74. Bajo el Olivar
Hay un olivar lejano e imponente en las montañas. Allá, ella y yo, nos reuníamos cada fin de semana para repasar los asuntos afortunados y grotescos que habían rodeado nuestras circunstancias: a veces allí consumábamos el amor.
Entre todo, lo más bello era nuestro silencio ante el ocaso: nos sentábamos bajo ese árbol, callados, en silencio, uno junto al otro, notando cómo esa naranja pintada al fondo del cielo se iba ocultando ante nuestros ojos, desapareciendo. Después de un centenar de atardeceres me sentí en la fortuna de entender que eran más valiosos los silencios que las palabras, al menos con ella.
Me contuve en un amor mortal juzgándole supremo e invariable. No presagié la fragilidad de nuestros pasos y todo terminó sumergiéndose en el pasado, en la carencia. Me abandoné, después de ella, en un mísero paso del tiempo. Ahora solo quedan pequeñas olivas en nuestro pasado lugar.
Ese olivar fue testigo y juez. Fue nuestra sombra, nuestra luz. Nuestro comienzo y nuestro final. El olivar sigue allí, impasible y eterno, a pesar de la humanidad que le contagiamos. Bajo ese olivar conocí la naturaleza imponderable de una mujer que me ha dejado quebrada la memoria.