83. El huerto

Olivia Belmonte

 

Había una vez un huerto de árboles frutales que estaba en medio de un gran olivar en el sur de España. El huerto se hallaba en una hondonada, entre dos colinas, por donde pasaba un pequeño arroyo. El dueño de todo aquello era un agricultor que lo había heredado de su padre, quien a su vez lo heredó del suyo, por lo que los árboles allí plantados eran muy viejos y se conocían desde hacía muchos años. Sí, he dicho que se conocían porque así era. Entre ellos se comunicaban con un lenguaje que solo las plantas pueden entender. El huerto de frutales se integraba a la perfección en aquel paisaje de hiladas infinitas de olivos que era el olivar, porque los olivos eran pacíficos y se llevaban bien con todas las plantas que crecían en él.

Había en el olivar un olivo muy viejo. Era tan viejo decían, que sabía hasta latín. El latín era el idioma que se hablaba cuando lo plantaron, ya hacía de eso más de dos mil años. Los demás olivos le tenían mucho respeto por su edad, por su sabiduría y porque eran sus nietos. Todos, antes de ser olivos, habían sido estaquillas sacadas de sus ramas. Por todo esto, lo llamaban el Abuelo y le hablaban de usted.

En el olivar había otro árbol muy anciano, pero no tanto como el Abuelo. Era un algarrobo centenario que estaba lleno de achaques. Se llevaba muy bien con el Abuelo y a pesar de su edad, daba buenas algarrobas. Esas algarrobas eran la comida preferida de un rebaño de ovejas que pasaba por allí de cuando en cuando. Era entonces cuando el olivar dejaba de ser silencioso y se llenaba de melodiosos balidos y cencerreos.

El huerto de árboles frutales que había en la hondonada se regaba gracias al agua del arroyuelo que por allí discurría. ¡Qué afortunados eran esos frutales! Cuando en pleno verano el sol agostaba los campos y los olivares de alrededor pasaban sed, ellos disfrutaban del agua abundante que les regalaba aquel manantial. Todo parecía paz y armonía en el pequeño paraíso terrenal que era esa finca. Aunque a veces la paz se interrumpía momentáneamente, cuando los árboles discutían por cosas que ellos consideraban importantes. El momento más conflictivo del año solía ser el otoño. Cuando los días comenzaban a acortar y las noches a alargarse, la mayoría de los frutales comenzaba cambiar el color de sus hojas dejándolas finalmente caer al suelo. Esto molestaba mucho a los naranjos y a los limoneros, que eran muy recatados y consideraban indecoroso dejar desnudas las ramas justo cuando más frío hacía. Los dos ciruelos que había, que ya eran viejos y habían vivido muchos otoños, hacían caso omiso de estas murmuraciones. De todos era sabido que los cítricos tenían un carácter bastante agrio que les venía de familia. Los almendros, que, por ser primos hermanos de los ciruelos, también perdían sus hojas, se molestaban un poco, pero por el carácter dulce de sus frutos, se les pasaba el enfado pronto y eran los primeros en florecer. La costumbre de dejar caer las hojas en otoño era una cosa que ellos, los de la familia Prunus, hacían desde tiempo inmemorial.

En un rincón del huerto, bastante alejado, la higuera seguía atenta toda esta polémica acerca de la senescencia foliar. Los demás árboles frutales no hablaban mucho con ella porque era la rara del huerto, nunca echaba flores. No tenía familiares plantados cerca, por lo que a veces se sentía muy sola. Ella también dejaba caer sus hojas al suelo cuando llegaba el invierno, pero nadie se había atrevido a recriminarle nada. Se pensaba ella que era porque se había corrido el rumor de que tenía mala sombra. La plantaron de una estaca una noche de San Juan hacía mucho tiempo y le había costado mucho echar raíces. Desconocía ella que su sola presencia provocaba sentimientos de envidia y admiración a partes iguales, por ser la única en dar dos cosechas al año y por ser nombrada, junto con el olivo y el granado, en el Libro de Libros, la Biblia.

Sucedió que un día notaron que las hojas del algarrobo, uno de los árboles más ancianos del huerto, comenzaban a marchitarse. El dueño de la finca, que también se dio cuenta, trató de salvarlo cortándole las ramas más enfermas y fumigándolo, para acabar con el hongo xilófago que se había apoderado de él. Nada se pudo hacer y acabó secándose. Una mañana vino una máquina, lo arrancó y se lo llevó para hacer leña. El Abuelo, que había estado plantado junto a él muchos siglos, fue el que más se entristeció.

A la mañana siguiente, el amo tapó el hoyo que había dejado el algarrobo y preparó el terreno con estiércol del bueno. Todo parecía indicar que el espacio que antes ocupara el algarrobo vendría a ocuparlo un árbol nuevo. Los sentimientos de duelo y luto en el huerto se fueron cambiando poco a poco por los de curiosidad y expectación. Hacía mucho que no tenían un vecino nuevo. Las dudas se despejaron la mañana que el hortelano plantó el arbolito nuevo. Lo trajeron dos desconocidos en un gran tiesto. Oyeron comentar que era un árbol muy de moda ahora, que venía de allende los mares, que ya estaba casi criado y que en cuatro o cinco años haría unos frutos muy hermosos. El dueño lo regó con mimo después de plantarlo y se quedó mirándolo. Tenía muchas ganas de tener un árbol como ese. Esperaba que agarrara bien, creciera fuerte y pronto diera muchos frutos.

Esa noche, cuando el huerto quedó en silencio, todos los frutales se pusieron a murmurar. Unos estaban enfadados porque hubieran preferido que el dueño hubiese plantado otro algarrobo. En verano, cuando caían las algarrobas al suelo venían las ovejas a comérselas y estercolaban la tierra a su paso que daba gusto. Otros estaban asustados y se preguntaban cómo podía estar un árbol de moda. Otros frutales le daban vueltas a lo de “allende los mares”. Todos se consideraban nativos y oriundos de la tierra en la que estaban plantados. ¿Cómo era posible que se hubiera plantado aquí en su tierra un árbol extranjero de más allá del mar? El ambiente estaba enrarecido aquella noche en el huerto. Todos observaban al nuevo con desconfianza. Por sus hojas parecía un laurel, pero no podía serlo. De todos era sabido que el laurel no da fruto comestible, solo sirven sus hojas para condimentar y hacer coronas. Y del nuevo decían que daría frutos en unos años.

El Abuelo, que por ser el más viejo era el más sabio, y por ser olivo, un pacificador nato, se dio cuenta de lo maleducados que estaban siendo con el arbolito. Ni siquiera le habían dado la bienvenida al huerto. Se dirigió a él con un amistoso saludo y se presentó invitándole a hacer lo mismo. Entonces todos callaron a la espera de sus palabras. El arbolito se presentó muy cortés diciendo que había nacido en unos viveros cerca de allí hacía unas tres primaveras.  También dijo que en el vivero había oído comentarios de que sus antepasados provenían de América y su nombre era árbol de aguacate. Apenas dijo esto, susurros de desaprobación se esparcieron por el huerto. Los de la familia Prunus (es decir, los albaricoqueros, melocotoneros, incluso los ciruelos) pusieron el grito en el cielo. Los cítricos, que nunca estaban de acuerdo con los Prunus, esta vez sí lo estuvieron. Argumentaban que el nuevo tenía un origen diferente al de ellos, que eran todos mediterráneos, y nunca le darían su rama a torcer a un forastero y mucho menos juntarían su raigambre. Un viento hostil comenzó a soplar con fuerza esa noche. En el huerto que ocupaba el centro del olivar había entrado algo peor que un hongo xilófago: había entrado la xenofobia.

Todos los olivos que estaban alrededor del huerto contemplaban mudos de asombro el triste espectáculo. Ellos no entendían de guerras y odio. Sus ramas eran símbolo de la paz desde que una paloma llevara en su pico una ramita de olivo para anunciar que el diluvio universal había acabado. El Abuelo se entristeció, y cuando le embargaba ese sentimiento se ponía a recordar tiempos pasados, cuando todo el olivar estaba en armonía con el cielo y la tierra. Algo en su corazón de olivo milenario se despertó. Comenzó a hablar a los frutales del huerto de la manera en la que solo un árbol con la paz en su ADN puede hacerlo. Empezó su discurso diciendo que todos eran hermanos porque formaban parte de la gran familia del reino vegetal. Añadió que el sol salía cada mañana para que todos ellos pudieran hacer la fotosíntesis juntos, sin distinción de su origen. Que la tierra no les pertenecía, sino que ellos pertenecían a la tierra. Se dirigió con semblante serio a los Prunus y les recordó el lejano lugar de origen de sus antepasados. Esta información era confidencial y solo era conocida por el Abuelo que, por saber latín, sabía el nombre científico de todos ellos y por tanto su origen real. Los melocotoneros, Prunus persica, y los albaricoqueros, Prunus armeniaca, bajaron sus copas avergonzados y arrepentidos. Hubo un pesado silencio en el huerto. El abuelo prosiguió dirigiéndose al naranjo que siempre presumía de ser el más mediterráneo de todos. Le recordó que, por su nombre, Citrus sinensis, sus antepasados procedían de la lejana China. Ni siquiera el granado, que presumía de ser de aquí cerca lo era, pues sus antepasados eran iraníes.

Todas estas cosas y más que no vienen a cuento, fueron dichas por el abuelo a cada uno de los árboles frutales, y todas estas cosas fueron oídas en el olivar. Y es que en el huerto se había cumplido el refrán que dice que siempre habla quien más tiene que callar. De los que allí estaban, solo el Abuelo y sus nietos tenían derecho a hablar y, por su naturaleza tranquila y pacífica, no lo habían hecho. Solo el olivar era natural de la tierra que habitaban. Lo decían los libros y lo decía su nombre, olea europaea, y solo el olivar era el símbolo universal de la paz. Sus ramas estaban hasta en la bandera de la ONU, porque todas las naciones aspiraban a estar unidas y en paz, como ramas de olivo.