
85. El cante de la gratitud
La loca del olivar bailaba y cantaba mientras recogía la cosecha, dejando tras de sí una lluvia de risas. Sus compañeros la apodaron así. Cuando llegó a Jaén dijo haber ganado la lotería, y, de hecho, los olivares transformaron su vida en una mezcla de abundancia y excentricidad. En ellos, encontró el color de la esperanza. Años atrás, en su empobrecida isla, el hambre le pintó la cara de gris ceniza; al menos, así fue como el capataz de los cafetales lo describió cuando, en tono burlesco, la llamaba “negra de bemba ceniza”. Trabajó por años en las faldas de la montaña y vio aflorar el mismo color en los labios de mujeres y niñas que, como ella, recolectaban y apaciguaban el sonido en sus tripas con una taza de cacao en agua y trozos de pan caducado. Sin duda la tierra prodigiosa, con la magia de su aceite, borró ese pasado. Cada mañana, en señal de agradecimiento, repetía el cante que escribiera en honor al paraíso de la oliva:
“El oro verde de Andalucía,
bañó de sueños el alma mía.
Sus olivares me dieron vida,
bendita siempre, Jaén bonita”.