
73. Un viejo llamado Raimundo Aceituno
Hoy te contaré la historia de Raimundo. El solitario del barrio, octogenario y mal humorado. Cascarrabias como las gallinas que empollan sin la ayuda del gallo que solo las pisa para procrear. Este hombre de sonrisa oculta y ausente, suele agitar su bastón para espantar a los niños que juegan a la pelota cerca de su casa. La verdad es que nunca fue bueno con los ruidos ajenos, mucho menos de los infantes. Le desagradan las visitas, por eso mantiene las cortinas cerradas de todas las habitaciones. Evita comunicarse con los vecinos y cierra los postigos temprano para irse a dormir. A veces pasan muchos días en que la casa se ve sombría y solitaria, tanto es así, que la gente piensa que el solitario anciano ha muerto.
Su casa es una edificación de ladrillos rojos con ventanas de madera oscura. Su jardín huele a jazmines en verano y a diamelos en primavera, época del año de la visita de mariposas que él no sabe apreciar. Su rechazo llega a tales extremos que es capaz de lanzar insecticida sobre ellas. El cielo citadino siempre regala un hermoso atardecer, cuando las flores lanzan su último perfume del día y los pájaros anuncian el ocaso. Las noches estrelladas cantan melodías desde las esferas para calmar su mente y aliviar su corazón, pero él no agradece ya que es un hombre que optó por aislarse de todo.
Lo único que le produce regocijo es aliñar el pan de marraqueta[1] con aceite de oliva que además acompaña con aceitunas frescas. Para Raimundo esto es un ritual: primero derrama aceite de oliva en un plato y agrega una pizca de sal y ajo en polvo. Unta el pan lentamente y le va dando formas a la masa remojada. Observa el color oro del líquido que se impregna en cada miga. Huele la preparación como animal en celo. Mete dos dedos en la masa para comprobar que la textura y humedad sean las adecuadas. Deja reposar unos minutos el pan, mientras saca una servilleta blanca que afirma en el cuello de su camisa para no manchar la ropa. Con su mano derecha vuelve a revisar el trozo de pan que se echará a la boca, a la vez que su mano izquierda acomoda el aceitero de vidrio. Recuerda que antes de comer, debe acompañarse con un fondo musical. Se levanta para encender un tocadiscos. Escucha la Sinfonía No. 9, Ludwig van Beethoven. Allí, sumerge su mente entre la música y el placer del paladar. Toma asiento y se apoya en la mesita de la cocina. Comprueba si el pan está listo para degustar. De a poco se echa una migaja, gimiendo de placer al tragar, suspira recordando las horas que pasaba en la cocina junto a su madre y abuela, ambas preparando pan con aceite de oliva en la merienda, mientras revisaban recetas de postres a medida para los comensales que llegaban los fines de semana. Su padre no participaba en la cocina, pero sí leía el periódico en la salita de estar y escuchaba la misma música que él.
Luego de haberse comido dos marraquetas remojadas en aceite de oliva, le invadió un pesado sueño que afectó la postura de su cabeza y dejó caer sobre el respaldo de la silla. Hasta que no aguantó más y decidió recostarse sobre un sillón cercano a la biblioteca donde conserva libros de su infancia, pero que había dejado de leer debido a la pérdida de la visión. Hay polvo en los estantes y uno que otro ratón merodea las repisas hurgando papeles sabrosos de historias para darle alimento a su la barriga. Tampoco es capaz de ver a los seres invisibles que habitan la biblioteca de su casa y suelen pasear en la cocina. Uno de ellos es Lucita, el hada-nieta de doña Rosa, el hada-abuela. Ambas viven ocultas en el altillo de la casa de Raimundo.
¿Por qué habitarían hadas en la casa de un hombre tan arisco respecto a las relaciones humanas? Justamente por lo mismo, primero porque ellas no son humanas y segundo porque al no haber otras personas se convierte en un lugar seguro sin que pueda afectarlas.
La soledad de Raimundo se remonta a su adolescencia, cuando quedó huérfano. Sus padres murieron en un accidente aéreo al cruzar el Atlántico, mientras él estaba al cuidado de su abuela paterna. No hubo consuelo para dicha tragedia, la pérdida fue muy grande, pero el amor de su abuela lo contuvo hasta su joven adultez y en la edad madura la muerte se hizo presente y también se la llevó. Esa segunda pérdida resucitó al muchachito solitario y desamparado que había sido, con ello su enojo con la vida lo convirtió en un hombre de muy mal carácter. Temperamental y antisocial lo llamaba la gente que lo ubicaba en el barrio. Nunca logró tener amistades en la escuela o en educación superior ni tampoco en su trabajo. Había perdido la empatía hacia los cuentos de hadas que su madre leía cuando era un niño pequeño. Su vida emocional carecía de afectos y no tenía ningún interés en cambiarla.
Fue así que apareció Rosa, el hada, en medio de un laberinto de malos pensamientos que lo mantenían absorto. Y aunque esta historia no es de Rosa, sino de Raimundo, te contaré quién es ella… ya que, a pesar de su dolor, ella no le guardó rencor.
Rosa, siendo adolescente en el mundo de las hadas, pidió permiso al olivar encantado del patio trasero para entrar al libro de recetas que era de la madre de Raimundo. Rosa practicaba la magia desde niña con una ramita de laurel bañada en aceite de oliva que sacaba en la cocina de la casa. Cada noche visitaba a Raimundo, quien también era adolescente, y se sentaba a la orilla de la cama para comer los trocitos del pan con aceite que él dejaba en el plato apoyado en la mesita de luz y, con ello, lo observaba roncar y desmenuzaba las migas de pan. Con ambas manos hacía bolitas de pan que pegaba en la nariz de Raimundo para hacerlo estornudar. En una ocasión, medio dormido dio un manotazo y alcanzó un ala de Rosa que dejó doblada. Ella al ver que no la podía agitar se enojó y a dos manos apretó la nariz de Raimundo para asfixiarlo. Cuando él abrió sus ojos, gritó:
—¡Qué pasa! ¡¿Qué eres?!
—Soy un hada.
—¡No existen las hadas!
Ella mordió su lengua y lanzó un trocito de pan en uno de los ojos de Raimundo, para distraerlo y poder arrancar. ¡Porquería de insecto!, gritó Raimundo, limpiándose el ojo aceitado.
A partir de esa noche el curioso Raimundo esperaba a Rosa, pero ella se escondía por precaución. A veces Raimundo la divisaba correteando por las estanterías de libros, pero la pérdida de confianza de ella, al ver su ala herida, hizo que pasara más horas oculta que visible.
Así fue como él la conoció.
***
Raimundo duerme y solo se escuchan sus ronquidos. Si estuviera despierto podría ver que Lucita (nieta de Rosa) espera que su abuela duerma y luego unta sus zapatos de hada con aceite de oliva para hacer más ligera la carrera de salto antes de volar. Podría ver cómo usa su magia de mandarina colérica y da vida a un elefante que ha llamado Trompeta y que forma parte de la decoración de la casa. O podría verla volar a través del largo pasillo del comedor que la lleva hasta la cocina donde saca cubitos de azúcar rubia que comparte con otros seres sutiles nocturnos como las luciérnagas del hibisco amarillo.
Raimundo es un viejo dormilón y ella aprovecha de sentarse sobre el brazo del sillón donde él duerme. Corretea por el respaldo manchando los cojines con aceite. Lanza humos mágicos de la pipa de su abuela que oculta en un bolsillo para molestar el sueño del dueño de casa. Es un hada muy traviesa y revoltosa que hurguetea todo lo que encuentra. Ella vuela en dirección a la cocina y saca cubitos de azúcar. Vuelve a volar a toda velocidad y amarra un lienzo sobre el azucarero, pero su movimiento se vuelve torpe y empuja el frasco con azúcar que se hace mil pedazos en el suelo. Raimundo despierta del enojo, corre a la cocina, resbala debido al azúcar y cae dando un grito de dolor que transforma en ira. ¡Qué diablos pasa aquí!, grita Raimundo encolerizado.
Lucita guarda silencio y se agacha detrás del azucarero. Es cuando el elefante de porcelana barrita al tiempo que jala a Lucita con su trompa. Ella pierde el equilibrio y bota el azucarero de cerámica que se quiebra sobre la baldosa y se mezcla a los cubitos de azúcar y trozos de vidrio. Tan pronto como puede, sube sobre el elefante para escapar, pero Raimundo toma el tortero y atrapa a ambos. Luego se agacha para observarlos más de cerca.
En ese momento, el hada Rosa despierta con los ruidos. Ve que Lucita no está en su cama. Se levanta de prisa, sospechando en los paseos culinarios de su nieta. Llega lo más rápido que puede a la cocina y descubre a su nieta y a Trompeta atrapados por Raimundo, quien los mira iracundo. Levanta su mano con ganas de aplastarlos, pero en ese momento Rosa se adelanta, dando un grito: ¡Alto Raimundo! Él, al verla, se siente confundido. Observa su ala encogida y recuerda aquel momento de antaño, cuando aun eran muy jóvenes.
—¡¿Eres Rosa?!
La furia en su rostro cambia a remordimiento. De forma súbita, caen lágrimas de sus ojos y dice:
—Pensé que jamás volverías.
—Libera a mi nieta y a su mascota.
—¿Es tu nieta? A ella sí, pero el elefante es de mi vitrina.
—Dije a los dos.
Muy despacio Raimundo levantó la tapa y los liberó, preguntando:
—¿Cómo es que todavía vives en esta casa?
Rosa guardó silencio, miró a Raimundo con tristeza y tomó la mano de su nieta. Luego ambas volaron con Trompeta y desaparecieron en el pasillo. Esa noche, algunas luciérnagas apagaron su luz solo por un momento para que Raimundo pudiera recordar la voz de su niñez.
[1] La marraqueta, también llamada pan batido, es un tipo de pan propio de Sudamérica, consumido principalmente en Chile, Bolivia y la costa de Perú.
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