78. El olivar

Markos Manchado Mateos

 

Veintiocho, veintinueve, treinta ¡Voy!

Mario siempre se ponía a contar sobre el mismo olivo. Su tronco rugoso acariciaba sus brazos, dejando alguna que otra hormiga posarse sobre él. Abrió sus ojos, se giró con un gesto brusco. Todo el mundo estaba escondido y Mario, cual perro al acecho, comenzó a buscar a sus primos. Los escondites cambiaban poco y siempre solían acudir a los mismos lugares. Lo importante era ser el más rápido para no picársela otra vez. A cada paso, su cuerpo se hundía en el suelo y sus huellas quedaban marcadas en la tierra seca del olivar. Mario adoraba esa sensación extraña, ese crujir de la tierra bajo sus pies.

Como cada año, los abuelos reunían a la familia en verano. Tras la varea y recogida de aceitunas, todo el mundo disfrutaba de una comida campestre en el cortijo. Para Mario, ese momento estaba marcado por el juego y el disfrute de los suyos. Para los abuelos, era la ocasión de mantener a la familia unida.