71. El manuscrito y el aceite milagroso
El catedrático se revolvió un poco inquieto en su asiento cuando el foco de atención se centró sobre él. Estaba acostumbrado a asistir a conferencias como ponente, pero en esta ocasión, un cierto estado de inquietud y nerviosismo le invadía. El moderador a modo de presentación, de pie, en un atril del escenario, acababa de glosar su amplia biografía cuajada de premios conseguidos como catedrático de Historia Medieval como también como investigador en arqueología en núcleos urbanos y fortificaciones medievales. Él sería el último en actuar de los tres conferenciantes que habían sido invitados en este foro sobre el olivar. Sus otros dos oradores habían disertado sobre el impacto ambiental y social del área olivarera, la sequía, la política agraria común, el precio del aceite, y las perspectivas sobre la próxima cosecha, y ahora le tocaba intervenir ante el numeroso grupo de personas asistentes a este acto, entre ellas, personalidades de distintas áreas de la administración, así como de la cultura, además de directivos de numerosas e importantes cooperativas aceiteras de la provincia que llenaban la platea y el anfiteatro del centro cultural donde se celebraba el evento.
Se había hecho un silencio expectante momentos antes de que el profesor Juan Carlos Castilla Armero tomara la palabra. Luego de ponerse unas gafas y de dar las gracias a todos los que asistían al acto comenzó diciendo:
-Señoras, señores, yo había sido invitado a este acto para hablarles sobre la historia del olivo en España desde que los fenicios en el año 1050 AC lo introdujeron en la península, de su desarrollo con la llegada de los romanos, y su expansión con la cultura árabe. Me hubiese gustado comentar de cómo el olivo a través de los anales del tiempo llegó a proliferar de manera tan espectacular en nuestra provincia convertida hoy en el bosque humanizado más grande del planeta y que la UNESCO no tardará en declararlo como Patrimonio de la Humanidad. Este es por ahora uno de nuestros deseos más fervientes.
El catedrático, hizo una breve pausa y prosiguió:
-El motivo por lo que he cambiado mi alocución ha sido por lo concerniente con esto que les voy a mostrar.
De inmediato, el profesor Castilla que estaba sentado en el centro de la mesa que compartía en el escenario con los dos conferenciantes citados, se agachó y recogió una voluminosa cartera de color negro que reposaba en el suelo cerca de sus pies de la que extrajo un zurrón de cuero muy descolorido con manchas oscuras del que pendía un colgante asimismo de piel. Un runruneo de murmullos se expandió por el local, y más, cuando del mencionado morral sacó dos frascos cilíndricos de cristal, uno de ellos de aproximadamente unos veinte centímetros de largo con abertura de alrededor de diez taponado por un grueso corcho de alcornoque. El citado recipiente por lo deteriorado del cristal no dejaba ver de forma nítida su contenido. El otro frasco, asimismo de vidrio, era mucho más pequeño, lo más parecido a una probeta, taponado por otro corcho de las mismas características que el anterior. Sobre la mitad del mismo se observaba una marca circular que dividía el envase en dos colores, siendo el del fondo de un tono sucio verdoso, aunque el resto hasta el gollete no lo era tan acusado. Los murmullos arreciaron cuando el profesor quitó la tapadera del envase grande y extrajo de su interior un rollo de pergaminos manuscritos atados con una cinta azul descolorida.
-Queridos contertulios, esto que les voy a relatar forma también parte de nuestra historia, de la historia de nuestra tierra, del aceite, y de las gentes que habitaban la localidad donde hoy nos encontramos hará la friolera de más de doscientos años. Les cuento.
El catedrático hizo nuevamente una pausa, bebió un sorbo de agua de un vaso y aprovechó para acariciarse su recortada entrecana y bien cuidada barba que hacía dotarlo de una fuerte personalidad. Luego prosiguió:
-Hace poco más de un mes recibí una visita en mi casa. Era ya tarde, mi mujer se había acostado mientras que yo en la planta baja donde tengo mi despacho me quedé a tramitar trabajos relacionados con mi cátedra en la universidad. Unos toques en el cristal de la ventana por la que se filtraba alguna luz, abortaron de momento la labor que estaba realizando. Subí del todo la persiana y a través de los cristales pude comprobar de quién se trataba. Me extrañó. Era un hombre entrado en años al que yo conocía muy vagamente, tan solo nos saludábamos con un escueto adiós cada vez que nos cruzábamos. ¿Qué querrá a estas horas, me pregunté? Abrí el postigo y al momento lo soltó:
<<-Don Juan Carlos, déjeme usted pasar a su casa, quiero enseñarle algo que traigo, y me aconseje una vez que lo estudie. >>
La curiosidad se apoderó de mí y estaba deseoso de saber de qué se trataba, por lo que abrí la puerta de la calle y una vez dentro lo acomodé frente a mi escritorio. El visitante que parecía bastante nervioso puso sobre la mesa de mi despacho esto que acabo yo de enseñarles a ustedes y casi balbuceando manifestó:
<<-Verá… como usted sabrá… yo compré la casa que está cerca de la iglesia, en la calle…>>
Ahora le interrumpí.
<<-Sí la conozco, la que han derribado para hacerla nueva. ¿No es cierto?>>
<<-Exacto. Es que… es que, durante el derribo, al caer al suelo uno de los muros apareció esto que he puesto encima de su mesa y llevo muchos días pensando que si las autoridades se enterasen de esto tal vez pudieran pararme la obra con lo que ello supondría para mí>>
Inspeccioné aquella extraña mochila y fue la primera vez que yo vi estos dos recipientes y el rollo con estas hojas manuscritas que acabo de enseñarles.
<<- ¿No había otra cosa además de esto dentro de este morral? >> Le pregunté.
<<-No. Yo estaba en la obra en ese momento, y cuando los albañiles me lo dieron, comprobamos en presencia de todos que no había monedas ni otra cosa de valor, ellos fueron testigos, pero ya sabe usted, ahora la gente va diciendo que estaba lleno de piezas antiguas de oro y…>>
<<-Tranquilícese, no debe usted temer nada, pero si esto tuviese un valor histórico a raíz de lo que puedan decirnos estos pliegos manuscritos, entonces, yo le aconsejaré que lo entregue de manera altruista a las autoridades locales con el fin de que su contenido, si es de interés, pudiera servir para ilustrarnos, como asimismo a futuras generaciones. Si usted me lo deja, analizaré su escritura y su transcripción pues como se puede observar hay espacios y renglones que el paso del tiempo ha difuminado.
<<-Muchas gracias don Juan Carlos, quédese con todo. Ya me contará usted… Me voy mucho más tranquilo. ¡Ah, y perdone por haberle molestado! Naturalmente he venido a deshoras para ser lo más discreto posible. Buenas noches>>
Nada más despedir al visitante, la curiosidad se adueñó de mí, y aquella misma noche me puse mano a la obra. Aquellas páginas manuscritas no cabían ninguna duda estaban escritas con pluma y tintero a juzgar de lo acentuado de la tonalidad de las letras en el papel después de mojar en el recipiente, y de cómo a medida que iría escribiendo la escritura iba perdiendo intensidad. Eran diez hojas escritas por una persona de buena caligrafía a juzgar por la unión de las letras en cada palabra y la inclinación casi perfecta de todas a la derecha, pero los espacios difuminados por el tiempo serian lo que más me costaría descifrar. Arduo trabajo, me dije, pero siendo la constancia una de mis virtudes a los pocos días tenía todo su contenido volcado en mi ordenador, y después refrendado en estos folios que voy a leerles.
<<Yo, don Bernabé de los Ríos y del Moral, dueño y señor del cortijo Piedra Blanca, distante del pueblo a unas dos leguas, el cual está enclavado dentro una finca de más de doscientas cuerdas de olivos asimismo de mi propiedad, debo de dejar constancia como legado a mis descendientes del suceso que ocurrió en el cortijo citado y sus consecuencias posteriores.
He de informar que dentro de la finca citada existe una pequeña colina cuya cúspide desde siempre ha estado sin horadar debido a sus abundantes y voluminosas piedras que pueblan el citado altozano, donde además de algunas encinas, carrascas, y otros matorrales, sobresalen no más de veinte olivos a los que únicamente la labor que se les hace es desbrozar una o dos veces al año su ruedo. Era costumbre de mi padre, -que yo no he querido perder-, que, llegada la recolección, la primera aceituna que se molturaba en el molino del cortijo fuese la correspondiente a los olivos de la colina citada. Con ello se ponía a prueba el utillaje de la almazara, y, sobre todo, porque que el aceite que se obtenía de las olivas citadas por su bajo rendimiento se dedicaba para alumbrar. Así servía para iluminar con candiles el cortijo, y la casa donde vivo con mi mujer y mi única hija. Además, una buena parte de este aceite lo donaba a la iglesia del pueblo para que una lámpara de mariposa alumbrara de manera votiva y perenne al Santísimo.
Me gustaba estar en el cortijo el día de la primera molturación, como la de aquel año de 1817. Gozaba comprobando cómo los animales que movían los rulos del molino se adaptaban a este trabajo y además viendo fluir de la prensa a tornillo el zumo de la aceituna que caía en cascada por los capachos hasta llegar a un pequeño canal que conducía el caldo hasta las piletas de piedra donde por decantación y de forma manual se extraía el aceite después de reposar en la superficie de las pozas referidas. Degustar unos picatostes fritos con el primer aceite junto con los molineros era para mí una satisfacción.
El año referido, don Eustaquio, el prior de nuestra parroquia me dijo que el obispo de la diócesis le había requerido para que llevara aceite a la catedral el Jueves Santo con el fin de bendecirlo durante la misa crismal, aceite que serviría para ungir a los enfermos y moribundos antes del su fallecimiento, y para otros sacramentos. El bueno de don Eustaquio pensó en mí, concediéndome el honor de que fuese para ello aceite del que yo regalaba a la parroquia. Yo accedí, pero con la condición de que, al mismo tiempo, en esa ceremonia bendijera un recipiente para mí. No sé cómo lo consiguió porque al parecer esto no estaba previsto en el protocolo eclesiástico, pero pasada la Semana Santa yo tenía en mi casa una pequeña vasija de metal de aproximadamente un litro con el aceite sagrado. De su contenido vertí la mitad en la cántara del dispuesto para alumbrar en mi casa, y el resto en mi primera visita al cortijo lo eché en aquella otra que para el mismo menester servía para alumbrar con candiles el cortijo. Que nadie me pregunte por qué hice aquello, pero debo de dar gracias a Dios por lo que sucedió después.
Casilda, la mujer que vive en mi cortijo, junto con su marido Bartolomé, mi manijero, me informó de la visita de un extraño personaje. Fue a principio del otoño cuando una tarde el grito de ¡Ave María Purísima! resonó dos veces en la puerta de la vivienda de los caseros. Casilda, mujer muy hacendosa dejó de atender la labor que me dijo estaba realizando en ese momento y rápido se encaminó hasta la puerta de entrada. Allí había una persona que a juzgar por su vestimenta pareciera un fraile. Su hábito color marrón muy ancho con pliegues longitudinales y unas largas y holgadas mangas le delataban.
-<<-Sin pecado concebida>>, le respondió Casilda para de inmediato preguntarle.
-<<-Hermano, ¿Qué le trae por este cortijo?>>
<<-Voy de peregrinación hasta el santuario de Nuestra Señora, la Virgen de la Cabeza, y quiero pedirle un poco de agua y un poco de pan>>
<<-Pase, hermano, y siéntese a descansar, mi marido no tardará en llegar del tajo. Dentro de poco serviré la cena a todos los jornaleros. Es potaje, pero estoy segura que le reconfortará>>
<<No, hermana, no puedo detenerme, debo de caminar hasta que se haga de noche. Quisiera llegar al santuario pasado mañana>>
Casilda dio de beber al religioso y a continuación hurgó en la alacena y le ofreció uno de los panes que allí guardaba además de un trozo de tocino entreverado.
<< Muchas gracias, yo le había dicho solo pan…que Dios se lo pague hermana>> dijo, a modo de despedida, para una vez estando en la lonja del cortijo añadir:
<< Se me olvidaba. Como último favor, le importaría llenarme de aceite este pequeño recipiente de cristal, sería para encenderle unas mariposas a la Virgen de la Cabeza>>
Casilda atendió la petición de aquél extraño monje llenando el reducido frasco de cristal con aceite del establecido para los candiles del cortijo y lo taponó con el corcho en su abertura antes de entregarlo al clérigo. Nunca desde que ella estaba en el cortijo había recibido visita tan extraña como aquella ni que yo recuerde habérselo oír a mis padres.
Pasaron dos días cuando los perros de mi manijero de camino al tajo, desde lejos ladraron de forma despavorida. Los aullidos provenían desde la pequeña colina ya referida lo que hizo que alertara a Bartolomé y al resto de la cuadrilla. Este, montado en la yegua se desvió hasta donde los perros no paraban de ladrar atemorizados, en la creencia de que lo hicieran porque entre los matorrales pudiese haber cualquier animal. Llegado hasta allí quedó estupefacto cuando descubrió posiblemente al monje del que le hablara su mujer. El clérigo no llegó a moverse después de que mi manijero diera el quién vive, lo que hizo que este se apeara del animal. El religioso estaba recostado bajo el tronco de una oliva a la que daba sombra una enorme piedra. Llegado hasta él comprobó por la frialdad y por el colorido céreo de su rostro que estaba ante un cadáver. Bartolomé se puso de inmediato rumbo al pueblo para informarme no sin antes dejar a un jornalero de vigilancia con la orden de no tocar para nada al difunto. Antes de morir la tarde, la justicia venida de la capital junto con el corregidor del pueblo se procedió al levantamiento del cadáver. Al hacerlo, entre sus manos tenía un frasco de cristal conteniendo aceite y una vez desposeído del mismo el representante de la justicia después de observarlo me lo entregó con un escueto << Don Bernabé, quédese con él>> Después, el difunto recibió cristiana sepultura en el cementerio de nuestro pueblo, y yo, en un gesto de humanidad quise sufragar todos los gastos. Nunca se supo quién fue este hombre ni a qué orden religiosa pudiere pertenecer dado que no llevaba documentación alguna.
Aquel invierno, a Ana, mi única hija, le diagnosticaron tuberculosis. Después de un periodo de tos, esputos sangrantes, de fiebres y de visitarla los mejores médicos de la capital, su situación llegó a empeorar hasta el punto que aquellos afamados galenos nos recomendaron sabido de nuestras creencias religiosas que nos encomendáramos a Dios pues su situación era crítica. Era de madrugada cuando don Eustaquio avisado este se presentó portando el santo óleo para proporcionarle el sacramento de la extremaunción. Me costó convencerle que lo hiciera con el aceite del frasco de aquel monje, pero al final de muchas súplicas accedió con la promesa de que esto quedara entre nosotros. Mi mujer y yo, de rodillas a ambos lados de la cama y con las manos entrelazadas rezábamos en silencio mientras don Eustaquio en latín comenzó la liturgia: Per hanc sanctam unctionem et miserationem ipsius dimittat Dominus Omnia peccata… ungiendo con aceite del frasco de vidrio, los ojos, las orejas, las fosas nasales, los labios y las manos de mi querida hija. El desenlace fatídico que esperábamos aquella madrugada no llegó a producirse y llegado el día siguiente para asombro de todos, la fiebre y la tos habían desaparecido. Los médicos no pudiendo dar una explicación lógica consideraron que aquello fue un milagro de Dios cuando a los pocos días mi hija estaba totalmente recuperada. Guardo para mis descendientes el mismo recipiente que fue arrancado de las manos al extraño monje cuyo aceite milagroso fue utilizado varias veces en el pueblo con el mismo resultado, incluso en la capital sirvió para un exorcismo.
Firmado: Bernabé de los Ríos y del Moral
Durante la lectura, el silencio era tal en el auditorio que hasta el sonido del siempre algún que otro inoportuno móvil no llegó a perturbar la intervención del catedrático.
El profesor, después de haber leído el contenido del manuscrito, sosteniendo el frasco de vidrio pequeño expresó:
-Señoras y señores, este es el recipiente objeto de esta historia que por el paso del tiempo solo queda en él una mancha adherida al cristal. No estoy aquí para proclamar un auto de fe sobre este acontecimiento, cada cual atendiendo sus creencias religiosas o no, saque sus propias conclusiones.
Después de una breve pausa prosiguió:
-Amigos contertulios, los motivos que me han impulsado a relatar este acontecimiento ha sido en primer lugar la certeza de su veracidad además de la exposición en el relato de otros de los muchos usos de nuestro oro líquido, el aceite. Para terminar, he de añadir, que visto los resultados de los análisis arqueo métricos del contenido del frasco en cuestión, estos, no indican nada sorprendente, puesto que la composición química y la sustancia conservada se ajustan a la realidad y al momento. Esto es todo.
-Muchas gracias por la atención que me han dispensado.
Un resonado y prolongado aplauso cerró la intervención del profesor Juan Carlos Castilla Armero.