
79. Patria de verde y plata
La estúpida rebeldía de juventud me condujo de mi Jaén natal, patria de olivos de verde y plata, a Noruega. Estancias Erasmus y noches eternas en antros apresando en alcohol esperanzas de imbéciles como yo; cerrando garitos al amanecer en esa promesa suspendida de una nueva oportunidad aún sin desperdiciar por el desagüe de la noche. Entonces conocí a Helen, otra Erasmus, y para cuando quise darme cuenta vivíamos en su apartamento en Oslo en un compromiso de coexistencia escrito con la caligrafía del amor. Su mundo era una estampa idílica, contraída por el frío, entre fiordos, ríos de aguas cristalinas, nieves y abetos, pero cuando pregunté a Helen por aceite de oliva fue como preguntar por la ducha a un beduino.
Tres mil trescientos kilómetros.
Helen trabajaba en un bar y yo le ayudaba. Con eso contribuía a los gastos del apartamento y calefacción, aunque mi corazón se congelara por la nostalgia. Yo, que rechacé trabajar con mi padre, bajo un cielo azul en su olivar de verde y plata, sereno y paciente, lo hacía ahora en un cuchitril con pestazo a fritangas de aceites insufribles y salmón.
Helen se percató de la tristeza de mi corazón escondido como el sol entre nubarrones de tormenta y un día, en el desayuno, me ofreció junto a la tostada un envase monodosis de aceite de oliva virgen extra. Si mi alma se hiciera líquida cabría en aquel envase.
Quince mililitros.
Observé la tapa. Líquido verde y puro de una tierra que llenó de sangre mis venas y entonces, como los salmones del país de Helen que regresan al río que un día los vio nacer, agarré mi mochila; esta vez no para morir, sino para renacer bajo mi patria de olivos de verde y plata.