
79. Raíces
Tras abatir al testarudo anciano con su gladio, el centurión introdujo el brazo en la oquedad del olivo y sacó el pergamino que, desoyendo su requerimiento, dejase caer. Envainó el arma, se recostó contra el tronco y leyó:
Tú, que a fuerza de galantear con el sol, la luna y las estrellas, comprendes el tiempo; altivo en el porte y llano en lo generoso, nunca dejes de alimentar a los hombres con tus arracimadas perlas, al igual que ellas son nutridas por el néctar que fluye por tus leñosas entrañas; y no mires, ni quieras entender, unos odios e iniquidades que no prosperarían de nacer como tú, con raíces insertas en la tierra en lugar de piernas.
Sin saber el porqué lo devolvió a su sitio. Miró los restos del viejo, le hizo una seña a sus dos compañeros y reanudaron la patrulla.
Aquella noche no pegó ojo, pensando sobre todo en la última parte. ¿Sería posible, que todos los males de este mundo tuviesen tan sencillo origen?
El cuerno sonó y todos se levantaron a una. Todos menos él, que seguía alternando la mirada entre sus piernas flexionadas y su gladio, que pendía al alcance de la mano.