
75. Huele a chamusquina
La tarde de tormenta que a mi primo Angelito le cayó una granizada de estorninos, se dio la vuelta sin comprar el aceite de los dulces porque intuyó que algo grave estaba pasando en su casa.
Mi primo hacía un circuito por los pueblos serranos reparando máquinas de coser antiguas, y con un orden heredado de su madre, lo hacía con tal exactitud y puntualidad que algunos alguaciles ponían en hora el reloj de la torre cuando lo veían llegar. Pero aquella tarde, cuando vio cómo los relampagazos radiografiaban a los olivos y tumbaban a los estorninos, la garganta se le atascó con grumos de cal blanca y, sin atender a razón alguna y sin comprar el aceite para los pestiños, se dio la vuelta.
Cuando llegó a casa se encontró a su madre llorando sin consuelo porque por primera vez en cincuenta años de pastelera, había quemado los dulces. Pero no lloraba por los pestiños ni por el aceite, lloraba porque sabía que se iba a deshilachar hasta que su hijo se quedara huérfano delante de ella.
Desde esa tarde, a mi tita se le fue escurriendo la vida por grietas invisibles. Se le fue borrando el oficio de pastelera, se le fueron disolviendo las fechas y se le desmigajaron los nombres hasta que el mundo se le quedó a granel.
Y cuando parecía que la sangre le corría únicamente por la corteza, descubrimos que los días que la casa olía a aceite caliente y a la canela en rama de los pestiños, mi tita babeaba hilillos de añoranzas para advertirle a mi primo que, cuando la carcoma viniera a por él, se amarrara fuerte a los olores y al paladar porque eran los últimos rincones en donde esconderse.