
76. Invierno: aceitunas heladas.
La luz de la ciudad: siempre esa luz poderosa…El sol se eleva por encima de la gran montaña nevada e ilumina la Cruz que se levanta regia sobre la ciudad. Al pie de la Cruz parece que todas las olivas la saludaran. El símbolo de la ciudad, visto por todos los aceituneros que ofrecen sus manos, sus ojos, sus brazos, sus piernas, sus corazones para recoger la aceituna.
Las manos heladas, las viejas manos gélidas, las manos trabajadas ateridas son como las ramas y los troncos de las olivas: retorcidas, con los nudos prominentes, fuertes. Llenas de hielo y frío. Llenas de esfuerzo, de tesón, de alma, de trabajo bien hecho. Las jóvenes manos, como las ramitas jóvenes.
Las mujeres arrastran los mantones. Cuentan historias, cantan, ríen… Al pie de una oliva hay un trozo de hielo. Llegan algunos pájaros y algunos rayos de sol que quieren calentar un poco. Al ritmo constante del vareo van cayendo las olivas llenas del aceite nuevo. Con los olores nuevos, con los colores nuevos. Recuerdos antiguos del pan con aceite.
Poco a poco se van colmando los cerones, las mujeres recogen las aceitunillas que escapan del mantón. Hombres y mujeres más jóvenes arrastran los lienzos helados con sus manos aun sin curtir. Y los hombres fuertes van amontonando el fruto.
La tierra fría se va empapando del sudor de los hombres y mujeres que laboran. También de alguna lágrima. Lágrima que brota del recuerdo de otros que antes empaparon la tierra de sudor haciendo la misma labor.
Y la Cruz vigilante. Como un faro que guía a todos, sin fe concreta, sin creencia determinada, solo con “la fe de mis mayores” que cantó el poeta. Y la ciudad bañada en la luz de los días de frío y aceitunas, de lienzos y vareo.