subieron  a Jacobo al mulo, y con la pausa de una procesión dolorosa, recorrieron los alrededores del convento  hasta que se detuvieron delante de esas cristaleras que los murciélagos se quisieron beber en los tiempos de la sed, y allí estuvieron hasta que Jacobo entendió que la silueta negra de jinete altivo, remangado y con sombrero de ala ancha que devolvían los ventanales, era la suya.

Y cuando era tarde para pájaros y  temprano para  grillos, con el reflejo del jinete  todavía clavado en la retina,  se tropezaron con un cartel de azulejos  de Nitrato de Chile.  Fue entonces cuando las emociones prestadas empezaron a entrar en la cabeza de Jacobo sin llamar a la puerta de la razón. “ Coño, ahí estoy , yendo pa los olivos”, pensó cuando   se reconoció en aquella silueta como quien se encuentra una foto vieja.   Y aunque a Jacobo le subieron por la espalda tiriteras dulzonas, solo supo decir: “El resencio  se me  está metiendo en los huesos”. Guiada por una intuición nacida de sus sueños,   Guadalupe lo ayudó a bajar del mulo,  le puso un poncho marrón de paño basto para el frío, le dio un palo de canela en rama para el amargor de boca y lo llevó andando hasta las puertas del cine. Cuando Jacobo vio que se anunciaba la película: “ Por un puñado de dólares”, se reconoció en las carteleras, se vio fumando con desdén, se vio seguro  debajo de  su poncho y comentó: “Ahí estoy, vigilando para que no nos roben las aceitunas”.  Y cuando parecía que el pasado perdido le empezaba a volver  a arcadas  como vuelven  las digestiones de pringue, se le cruzó el ánimo y dijo: “Qué difícil es encontrar lo que no sabes que estás buscando”.

Por eso Guadalupe lo llevó al olivar de los frailes a esa hora de la tarde en la que la luz empieza a conceder permisos discretos a la imaginación.  Allí se encontraron los olivos tal y como quedaron después del tiempo de la sequía, de las plegarias y de   las lluvias. Estaban   revueltos en un desorden de guerra, embarrados hasta la cruz, erizados y sin  hojas.  Y aunque Jacobo se le llenó la mirada con las tinajas pinchadas en el barro, con  los reclinatorios atravesados entre las ramas y con  las  miles de ofrendas que colgaban de potreras y chupones,  en el corazón solo le quedó sitio para  la imagen triste de aquellos olivos disfrazados  de almendros. Jacobo se reconoció en aquellos palos despellejados como quien se mira en un espejo porque a los dos le faltaba lo esencial, a unos las hojas y al otro los recuerdos; y entonces, viéndose a sí mismo como hacía años que no se veía,  le  dijo a Guadalupe  que un olivo deshojado era el mejor retrato suyo que había visto desde que tenía memoria.

Vomitando telarañas viejas se perdieron en medio de aquellos olivares en donde habían crecido, y cuando se acurrucaron debajo del poncho y de la oscuridad, Guadalupe le dio fuego al libro de cantorales y sufrió el último de los apagones que le cambiaron la vida. Esa noche se le apagaron los sueños del miedo, pero no solo porque los olivos vinieran rebrotando después de las lluvias,  sino porque a Jacobo se le escuchaban los trompetazos de los recuerdos debajo de la camisa,  y porque, siendo ya noche cerrada, con la voz cuadriculada como en aquella lejana noche de San Juan, Jacobo le preguntó que si se acordaba a qué sabían las luciérnagas dulces.

-No me acuerdo, le respondió Guadalupe embotada de emoción, déjame que pruebe y luego te digo.