80. Un día en el olivar

Elena María Pérez Romero

 

               Mi cuñado Juan era un enamorado de la naturaleza y en cuanto pudo se compró un terreno a poco más de 40 kilómetros de su vivienda habitual. Solía ir a regar los tomates, las lechugas, las cebollas y las acelgas cuando la tierra lo requería, porque en su “pequeño cortijo”  el agua brillaba por su ausencia. 

 

Es lo que tiene vivir en el sur de España, una tierra a veces árida y a veces empecinada en crear frutos que necesitan mucha agua, y como no sea que queramos aprovechar la que nos ofrece la cercanía  del mar… De la lluvia no nos podemos fiar.

 

Pero él estaba muy contento porque en sus cerca de 39.000 metros cuadrados, un señor muy inteligente hacía varios siglos se le ocurrió plantar olivos. Un árbol muy agradecido que apenas necesita atención para dar sus frutos. ¿Cuál era el problema a la hora de recoger las preciadas aceitunas? Que el terreno era bastante empinado. Que como no pusieran bien la maya, la pequeña criatura rueda sin descanso hasta la casa del vecino trescientos metros cuesta abajo. Menos mal que también plantaron vides, almendros e incluso construyeron un pequeño almacén donde mi cuñado guarda sus herramientas bajo llave, porque nunca se sabe.

 

Un año invitó a mi otro cuñado y a mi marido a recoger las aceitunas aprovechando el puente de la Constitución en diciembre. Se iban cuando aún no había salido el sol, y regresaban  ya con la luna. Así estuvieron durante cuatro días en los que mi marido siempre volvía de la misma manera:

Con la ropa como si se hubiese revolcado por el suelo, con más hambre que el perro de un ciego, agujetas hasta en el cielo de la boca, con ganas nada más que de ducharse y acostarse hasta el día siguiente. 

El primer día venía entusiasmado y me entretuvo un rato contando las peripecias acaecidas mientras recogían: que si se resbalaban con la maya y se caían, que si el viento era tan frío que más que acariciarte te acuchillaba, que si tenían que abrirse paso entre las ramas bajas para poder alcanzar las altas, que si se les estropeó la vibradora y tuvieron que buscar un taller para arreglarla, que si no habían parado nada más que una vez a comer un bocadillo después del café que se había tomado cuando lo recogió a las 6 de la mañana,…

Tras estar yo pendiente de todas sus palabras alrededor de una media hora, se detiene a mirarme seriamente y me pregunta:

  • ¿Te quieres venir con nosotros a coger aceitunas?
  • ¿Cómo dices? Pregunté yo sorprendida.
  • Que si te quieres venir con nosotros mañana a recoger aceitunas.

Y yo pensando, ¿de verdad me está preguntando eso? ¿Después de todo lo que me había estado contando? ¿Ir a un sitio a pasar frío, hambre y pesares sin tener necesidad?  Con lo agusto que estoy  en mi casa leyendo un libro o viendo alguna serie por la tele. ¿En qué cabeza cabe? Pues por lo visto en la de mi marido.

Por supuesto que le contesté que no iría. Y así transcurrieron cuatro días con el mismo patrón.

Ya por lo menos al segundo  día mi José se echó su propia neverita, cargada de cosas ricas y una muda para cambiarse del sudor del día. Porque por mucho frío que me dijera que pasaba, lo que se dice sudar, sudaba. 

 

Cuando dieron por terminada su labor de aquellos cuatro intensos días, fueron a una almazara cercana para convertir las olivas en aceite. Lograron recoger  en cuatro días 666 kilogramos, que cuando lo comentaron en el bar donde pararon a merendar les dijeron los lugareños que “eso lo recogían ellos en un día.” Pero para ellos, que era su primera vez, aquello era un logro. Ya cogerían más la próxima vez gracias a la experiencia adquirida.

A la hora del reparto, una vez regalado a cada hermano una garrafa de cinco litros, le tocó a mi José ocho garrafas de aceite recién prensado. Orgulloso porque él había colaborado en la recogida y después el traslado de los sacos, que por lo que me dijo pesaban más que un mulo ahogado, lo primero que hizo fue sacar un plato del armario, abrir una botella, oler el contenido con los ojos cerrados  y echar poco a poco el aceite, que parecía oro líquido al echarlo en el plato. Yo saqué la tostadora e introduje un par de rebanadas de pan cateto, cuando saltaron hacia arriba las saqué con cuidado y restregué aún estando  calientes un ajo, pues me gusta su sabor al mojarlo después en el aceite con una pizca de sal.

 Y no sé si sería por saber que lo que estaba tomando en ese momento, era la recompensa del duro trabajo de tres personas a las que conozco y aprecio, pero os puedo asegurar que me supo a gloria y desde entonces ya no deseo cocinar ni echar en mis ensaladas otro aceite que no sea ese.

 

Al año siguiente quisieron recoger las aceitunas de la otra cara de la montaña y me volvieron a invitar. Esta vez me dejé convencer más que nada por curiosidad, esa que dicen tenemos las mujeres en abundancia. Nos levantamos temprano, fuimos a un bar a tomar un café “pelao” y en marcha para el olivar. 

Nunca había visto un amanecer tan bonito, el sol fue subiendo con timidez entre las montañas, cambiando de tonalidad en cada nueva mirada, gracias a mi pasable móvil pude tomar algunas fotos, a la vez que respiraba el fresco aire de la mañana mientras el astro iba  alumbrando aquello a lo que teníamos que meter mano. 

La visión impresiona e impacta, te llegas a preguntar cómo es posible que no salgas rodando como una aceituna por esas laderas. Pero con los pies plantados y una mano en la rama, se queda una como clavada mientras acaricias las hojas y echas en la espuerta aquello que tanto juego daba.  

Me tuvieron que dejar unos guantes porque yo no venía preparada, y aunque me estaban un poco grandes, me las pude apañar para hacer el trabajo. Tenía que andar al inicio con mucho cuidado para no arañarme demasiado. Tenía miedo de meterme entre las ramas como los veía a ellos que hacían sin prestar atención a lo que se podía encontrar.

Al principio me dediqué a ayudarles a colocar las redes, a retirar las ramas que iban descartando y arrastrarlas hasta hacer un montón que más tarde quemarían en lugar seguro. Pero una vez acabado ese trabajo, solo podía quedarme mirando cómo uno utilizaba la vibradora, otro atizaba con una vara las que se negaban a caer y otro iba rellenando las espuertas como podía. Tras el primer árbol vino otro en el que aprovechamos la red puesta y nos entretuvimos menos tiempo. 

Pero a mí no me gusta estar parada mucho tiempo así que decidí ponerme a recoger aceitunas  por mi cuenta. Como ellos estaban con los árboles más grandes, charlando de sus cosas, yo me puse a  buscar los más pequeños y al principio les preguntaba por cada aceituna que recogía : si tenía el tamaño adecuado o si el color importaba. Al final todo iba a la misma saca, incluso las que estaban ya arrugadas. Y poco a poco le fuí cogiendo el truquillo y cada vez más rápido lo hacía. Hasta sabía por qué lado ponerme para esquivar las ramas que me querían arañar. Todo un milagro teniendo en cuenta el estado salvaje en el que se encontraban los árboles, que a los pobres nadie los había podado en años.

Después de cuatro horas de trabajo sin descanso paramos a tomar algo, tampoco se puede llenar el buche mucho porque si no, las ganas de trabajar se reducen. Mi vista se fijaba más, en aquellas que se querían quedar solas, y más empeño ponía yo en no dejar ni una en ese ejemplar para poder señalar  orgullosa que no quedaba ni una más que arrancar. 

Tras otras cuatro horas más de duro trabajo,en el que solo se paraba para beber un poco de agua, decidieron dar la jornada por terminada. Entre los cuatro recogimos las redes y las doblamos lo mejor que pudimos, llevamos los sacos al almacén y guardamos los cacharros hasta el siguiente día. Pero les dejé claro que conmigo no contarían, que con un día tenía más que suficiente para acabar rendida.

Para mí fue una experiencia única y me alegré  mucho de hacerla. Espero poder convencer el próximo año a mis hijas para que se unan, aunque solo sea por una vez en la vida.

 

Esta vez conseguimos superar los 1000 kilos,  porque como estuvo lloviendo solo pudieron estar tres días recogiendo, de algo sirvió mi sacrificio. Y aparte de tener aceite bueno para todo un año preparamos, con la receta de la abuela, unas pocas aceitunas de mesa para comer que poco nos duraron. 

 

Un día en el olivar de mi cuñado Juan, me hizo comprender que el esfuerzo merece la pena, porque la recompensa es inmensa, y también me hizo pensar en esos jornaleros que día tras día recogen cientos y cientos de olivos en otras haciendas, en el enorme esfuerzo que realizan durante muchos más días de los que yo creo que podría soportar. Quizás sean por mis más de cincuenta años, o quizás porque nunca se me dió la ocasión, hasta este día en el terreno de mi cuñado Juan.