72. Sainete de una subvención

Frank Castle

 

La secretaria del ayuntamiento no corría, casi volaba escaleras arriba hacia el despacho del alcalde. Aquella notificación llegaba directamente desde Bruselas de manera certificada y con la bandera de la unión europea impresa. Sabía que era importante, y se temía también lo que podía ser.

Cuando abrió sin llamar a la puerta, y casi sin resuello, don Antonio se asustó. Y eso que llevaba ya en el cargo veintiséis años consecutivos y había visto y vivido de todo. Ella se puso delante de la mesa, y abrió la carta frente a él con manos temblorosas, porque se veía venir lo peor.

La secretaria hacía tiempo que estaba advirtiendo que iba a ocurrir algo así. Hacía tres años que pidieron aquella subvención. Porque para un pueblo con 273 habitantes, tan lejos de la capital, y del resto de los pueblos que se encontraban a su alrededor, tan aislado y que solo vivía del campo y sus olivos, aquellas ayudas económicas podían convertirse en una oportunidad fantástica. Para crear empleo y atraer habitantes, que tanta falta les hacía y tan necesitados estaban, si no querían que el pueblo se fuera muriendo lentamente, por la despoblación y la diáspora de jóvenes a las ciudades.

El alcalde le ordenó que llamase a los concejales. Era urgente ver como abordarían aquella situación. Decidió que convocarían un pleno extraordinario con todos los paisanos del pueblo, para mostrarles y explicarles que decía la misiva que habían recibido. Porque lo que se les venía encima, era acuciante arreglarlo. Harían un “brainstorming” que se decía, para ver si así entre todos, eran capaces de buscar soluciones y poner remedio.

En la carta les comunicaban que en el plazo de cinco meses iban a mandar a un par de funcionarios de la comisión de desarrollo y medio ambiente, para comprobar in situ como iban los trabajos, las adecuaciones que hubieran hecho, y los procesos que deberían haber llevado a cabo, y para los que habían pedido la subvención. En los pliegos de petición fueron bastante ambiciosos, pero es qué si no lo eran, no iban a conseguir nada. Y total, el no ya lo tenían de antemano.

Habían proyectado canalizar el agua desde un pantano pequeñito que estaba ubicado en el término. Pero antes realizaron un estudio para comprobar que no afectaba ni a la flora ni a la fauna la extracción del agua que pudieran necesitar para el riego de los olivos. Además, se comprometían a cambiar a cultivo ecológico, para así poder tener una producción más sostenible y respetuosa con el medio ambiente.

Querían poner en marcha un pequeño hotel rural, que crearía puestos de trabajo, y daría a conocer la comarca, que giraría en torno al olivo, el aceite, sus bondades y beneficios. Y así de paso los turistas comprarían y se llevarían botellas de la cooperativa que les proporcionaría una publicidad magnífica.

Y pensando en el sector laboral femenino del pueblo, crear una fábrica de jabones, y productos oleosos, que aprovecharía la visita de esos turistas para poder venderlos, y que se hiciesen conocidos. Además de la venta por internet, el boca a boca a veces era la mejor propaganda.

Pero como ocurre algunas veces, las cosas se van dejando y no se hacen. No es que no quisieran, pero es que encima se habían atravesado elecciones el año anterior, con todo lo que eso conlleva y paraliza. Además, hubo cambio de gobierno. Bueno, cambio no del todo. El consistorio seguía igual, solo que la Hortensia, dejó de ser concejala, porque se había echado novio a sus cincuenta años.

Pero eso sí, la acometida del agua de riego desde el acuífero del pantano, la habían realizado y estaba todo canalizado, e incluso desde el verano anterior ya estaban regando los campos. Pero lo demás se había resistido. Y es que era difícil de emprender y arrancar con las labores de ejecución de las obras siendo un pueblo tan pequeño. Por supuesto, el dinero no utilizado aún seguía intacto, solo habían gastado lo de la canalización. Nadie podía acusarles de malversación de fondos. Pero si no presentaban resultados y trabajos realizados o en proceso, perderían la subvención y se verían obligados a devolverla.

Era finales de mayo, y se congregó todo el pueblo en la plaza de la iglesia. Parecía que fuesen fiestas, porque no faltaba casi nadie. El alcalde y la secretaria, con los concejales detrás con caras circunspectas, pidieron silencio y expusieron detalladamente el problema que por supuesto les incumbía a todos. Por eso pedían la colaboración de todos los presentes, para que aportasen ideas y soluciones que pudieran resolver de momento lo que se les venía encima, e ir ganando tiempo.

Hubo un momento de silencio general, así como cuando sacan a la patrona el día grande, cuando don Antonio y la secretaria terminaron de exponer lo que había. Y después ya fue todo un murmullo in crescendo, hasta que se convirtió en una turba vociferando. Todos hablando a la vez, protestando a voz en grito y hasta maldiciendo su suerte.

Entonces Emilio, el juez de paz, se levantó de su silla y gritando pidió a todos un momento de sosiego. Se le acababa de ocurrir algo que al menos con el tema del ecologismo, podría convencer a los visitadores de Europa cuando los llevasen a ver los campos de olivos. No era otra cosa que ir al pueblo vecino, donde había dos granjas de cerdos, y pedirles que les dejaran el estiércol, o comprarlo para echarlo sobre algunos olivares, que serían los que les mostrarían. Para así autentificar de manera ficticia, que no usaban fertilizantes químicos.

Las personas que estaban a su alrededor empezaron a aplaudir y a decir que era una magnífica idea. Y Cecilia, la secretaria del ayuntamiento, aseguró desde la tarima, que ese era el camino. Y que necesitaban más aportaciones de todo el mundo en ese sentido, y animó a qué si alguien tenía alguna elucubración más, que la aportase.

En ese momento don Venancio, que era el que más tierras y dineros poseía en el pueblo, y al que llamaban el “judío” porque siempre había tenido muy buen ojo para los negocios, se levantó apoyado en su bastón y propuso otra idea. Si el estiércol que fuesen a echar en los campos, lo esparcían por sus olivos, él estaba dispuesto a ceder su casa para hacerla pasar por hotel rural. Era la más grande y de aspecto señorial del pueblo. Contaba con diez habitaciones, cuatro baños, y un patio interior estilo andaluz precioso. Es más, proponía que, en el zaguán, montaran una especie de recepción y que Jesús el bibliotecario, hiciera de recepcionista, que para eso sabía inglés y francés. El herrero se puso en pie, y se ofreció a hacer el rótulo con el nombre del hotel en forja, que se podía llamar “Los Olivares”, un nombre que a todos gustó. Unas mujeres un poco más allá, se ofrecieron a pintar la fachada, para que quedara más blanca y presentable.

José el hijo de la Rubia, dijo que podían hacerlo más convincente. Justo cuando los emisarios europeos, fueran a ver el hotel, él podría hacerse pasar por turista con su mujer. Ir bien arreglados y con maletas y llegar casi a la par que ellos, para hacerlo más creíble. Mari, su mujer, suspiró mirándolo y pensó que por lo menos, sería una manera de viajar. Algo de lo que no disfrutaba desde hacía muchos años, porque su marido era un tacaño y no quería derrochar en gastos superfluos según él.

Nadie hasta ese momento se había percatado que estaban dejando de lado el tema de la fábrica de jabones y productos relacionados con el aceite. Con la emoción de que estaban consiguiendo más o menos con esos planteamientos ir resolviendo como podrían presentar resultados de lo prometido para la subvención, no habían pensado en el tema de la manufacturación de jabones, geles y demás.

Pero ahí estaban doña Pura y la tía Paquita, la mujer del pinto, dos de las muchas abuelas viudas que quedaban en el lugar. En el pueblo las llamaban el radar fijo, porque vivían en la plaza del pueblo, junto al único bar que existía, y que hacía las veces de tienda y estanco. Y porque se sentaban en la puerta de una o de la otra, según diese el sol, y preguntaban a cualquiera que pasase por allí, que a donde iban y para qué. Aunque ellas a eso le llamaban salir a la fresca.

Doña pura que era la más resuelta de las dos, cogió de la mano a la tía Paquita y la hizo levantar. Expuso su idea con cierta solemnidad, pero segura como siempre. Dijo que, en todas las casas del pueblo, las mujeres, desde siempre habían hecho jabón con el aceite usado, y así lo reutilizaban. Que no se desechaba nada. Claro eso sí, si eras una mujer de tu casa, hacendosa y como Dios manda. Por lo que ella proponía que, si alguien dejaba un local o nave, las mujeres del pueblo lo podrían acondicionar entre todas, y aportando cada una los jabones que seguramente tenían en casa, podrían hacer pasar por fábrica dicho local, y el producto ya lo tenían. Solo había que envolverlo en papel celofán o algo parecido, para que quedara más verosímil, y así ya estaba listo para su venta y distribución. Sugirió que se podría llamar a la empresa “Las Olivareras”, porque para eso iban a ser las mujeres quienes llevarían el negocio.

Julián el hijo de la Justina, muy socarrón él, dijo que encontraba una pega, y era que ellas ya no aparentaban ser unas chavalas tiernas y gráciles para hacerlas pasar por las administradoras. Los presentes rieron la gracia. La tía Paquita dijo que para ese puesto ya había pensado en alguien, su sobrina Carmen, que para eso había estudiado el bachillerato y sabía de números y expresarse bastante mejor que muchos del pueblo. Y de segunda estaría la hija de Pura, que era igual de echada para adelante que su madre.

Se les hizo casi de madrugada en esa plaza, hilvanando todas las ideas que habían puesto sobre el tapete para conseguir hacer pasar por bueno, todo lo que iban a ver los comisarios, y que no habían puesto en marcha. Y se prometieron a sí mismos, que en cuanto acabase todo aquel sainete que estaban a punto de montar, tenían que hacerlo. No podían desperdiciar, ni dejar pasar esa excelente oportunidad que se les brindaba.

Aún tardaron casi cinco meses los representantes europeos en acudir al pueblo para inspeccionar todos los trabajos realizados. Durante ese tiempo, todos los vecinos se volcaron con cada una de las tareas que tenían encomendadas y que fueron asignando en los días posteriores al pleno en el que decidieron salvar aquella subvención con las ideas que aportó prácticamente cualquier paisano.

Los agricultores fueron con sus tractores y remolques a recoger todo el estiércol que consiguieron de todos los pueblos de alrededor y luego se dirigían a los campos de don Venancio para esparcirlos entre las hileras de olivos para que se viera bien que era abono ecológico. La maestra se ofreció a diseñarles un logotipo para los jabones que iban a aportar las señoras del pueblo, y que envolverían en unos bonitos celofanes de colores. Habría hasta cuatro colores distintos, para dar la impresión de que fabricaban diferentes tipos aprovechando las distintas plantas aromáticas del terreno, que crecían en el monte, sin pesticidas y de manera natural, y así parecer que tenían una oferta más variada.

Las señoras que se ofrecieron a pintar la fachada de la casa de don Venancio para dar mejor impresión, se emocionaron con el acondicionamiento de ésta y arreglaron el patio, pintaron varias habitaciones e hicieron una buena limpieza de los baños. Ahora sí que parecía un hotelito rural con encanto. Si por casualidad al final tuvieran que devolver la subvención, estaba claro que quien mejor tajada iba a sacar de todo esto, iba a ser don Venancio, que, entre el estiércol y el arreglo de su casa, le estaba saliendo todo redondo y encima gratis.

Y por fin llegó el día que todos estaban esperando y temiendo al mismo tiempo. Habían ensayado como si de una obra de teatro se tratara. Aunque bien visto, era algo parecido. Iban a representar algo para lo que se habían estado preparando durante esos meses.

Los representantes iban acompañados de una traductora que viajaba con ellos desde Bruselas, y de un representante del gobierno autonómico. Aparcaron en la plaza del ayuntamiento y el alcalde junto a la secretaria salieron a recibirles. Don Antonio sin querer y fruto de los nervios, aun les hizo un par de reverencias.

Lo primero que hicieron fue llevarlos hasta el pequeño pantano, para que viesen que habían respetado todas las normas medioambientales, y la perfecta canalización del agua, para aprovechar al máximo el suministro hídrico. Por supuesto sin perjuicio hacia la flora y fauna que daba cobijo y sustento aquella reserva de agua. Después sin demora recorrieron una serie de campos bien labrados y con una cantidad de estiércol repartida perfectamente y visible entre medio de las calles de olivos. Manolo el Mantecas, que era quien conducía uno de los todoterreno que los guiaba, los hizo bajar en el último campo que esparcieron para que lo pisasen y oliesen. Se empeñó argumentando que así sí que iban a saber lo que era una fertilización natural de toda la vida.

Tras estas dos visitas, se hizo la hora de comer. Por supuesto les habían preparado un buen almuerzo en el bar del pueblo. Una comida copiosa, acompañada con buen vino, con productos típicos de la zona, y con varios tipos de aceitunas, aliñadas de distinta manera, para que las probasen y pudieran degustar porqué eran famosos en la comarca. Desde las aceitunas añejas, las rayadas, las aceitunas verdes partidas o machacadas, que encima estaban en época, las curadas con sosa y después aliñadas, pasando por las gazpachas con su pimentón.

Luego de tan abundante refrigerio, se fueron a descubrir ese hotel que les iba a poner en el mapa del turismo de interior. Que “casualidad” que allí estaban registrándose los primeros huéspedes que iba a albergar aquella maravillosa casona de pueblo restaurada. Que no eran otros que José el de la rubia y su mujer, que se habían vestido más para una boda, que para hacer turismo. Pero claro, ellos querían dar la mejor impresión. Jesús el bibliotecario, estaba terminando de atenderles. Cuando acabó se dirigió en un correcto ingles a los visitantes, les hizo un pequeño tour por el patio, que estaba impoluto y los condujo hasta una de las mejores habitaciones, con baño incorporado, para que vieran una muestra de lo que ofrecían como hospedaje y servicio.

Ya entrada la tarde, solo quedaba por ver la fábrica de jabones. Y allá que se fueron echando un paseo, era lo bueno del pueblo, todo estaba muy cerca. Allí les esperaban las administradoras. La jornada laboral había terminado y solamente quedaban ellas. Les mostraron la materia prima. Tenían aceite, y sosa, lo esencial, y todo al lado de calderos de hierro, porque los elaboraban artesanalmente. Y luego sacos con tomillo, romero, lavanda… para crear las distintas variedades. Les enseñaron los jabones que tenían en stock y les regalaron unas cajitas de obsequio, para que tuviesen un recuerdo del pueblo, junto con unas botellas de aceite de la cooperativa.

Como todo había transcurrido sin sobresaltos y como tenían previsto, improvisaron una merienda cena en el polideportivo, parecida a las que realizan para las fiestas patronales, de alforja, donde cada uno lleva algo de casa para compartir con el resto. Los mensajes a través de móvil, iban que volaban. Para organizar las mesas y sillas donde iban a sentar a los inspectores, y demás paisanos, se les encargó a los quintos entrantes y a los salientes, ya que era tradición que lo arreglasen ellos.

Los comisarios en un principio se resistieron, aduciendo que tenían que volver a la capital, para descansar. Al día siguiente debían continuar con la inspección de otro pueblo de la provincia de al lado. Pero cedieron ante la presión de todo el personal que se reunió con todo tipo de comida. Trajeron comida fría y caliente, tortillas variadas, embutidos caseros de la matanza, ensaladas con los últimos tomates de la huerta, y aceitunas por supuesto, de todo tipo y en cantidad.

Transcurridas casi tres horas, y justo antes de marchar, uno de los inspectores, el que mejor chapurreaba el castellano, se levantó para decir unas palabras.

Quiso agradecer la hospitalidad recibida. Halagó al pueblo y sus gentes. Y aunque no le estaba permitido desvelar las valoraciones de su informe, les dejo entrever que iban a ser favorables y satisfactorias. Y que, por supuesto le habían encantado las aceitunas, nunca antes las había comido. Y las que más le gustaron, las que acababa de probar esa noche, por su sabor dulce que le recordaba a pequeñas manzanitas, un descubrimiento para él.

Todos se miraron entre ellos, porque no sabían a qué se refería. La única persona que entendía de qué hablaba era la abuela María, que, a sus noventa y ocho años, no la habían dejado intervenir en nada por su edad. Entonces agradecida como todos y para sentirse útil, llevo un platito con azufaifos que colocó cerca de los comisarios por casualidad, y que fueron lo que tanto gustó al comisario cuando los probó y lo que hizo que lo confundiera con aceitunas.