86. El gigante

Amador Aranda Gallardo

 

El invierno en que el diluvio inundó los campos de olivos fue el mismo invierno en el que conocí al gigante. El otoño había sido seco y el pueblo miraba al cielo esperando la lluvia. Rezábamos por un imposible, por un milagro que nunca tendríamos. La imagen de la Virgen de los Remedios había salido en procesión; los costaleros la habían acercado a las primeras hileras de olivos pegadas a las casas para bendecir con su presencia los campos baldíos. El sonido de un tambor retumbaba en los olivares solitarios. Los árboles se secaban en una tierra que ansiaba el agua como un bebé el pecho de una madre ausente. Los ancianos leían los malos augurios en la tierra seca y las mujeres rezaban cada día en una iglesia abarrota de plegarías y de culpas, de luto por un muerto sin nombre. El pueblo llevaba meses pidiendo ese milagro que nunca llegaba, desesperado buscando una respuesta en un cielo mudo.

El año en que conocí al gigante el pueblo entero se preparaba para la recogida de la poca aceituna que escondían los olivos. Mi madre compraba y remendaba ropa de años anteriores para mi padre, sentada en la lumbre al oído de una radio vieja en la que escuchaba teatro clásico y noticias del mundo. Mi tía Carmen sacaba de las cámaras los últimos embutidos de la matanza y los colgaba en la alacena antes de sentarse a coser y acompañar a mi madre en las tareas y en la escucha radiofónica. Mi padre y mi abuelo lijaban las varas para que nos le hicieran daño al varear en los días de frío. La tierra olía a verano ya pasado, a calor por enfriar, pese a que el frío ya había entrado en las casas y el fuego hacía varias semanas que formaba parte de la vida en las cocinas. Olía a leña y a sudor, a los excrementos de los caballos que descansaban en la puertas atados a las argollas y a la orina que se vaciaba en los patios y en las cuadras. Mi abuelo Antonio, el día antes de ir al campo, preparaba pan duro para las migas y las cocinaba con virtud y paciencia en una sartén grande de hierro. Yo observaba atento, escondido, sin tarea asignada en una casa que siempre estaba viva como el fuego de la cocina.

El mes en que conocí al gigante descubrí que no quería ir a la aceituna, que quería estudiar, que quería salir del pueblo, que decepcionaría a mi padre, a mi madre, a mis abuelos: ellos veían en mí a la persona con la continuar su legado. El año anterior, mi vecino don Alfonso me había enseñado a leer y a escribir, y me había regalado para que practicara el libro Viaje al centro de la tierra, de Julio Verne, que leí más de cien veces. Ningún niño de la calle sabía leer. Mi vecino don Alfonso le dijo a mis padres que tenía que ir a la escuela con los mayores, que era listo y aprendía rápido. Yo me agarré a esa frase como a un clavo ardiendo para no seguir los pasos de mi padre y de mi abuelo, para no tener que vivir esperando la lluvia, para no tener que rogar siempre a un cielo que no respondía.

El día en que conocí al gigante mi padre había decidido que ese año iría a coger aceituna con él. Aprendería a varear los olivos y ayudaría a las mujeres a recoger la aceituna del suelo con las manos desnudas. También movería con los hombres las espuertas y llevaría el carro con los burros al molino. Mi abuelo me enseñaría a podar, me enseñaría con paciencia todas los trabajos que necesitaba el campo, me enseñaría a ser un hombre de provecho, un digno heredero de la sabiduría del campo, de la sabiduría de los pobres. Mi madre, antes de salir de casa, mientras la leche se calentaba en la lumbre, agarró a mi padre del brazo y le habló como nunca antes lo había hecho.

–El niño vale para estudiar, Manolo. Y el campo…,el campo, ya sabes cómo es el campo…
–Vamos a ver Esperanza, que eso de estudiar es pa ricos, no pa gente como nosotros. Estudia quien puede, no quien quiere. Como no se meta a cura…
–Alfonso me ha dicho que la República va a dar muchas ayudas para gente como nosotros, para que puedan estudiar.
–¿Y tú te vas y te lo crees? Los gobiernos siempre se olvidan de los pobres.

La hora en la que conocí al gigante pude ver como los temporeros y las temporeras llegaban de toda España. Apenas con lo puesto, apenas con una muda limpia que guardaban en un hato atado a la espalda, apenas con dignidad, caminaban hacía la casa de don Ramón, que ofrecía trabajo para el que venía de fuera. El gigante caminaba en soledad, arrastrando sus grandes pies por la tierra seca, como si con cada pisada pudiera enterrarlos y formar parte de esa tierra que lo expulsaba cada día de su amparo. Todos miraron al gigante y especularon sobre su altura: “Mide más de dos metros y medio”, decían los que esperaban en la puerta de don Ramón; “Yo creo que mide tres” dijo el señor Eufrasio, que apenas podía ver con los ojos llenos de cataratas. El gigante llegó a casa del señorito y se sentó con los demás temporeros en el suelo a esperar a ser contratado. Su piel era negra como la de las olivas maduras y sus ojos verdes como el aceite de una aceituna temprana. Su cara era triste como la de un animal abandonado. Y sus brazos, sus brazos eran largos, largos como las ramas de un olivo viejo que busca el sol para seguir creciendo.

–¿Pero habla español?–había preguntado don Ramón a mi padre con cara de pocos amigos.
–Parece que sí–le respondió–. Es de la Guinea y allí hablan español también.
–Bueno, pues nada, vamos a probar. Es alto y será bueno para varear. Si ves que no aprende el oficio lo echas, que aquí no somos hermanitas de la caridad.
–Claro, don Ramón.
–El problema va a ser que en el cortijo ya no cabe ni uno más. Allí no va a poder dormir.
–Pues sí va a ser un problema, don Ramón–observó mi padre.
–¿Usted no se lo puede quedar en su casa? En su casa hay sitio –afirmó don Ramón a mi padre, sabiendo que no podía negarse.
–Pues se lo tengo que preguntar a mi mujer, don Ramón.
–Pues pregúntele, pregúntele usted. Y, por cierto, a ver si este año me cogéis los olivos del tajo. Son los que están más cargados gracias al río.
–Don Ramón, esos olivos no se pueden coger, sabe que los hombres se juegan la vida. El tajo es muy peligroso.
–Bueno, vosotros lo intentáis. ¡Qué os cuesta!

El primer día de aceituna el gigante caminó por las hileras de olivos como si ya los conociera, tocando los troncos con sus manos desnudas, reconociendo los surcos en la tierra y mirando al sol de frente, sin miedo. Mi padre lo observaba. Sabía que esa misma noche el gigante dormiría en casa, que transigiría como siempre a las demandas de don Ramón, que el pan y el trabajo estaban por encima de la dignidad. Sin previo aviso, el gigante agarró con sus grandes manos las ramas de un olivo y empezó a moverlas sin la ayuda de una vara. Todas las aceitunas maduras cayeron rápido al suelo y las mujeres acudieron raudas a recogerlas. Era increíble ver como el gigante dejaba seco de aceitunas cada uno de los árboles, apenas con cinco o seis movimientos. Sus manos grandes no dañaban las ramas y, como si él mismo hubiera inventado la técnica, la perfeccionó a medida que avanzó en el trabajo. En poco más de una hora el gigante había hecho el jornal de cinco personas en un día.

–Deja algo para los demás–le comentó Cosme, otro aceitunero–. Que tengamos por lo menos para un mes de trabajo.

El gigante sonrió y ayudó a los hombres a quitar las hojas y las piedras mezcladas con las aceitunas, consciente de que si acababan pronto, cobrarían mucho menos.

La noche trajo al gigante a mi casa. La velas iluminaban el pasillo y dejaban entrar los primeros rayos de la luna en el patio. Mi madre no puso reparos a que durmiera allí. Lo haría en mi cuarto, que era el único en el que quedaba espacio para improvisar una cama. Mi abuelo y mi padre trajeron paja de la cuadra y mi madre una sábana con la que poder hacer un colchón. El gigante tenía que bajar la cabeza todo el tiempo si no quería golpearse con el techo. Subió las escaleras con la espalda pegada a la pared, doblándose al pasar por las esquinas, empujando su cuerpo que se quedaba atorado en las partes más estrechas. Daba la sensación de que la casa empequeñecía a su paso. El gigante parecía más grande tumbado en su cama, con sus enormes pies desnudos, imposibles de cubrir con una sola manta, como si fueran partes del cuerpo de otra persona. Era como en ese libro que me había prestado don Alfonso, Los viajes de Gulliver. Apenas me miró en toda la noche. Tenía sus grandes ojos verdes abiertos, ojos con los que miraba al techo, abstraído de todo pensamiento. Lo vi cerrarlos poco a poco, luchando contra la noche. Antes de dormir me habló.

–Buenas noches –me susurró apenas sin mirarme.
–Buenas noche –le respondí yo.

Dormí soñando con el gigante, como si al estar tan cerca pudiera habitar también mis sueños. Lo vi gritar en mi pesadilla, sufrir como nunca había visto sufrir a nadie. Me despertó un gran estruendo: el ruido de las puertas y las ventanas al cerrarse de golpe. Se había levantado un fuerte viento. Por la mañana todavía seguía el vendaval. Mi padre vino de la calle y comentó que era imposible caminar, que no se podía ir a la aceituna con ese tiempo. Todos en mi casa rezaron para que el viento trajera la lluvia a los campos. Pero el viento solo trajo más locura y desesperación, más ganas de escapar de ese infierno sin agua.

–El viento siempre trae cambios, esperemos que sean buenos–dijo mi abuelo Antonio mientras preparaba la leche en la lumbre.

Yo pasé toda la mañana releyendo en mi cuarto Viaje al centro de la tierra. El gigante estuvo tumbado mirando al techo. Lo observaba de reojo, más atento a sus movimientos que al libro. Él no me miraba, absorto en sus pensamientos.

–¿Quiere que le preste el libro?–le pregunté.
–No sé leer–me respondió rápidamente–pero gracias por ofrecérmelo.
–Yo aprendí hace poco, me enseño mi vecino, don Alfonso. Es fácil. ¿Quiere que le enseñe?
–No pierdas el tiempo –me dijo apesadumbrado–. Yo soy muy torpe. Lo único que sé es trabajar.
–No me importa perder el tiempo. Además, así me distraigo. Este libro ya lo he leído muchas veces.

El día en que empecé a enseñar a leer y escribir al gigante el viento susurraba palabras en los huecos de las ventanas. El gigante me escuchaba atento mientras le mostraba el abecedario. Seguía mi mano mientras yo guiaba la suya y escribía las letras. Su mano era enorme y la mía pequeña y diligente. En unas cuantas tardes empezó a leer palabras, después frases, y finalmente, párrafos. Los pocos conocimientos que tenía se los había transmitido a otra persona, otra persona que sería capaz de transmitir también sus conocimientos. Me sentí bien, muy bien, satisfecho al poder ayudar al gigante. Él me lo agradeció con un regalo. Con su primer sueldo le compró a mi vecino don Alfonso –el único que tenía libros en el pueblo– La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne. Yo lo leí muy rápido y tuve más claro que nunca que quería salir del allí, que quería ver mundo, conocer otros países, aprender otros idiomas. El gigante me había abierto un mundo nuevo en el que yo quería vivir.

–¿Tú crees que alguna vez podré ir a África? –le pregunté al gigante.
–Estoy seguro que sí–me contestó sonriente.
–¿Es bonita Guinéa?
–El país más bonito del mundo.
–¿Después de tanto tiempo sigues recordándola?
–Los recuerdos que guardamos aquí –dijo el gigante tocándose el corazón– son imposibles de olvidar.

Empezó a correrse la voz sobre mis méritos como maestro. A partir de ese día, tuve todas las tardes ocupadas. Niños y adultos acudían a mi casa al atardecer para que les enseñara a leer y a escribir. Madre y padre no pusieron ningún tipo de inconveniente sobre mi nueva afición y, poco a poco, empecé a enseñar a toda persona que venía a mi casa. Empecé a tener más clara mi vocación: quería ser maestro, quería enseñar a escribir y a leer. Quería aprender geografía e historia y lengua y literatura. Quería aprenderlo todo para después enseñarlo.

El gigante también ocupó sus tardes en pequeños trabajos. Los vecinos aprovecharon la altura del gigante para pintar sus casas sin necesidad de peligrosas escaleras. Algunos, como don Claudio, lo llamó para que cambiara un par de tejas rotas por el viento. La señora Cándida pudo por fin limpiar los recovecos de su escalera de caracol, que se habían llenado de telarañas. Don Justo le había encargado al gigante que le ayudara a mover el armario de luna para encalar su dormitorio. El alcalde había mandado al gigante que podara los cipreses del cementerio, inaccesibles con escalera. La señora Amalia que le ayudara a sacar las mantas para el invierno. El gigante siempre estaba dispuesto a ayudar a la gente. Cada vecino le obsequia con lo que podía: los más pudientes con algo de dinero; los más pobres, con comida o aceite.

El último día en que vi al gigante la temporada de aceituna estaba acabándose. Don Ramón nos había reunido a todos cerca de su cortijo para celebrar el fin de la temporada: el esperado remate. Todos comieron y bebieron alrededor de una hoguera en la que se asaban chorizos y morcillas, y en la que se cocinó un arroz. Mi padre estaba contento, bebiendo vino y haciendo bromas con el gigante. Don Ramón se acercó para despedir a los temporeros. Se dirigió al gigante.

–Me han dicho que haces trabajos a los vecinos.
–Sí, don Ramón, hago lo que puedo.
–Pues pásate mañana temprano por mi casa, que tengo un trabajo para ti.

El día en que desapareció el gigante el cielo se llenó de nubes negras. El gigante había salido temprano a casa de don Ramón. Yo lo oí despertarse y vestirse con sigilo. Nunca lo vimos más. Esa noche no vino a dormir. Mi padre fue a buscarlo a casa de don Ramón. Yo lo seguí sin que me viera.

–Don Ramón, me han dicho que el gigante vino esta mañana temprano a ayudarlo. ¿Sabe usted por dónde anda?
–Aquí vino, sí. Pero se fue pronto. Le pagué lo que le debía y ya no lo he visto más.
–Pero, ¿no tenía usted un trabajo para él? Mi hijo lo escuchó ayer en el campo. Le dijo que viniera temprano, que tenía una tarea.
–Yo qué trabajo voy a tener más, tengo el trabajo de siempre, los olivos, anda, anda…¡Dígale a su hijo que no se invente cosas!
–No le habrá usted llevado al tajo a recoger los olivos, don Ramón.
–Anda, anda, váyase usted ya, que está diciendo tonterías. El gigante se ha ido. Ha cogido su dinero y ya está. Un temporero más, como los que vienen todos los años.

Era noche cerrada cuando salimos a buscar al gigante. Fuimos al tajo pero no lo encontramos. Volvimos a salir al amanecer buscando su rastro. Todo el mundo en el pueblo sabia que algo malo había pasado. Que don Ramón había mentido. Era imposible que no se despidiera de nosotros.

Por la noche, todo el pueblo se reunió en la plaza y rezó por el gigante. Las velas iluminaban nuestras caras. Fui yo el primero que rompió a llorar. Después mi madre, también lo hizo mi padre y mis abuelos. Mi vecino Claudio y mi vecina Angustias también lloraron por el gigante. Y mi vecino Alfonso y los niños y las niñas del pueblo que lo habían conocido. Gemimos todos en la plaza y el cielo rompió a llorar con un gran trueno. Empezaron a caer gotas de lluvia sobre nosotros. La lluvia, que durante tanto tiempo esperamos, había llegado. Un diluvio divino que inundó los campos con un agua de vida. Fue un momento triste y alegre al mismo tiempo. Era como si el gigante nos estuviera diciendo desde el cielo que no nos pusiéramos tristes, que no llorásemos por él. Que la lluvia por fin había llegado, que nuestras vidas podían seguir adelante.

Cuando vuelvo al pueblo en verano paseo por los campos de olivos buscando al gigante. Me gusta, al igual que él, tocar con mi mano desnuda los troncos de los olivos. Sentir la tierra en mis pies y mirar al sol inclemente sin miedo. En mis paseos por el campo encuentro al gigante. Lo veo en los olivos más grandes y más viejos. Imagino sus grandes brazos moviéndose con el viento y sus pies buscando la tierra como las raíces de los olivos centenarios. Veo su piel negra reflejada en las aceitunas maduras y sus ojos verdes en los aceites tempranos. Y también lo busco aquí, en mi corazón, donde guardo su imagen, donde guardo los recuerdos más profundos, los recuerdos imposibles de olvidar.