84. Vouvez

Esmeralda

 

La historia nos cuenta, que nació sin llanto, desde el primer hálito de vida,  dejo ver claramente la fuerza que nutría su interior. Ya era parte de su estirpe. Sensible, curioso, a diferencia de otros crecía más lento. Siendo un niño, descubrió ese sitio, en una de las montañas que rodean la isla, y eligió, como propio y siempre absorto, un lugar en lo alto de la costa sentado de cara al mar. Su piel mística, y agrietada se curtía con el canto salado de las olas. Aprendió sabiamente la lectura del océano, en su oficio de pescador

El mar en sus pupilas reflejaba la inmensa isla de Creta. Amaba su isla y la pesca respetuosa. Desde niño Lanzaba aquella red, como quien entrega toda sus esperanzas y recibía lo necesario, agradecido de los dioses.

En el retorno al atardecer, empujaba la barca, hundiendo las plantas de sus pies bajo el arena mojada, como si cada huella dejase un molde, la típica marca que solo le pertenece a un hombre  de mar.

Cierto día en su bote, hipnotizado por el canto que siempre lo acunaba, le pareció divisar una forma diferente, saltando sobre el océano. Pensó en delfines, o peces voladores, y se mantuvo a distancia, hasta el instante en que desapareció. Levantó su mirada al cielo y sorpresivamente, vio una joven  nadar entre las olas, apareciendo de manera intermitente como en un juego de niños.

Pasado unos instantes, le pareció ver que enviaba señales de luz como si un espejo del sol, tratara de descifrar una clave. Remó, suavemente mar adentro y quedó enceguecido por los destellos de unas piedras en la tiara de aquella joven.

Tal vez se había dejado llevar por el mar, y perdió su rumbo, buscaba ayuda con su reflejo, o quizá, tan solo danzaba. Pero la curiosidad fue más poderosa y sin dudar remó hasta ella. Como un espejismo cualquiera provocado por la sed, se dio cuenta que ya no estaba.  Supuso entonces, que la intensidad de los rayos, le había provocado un espejismo y decidió retornar.

Se dejó caer suavemente sobre la proa, tomó los remos y al virar la barca de manera abrupta,  algo salto del agua y repentinamente, y dando una voltereta en el aire, la cola desapareció y cayó justo adentro de su bote. Con el impacto se golpeó la cabeza, y brotó sangre de aquella  piel blanca envuelta en su cabello rojo, las pupilas verdes se clavaron en el azul de los ojos del pescador.

El joven bajó la mirada y la ayudó a sentarse en la barca. Desconcertado y sin rumbo claro solo atinó a remar hasta la orilla, pero al verla, joven y vulnerable temió por ella. Los fenicios, si la hallaban, verían en aquella joven la mercancía para sus mejores tratos. El joven le advirtió que no era el mejor lugar para quedarse, una ninfa, o vestal sin importar la procedencia corría peligro en la ciudadela sin un sirviente que la acompañara pues a diario veía, como eran vendidas en el mercado.

Nerea, ignoraba el mundo, su sabiduría, terminaba lejos del templo. Ahora, solo podía confiar en aquel desconocido y sin más dispuso que fuese su guía, y su guardián hasta el atardecer hasta entonces, la dejaría en el mismo punto en el cual la había hallado en medio del mar.

Sus ojos grandes y ovalados brillaban con un verde intenso, pero aún su respirar no volvía a la calma. Vouves, de piel curtida, llevaba marcas consigo. En su templanza eligió aceptar el trato y la condujo a la ciudad. Al llegar al mercado, Nerea cambió uno de sus anillos por una capa, y se cubrió con ella.  Estaba deslumbrada y aspiraba las esencias, los aceites, veía todo por primera vez, Se sonreía en los espejos de plata y el pescador la veía hipnotizado al punto que le era difícil seguirle el paso.

En medio del ruido y la algarabía de la música, no se percataron que estaban siendo observados. Bebieron del mejor vino, probaron manjares que ofrecían los mercaderes y avanzaron mucho ya que el tiempo se acababa. Nerea no deseaba despedirse pero volvió la vista a la costa y sabía que había que regresar. Una anciana, que permanecía sentada al final de la feria, vio la pureza de aquellas almas. Con su pequeña voz los llamó y les ofreció un brebaje muy especial, una vez que lo bebieron, ungió sus frentes con él, perfumándolos con un toque de sándalo dulce. De esta manera bendijo y auguró la unión de aquellos por siempre de la forma más pura y eterna.

Ella tomó sus manos curtidas, y las entrelazó a sus blancos dedos, sonrió tiernamente para que sus destinos se encontraran en un espacio y tiempo sin fin. El sostuvo sus manos con el respeto y el cariño tímido de quien no podía creer tantas cosas en un día. Sin darse  cuenta algo los atrapó, sus manos se vieron atadas por lazos de cuero. Era inútil forcejear, los destinos serían vendidos como esclavos por los fenicios. Cualquiera podía ser el puerto, Egipto, Africa, Oriente o ser eliminados por los bárbaros.

Sin tiempo a pensar el joven quiso enfrentar a su verdugo, quien los empujo echándolos por tierra, y atando sus cuerpos a la carreta, emprendió la rápida huida cargada de telas, especies y otros animales; causándoles varias caídas. En un segundo intento Vouvez, trepó por encima de la carga y fue reducido a latigazos cayendo a un costado del camino.

La bestia lo cargó nuevamente e igual que un costal fue a dar entre sacos y vasijas. Nerea, tenía lastimados los pies y aunque moría de sed, seguía llevando consigo el brebaje.

La noche, sin estrellas pesaba sobre los dos y el bandido hizo un alto para descansar y se apartó encendiendo una fogata.  El mercado de esclavos estaba a un día de camino y sería otro día muy largo.

Nerea, pidió perdón al joven, solo había causado su cautiverio y el destino de esclavitud. Pero en cambio, él prefería seguir atado junto a ella, para poder cuidarla y prometió hacerlo para que nadie los separase.

Había enunciado su promesa y permaneciendo unidos, vió iluminarse una forma azul brillante, iridiscente, algo parecido a la naturaleza del mar. Ninguna vestal podría retornar al templo de la Isla invisible si huía por su propia voluntad. Sería entonces, condenada al exilio y aquel humano, que la tocase ardería en medio de una gran fogata.

Más, sus destinos eran únicos y la suerte no existiría sin la palabra sagrada del tiempo. Cada vestal era cuidada y acunada desde niña, por una nodriza, un ser puro que las cuidaba, educaba y transformaba en el ser de luz al que llegarían a ser. Así en vela, llegó el amanecer con los rayos enrojecidos sobre sus cabezas. El represor los volvió a levantar de un latigazo y continuó camino hasta el otro lado de la isla, sin agua y a pié , la sed los derribaba constantemente y nuevamente el estallido del lazo contra la tierra, los hacía caminar cada vez con más dolor.

El sol estaba próximo a caer nuevamente, y se cruzaron con otra carreta en el sendero de la costa. El esclavista, no quiso detenerse pero bastaba ver los rostros caídos, para pedir ayuda. Cruzaron su carro con un saludo, pero su captor no quiso detenerse. Trataron de ofrecer comida y agua a cambio de una fogata. Los caminos no eran seguros y lo mejor sería acampar en el mismo lugar.

De la forma más renuente se negó a detenerse y acelerando su paso, los obligó a continuar el tramo aún con más esfuerzo, hasta volver a caer. Al arrastrar el cuerpo de ambos se detuvo y eligió encender nuevamente un pequeño fuego.

Sus almas seguían atadas como la soga que trenzaba sus manos, y la suerte no definía la palabra sagrada del tiempo. Su última mirada estuvo dirigida a las estrellas, solo deseo que la imagen de su hogar sagrado permaneciera latente en el recuerdo de su despedida. Nerea parpadeaba todavía, cuando una fuerza invisible en medio de la noche los levantó de un golpe. Como un nuevo despertar se sintió viva y entera, a lo que Vouvez le respondió de la misma manera. Fue así que se encontró cara a cara con su nodriza y envuelta en una capa de noche, recuperó la vitalidad, el tiempo era corto y precisaban escapar rápidos y en el mayor sigilo. A toda carrera huyeron hasta alcanzar el punto más alto de la colina. Su custodia se encargó de asegurar un sueño profundo para el tirano.

Al llegar al punto más alto, el amanecer se debatía con la noche, ambos planos eran diferentes pero el amor, era uno solo. Único e indestructible, de pie frente a la costa del mar, contemplaban la misma inmensidad que  los había predestinado. Tomados de la mano, bebieron el brebaje que la anciana hechicera les había obsequiado. Bebieron de esa infusión, que podía curar todo tipo de mal, sanar el corazón y bendecir el alma. Así también ungieron con sus dedos mutuamente el corazón.

Los cascos y gritos de la carreta se escuchaban cada vez más cerca, pero no les importó, solo se abrazaron y contemplaron la inmensidad. A llegar, el traficante, no halló nada, miro hacia el risco, y pensó que en una decisión absurda, seguramente pactaron arrojarse al fondo del mar. Despotricando, y maldiciendo continuó su camino y nadie supo más de Vouvez.

Desde la isla invisible y sagrada, la nodriza, entregaba al mar una perla negra todos los días, por el alma de Nerea y en su despedida liberaron una barca blanca en la noche rodeada de antorchas.

El tiempo pasó y cierto día, un viajero cansado, no hallaba una sombra que lo protegiese del sol y divisó desde muy lejos algo así como un árbol. Tal vez era un espejismo, más empleó todas sus fuerzas y notó que al pie de su sombra brotaba el agua de forma incierta. Sus hojas eran fuertes y duras, la corteza curtida por el sol culminaba en un fruto verde y ovalado

No halló cascada, ni manantial, pero al pié de su copa, recibió agua y protección. Dicho lugar en el que se unieron eternamente los enamorados, y recordado como el mirador donde Vouvez contemplaba el mar, dio nacimiento a un árbol de corteza suave y dura.  Sus frutos, se transformaron en un aceite exquisito. Los  esquejes de sus ramas, dieron vida a nuevos árboles que se volvieron famosos en la región. Así, nació «el Olivo de Vouvez», hasta hoy el más antiguo en el mundo. Bendecido por un amor cuyos frutos dieron vida a una esencia, que sana con la fuerza de su espíritu y encanta con el color de los ojos de Nerea.