
82. Renacer
Hacía tiempo que conocía la fecha exacta de su muerte.
La supo el día que se celebraba la fiesta del primer aceite, en el mes de noviembre, con los Santos y los Difuntos aún recientes, cuando, a los pies del castillo de Santa Catalina, con el verde del olivar alfombrando el valle y el olor de las almazaras perfumando el aire de la tarde, en la plaza de Santa María que enmarca la catedral, en la feria, entre aceitunas y olivas, catas y degustaciones, una maga o adivina, al echarle las cartas del tarot, le vaticinó su final, a temprana edad y no demasiado lejano en el tiempo.
Aturdida por el mensaje de la vidente, con sus palabras «tu final será pronto» martilleándole en la cabeza, deambuló sonámbula, tropezando con todos y cada uno de los viandantes, hasta llegar al arco de San Lorenzo y, desde allí, callejeando por los baños árabes llegó al mueso ibero para enfrentar su pregunta al príncipe y los lobos que allí reposan.
Solo el silencio milenario de la piedra contestó a sus demandas y pensando que tal vez el destino está escrito y que lo mejor es aceptarlo, se dirigió a un restaurante para quitar el susto y el miedo con un ajoatao con patatas y huevos.
Pero, crédula o creyente como era, dio pábulo a las predicciones de la maga y teniendo en cuenta la profecía, decidió no casarse para no tener ni pareja ni hijos a los que dejar en caso de fallecimiento solos y tristes; dejó el trabajo estable y aburrido que tenía en un Registro de la Propiedad; a partir de ese momento, trabajó lo justo para mantenerse, no para ahorrar y viajó, sin planificar, a aquellos sitios que los sueños y los cuentos de la infancia y de la juventud le trajeron a la mente: Paris, Roma, Venecia, Florencia, Madrid, Grecia, Lisboa … y, entre viaje y trabajo fue dejando transcurrir su vida en una especie de lúcida duermevela, en una nebulosa inconsciente a la espera del día final.
Los años, los meses y los días fueron pasando, primero lentamente, luego, cada vez más rápidos y, casi sin darse cuenta, aunque estaba anotada en todos los calendarios, se acercó la fecha señalada.
Entonces, dejó su último trabajo; puso a la venta su casa y sus muebles, con fecha de entrega cerrada; repartió el dinero obtenido entre sus amigos y parientes, como un regalo de día de reyes anticipado o pospuesto. y donó sus escasas alhajas, algunas de herencia, y las pocas joyas compradas, junto con la ropa y ajuar, a su único sobrino, guardando para sí el camafeo que tiempo atrás comprara en un anticuario en Palermo y dos monedas de oro que reservó para pagar la barca a Caronte y cruzar la Estigia, y, ya liberada, ordenó y dispuso su final.
Encargó, pagando por adelantado un funeral pobre, pero digno; eligió un ramo de crisantemos blancos y redactó su esquela y su epitafio; más tarde, compró un elegante vestido de satén negro, de cóctel, para su mortaja, y preparó su última cena, la cena de los días de celebración: percebes y huevos fritos en aceite de oliva extra de la variedad picual, acompañada con chorizo ibérico, regados con una botella de champan Sousas, que apuró lentamente mientras escuchaba, en el viejo gramófono, la melodiosa voz de Dulce Pontes.
Después, llenó a rebosar la bañera con agua caliente y sales de olor de la Toja, y se dio su último baño, y, al salir, como Cristo antes de la Crucifixión, se ungió con aceite de oliva, hasta dejar su piel de un verde brillante y resplandeciente, y ataviada con sus mejores galas, se tumbó a esperar el final.
Las campanas del reloj de la cercana iglesia fueron dando las horas, una a una, y ella las oyó en silencio, recordando su tiempo pasado, sus anhelos perdidos, sus sueños sin cumplir, sus días en soledad sin amor, sin nadie…
Cuando la música cesó, oyó a lo lejos los ladridos de los perros y, en el frío inmisericorde del amanecer, sintió a su gata acurrucarse a su lado, dándole calor y, poco a poco, el sueño la fue venciendo.
Se despertó sobresaltada con los rayos de un sol grande, amarillo y resplandeciente, de verano, que entraban por las contras entreabiertas de la ventana, deslumbrándola y, por un instante, dudó si estaba viva o muerta; pero los tirones del pelo de la gata reclamando su comida la volvieron a la realidad: el augurio de la bruja había sido falso y estaba viva.
Se sentó en la cama confusa; enojada con ella misma, enfadada con la adivina, con el destino errante y con todos los dioses y demonios que en el cielo y la tierra han morado y moran, después se acercó a la ventana y mirando al viejo olivo de la plaza, pensó en su incierto futuro: ¡había apostado todo a un mal sueño y había perdido!
Tomó un analgésico del botiquín para tratar de restañar el dolor de cabeza causado por la resaca, apurando de un trago los restos calientes que aún quedaban del champán y, con la cabeza escondida entre las manos, se sentó en la mesa intentando poner en orden sus ideas y analizar su situación.
Lo cierto, recapituló es que nada tenía ya: había vendido la casa, había repartido el dinero, había regalado las joyas … había perdido todo por un sueño, por una quimera sin fundamento, por una creencia tan estúpida como ella misma, por la absurda idea, la tonta esperanza de renacer.
Fue entonces, al encontrar la palabra que faltaba, renacer, cuando pensó que, tal vez, solo tal vez, la pitonisa no se había equivocado y en realidad no era su muerte la que había anunciado, sino el final de su absurda pervivencia, de su superfluo pasar, de su insulso vivir, o puede, que todo es posible, que fuera el aceite de la vida, el jugo de la oliva, como en la película, el que hubiera obrado un milagro de despertarla, y era ahora cuando, sin nada y sin nadie, tenía la oportunidad de renacer, de cambiar de vida, de ser otra… en otro lugar.
Sin nada en la maleta, que ya nada tenía, con el vestido de satén negro, para la fiesta que no para la mortaja, con las monedas de oro de Caronte y el camafeo como únicos tesoros, se dirigió a una de esas tiendas de falsos empeños que tanto abundan en tiempos de crisis, en las que se compra, con seriedad, seguridad y confianza, como reza su eslogan, al por menor, oro y plata y allí, tras regatear por su vida- en sentido literal- con el prestamista, consiguió una cantidad pequeña, pero suficiente para pagarse el billete de tren a un destino aún desconocido, pensando que, al final, las monedas habían servido a su fin: pagar el pasaje a la otra orilla.
Con el dinero a buen recaudo, guardado en el bolso, regresó a la que había sido su casa para recoger a su gata que, enfurruñada y malhumorada, como solo una gata sabe estarlo, la esperaba afilándose las uñas en los brazos del sillón orejero; tras una ardua y difícil pelea, a regañadientes y con varios arañazos, consiguió meterla en el viejo trasportín.
Para no perder los recuerdos, guardó en el pequeño bolso de viaje, como si de oro en paño se tratara, los restos de la botella de aceite «Verde esmeralda», el mejor aceite del mundo, derrochada en la cena de la víspera, luego, con la jaula de la minina en una mano y el bolso en la otra se dirigió a la estación de ferrocarril de Jaén, y, como era verano, tomó el primer tren con destino a Madrid para, desde allí, coger el trenhotel Francisco de Goya hasta Paris.
Cuando a la tarde de su presunta muerte, los oficiantes de Tánatos, empleados de la funeraria, llegaron a la casa la encontraron vacía, solo quedaban los restos de la cena y una botella de champan, también vacía, sobre la mesa, y la huella de un cuerpo sobre la cama deshecha y, pensando en una broma de mal gusto, o, pensándolo mejor, de no tan mal gusto, que al fin y al cabo el coste del funeral estaba ya pagado, regresaron al tanatorio contando lo sucedido.
Al día siguiente, tal y como figuraba en el contrato de compraventa, entraron en la vivienda los nuevos propietarios, contentos con la ganga encontrada y el buen estado del inmueble, por lo demás totalmente amueblado, aunque, eso sí, con la cama deshecha, el salón sin recoger y con pelos de gato por doquier.
Sus parientes y amigos que habían sido citados, de antemano y por telegrama, en uno de los mejores restaurantes de la ciudad para celebrar una comida, ya pagada, en su honor, sin saber nada de lo ocurrido, ni de la muerte ni de la resurrección, brindaron sin ella por su salud eterna, luego, a los postres, trataron de recordarla …sin éxito.
De ella, y de la gata, nunca más se supo. Hay quien dice que se la ha visto en Montmartre, con una boina parisina en la cabeza, al parecer vendiendo cuadros de otros pintores, que ella nunca supo pintar, como todo el mundo sabe. Otros dicen que la han visto dando de comer a las palomas en la plaza de San Marcos, pero eso es imposible ya que a ella nunca le gustaron las palomas; algunos, más alucinados, cuentan que la vieron tejiendo alfombras en un pueblecito perdido del Atlas, cerca de desierto…pero ella odiaba tejer, las manualidades y la arena.
Pero todo eso son solo rumores, cuentos de verano de veraneantes en las terrazas de los chiringuitos de las playas o cuentos de invierno de invernantes, al amor de las chimeneas, que, aburridos, hastiados como ella, sueñan, mirando el infinito mar de olivos, con un nuevo renacer.