
68. Lágrimas silenciosas
Septiembre de mil novecientos ochenta y cuatro resultó especialmente caluroso en la primera quincena. No llovía desde finales de mayo y Lorenzo se paseaba, a sus anchas, sobre los pimpollos de los bancos de recogida de aceitunas de mesa del término municipal de Basilipo.
Aunque por una cuestión freudiana sintiese aversión hacia las olivas, les estaba muy agradecido porque me estaban ayudando a costear mis estudios universitarios de Filología Clásica. La variedad que más abundaba era la manzanilla, aunque también había bastantes olivos de gordales. Cuando las estacas estaban cargadas, este trabajo del campo no era muy pesado. Solo había que ir moviendo el banco alrededor del árbol y luego trasladarlo si te cambiabas a otro. Sin embargo, si el día se presentaba para faenar cogiendo las escasas aceitunas de los olivos que ese año no habían dado fruto, la jornada era aterradora, muy cansada y con un esfuerzo atroz e inhumano.
Y eso es lo que pasó aquel ocho de septiembre, día de la patrona de Utrera, la Virgen de Consolación. Ya la mañana presagiaba un día de mucha calima. El viento refrescante de los bocadillos de las siete de la mañana, salvo el procedente de la loma de enfrente de nosotros, brilló por su ausencia. En esa época la jornada se hacía partida, con un almuerzo a la una de la tarde y dos horas más de brega después de la refección. Hiciese el tiempo que hiciese, las aceitunas reclamaban ser ordeñadas lo más deprisa posible.
Hasta las once de la mañana aproximadamente estuvimos verdeando en las estacas con bastantes racimos de olivas; no obstante, la zona de confort se fue difuminando cada vez más y entonces nos tocaba la peregrinación por los olivos carenciados. El calor iba apretando de lo suyo y nosotros a sufrir el resultado de la falta de lluvias de septiembre. Tal era la desazón que iba cundiendo en los cogedores, que, si ya en una jornada normal se hablaba poco, por no decir casi nada, el silencio absoluto nubló la falta de nubes en el cielo. Con la fatiga empapando el sudor que se deslizaba por mi rostro, echaba de menos esas frases casi lapidarias, muy de los campesinos, que, por lacónicas, expresaban de forma humorística verdades como puños. Nos acercábamos a los cuarenta grados, deseando que, a mi padre, compañero de banco, y a mí nos tocase un lugar sombrío y el manijero nos dijese aquello de ¿ya estáis a la sombra de la tórtola? Era el contrapunto de cuando venían los días de frío y deseábamos que el banco cayese en la zona de calorcito y se acercase también el manijero y nos dijese aquello de ¿ya estáis al rayito del sol? Pero aquel día no hubo frases ni jaculatorias, solo suspiros que iban al aire y lágrimas que iban al mar, como diría mi querido poeta Bécquer.
La situación se hizo insostenible, por lo menos para mí, después del almuerzo. Como muchos otros días, mamá nos había preparado una tortilla de patatas y unos filetes empanados, amén de un par de latas de coca cola. En media hora solía despachar las viandas y luego, como hacían mis compañeros de faena, me echaba de lado en el suelo y, si la cafeína no hacía mucho efecto, la siestecita de unos veinte minutos no la perdonaba. ¡Craso error! Luego costaba un mundo levantarse y coger la energía necesaria para volver a ordeñar las aceitunas, aunque la tarde se presentaba escasa de ordeño y mucho de “levantamiento de pesas”.
Quedaban unos cuarenta olivos por repasar. Y el tiempo estimado para terminar la jornada unos noventa minutos. Luego había que recogerlo todo, incluidos los bancos, para que al día siguiente comenzásemos nuestro trabajo en otra finca de los “señoritos”. El tiempo psicológico le iba ganando terreno al real y tenía la impresión de que no avanzábamos hacia adelante. Tal fue mi desesperación, que estuve a punto de decirle a mi padre que ojalá me cayese del banco y me partiera algo, aunque pequeño, pero lo suficiente para no tener que volver a subirme ni al pimpollo ni a ningún otro sitio del banco. Por prudencia me callé. Mi padre era un trabajador de los antiguos, de esos que están en el tajo media hora antes de que comience la jornada laboral, de los que nunca protestan, de los que van a trabajar y no se quedan en casa, aunque tengan cuarenta grados de fiebre.
Para no desesperarme, decidí no mirar más el reloj y dejar volar mi mente hacia cosas que me gustaban: la literatura, la música, el cine, el fútbol… Por arte de birlibirloque, oímos antes de lo que yo creía las palabras más mágicas que el manijero pronunciaba al final de la jornada: Coged las del suelo, que nos vamos. Fueron como un bálsamo reconfortante, como un masaje reparador sobre los cuerpos exhaustos. Volví a la vida, volví a sonreír, volví a ser yo.
Cuando recogimos las del suelo, las de nuestro último olivo, casi ninguna en verdad, porque apenas las había en el árbol, llevamos el cajón al remolque del tractor. Los compañeros y compañeras se fueron acercando para hacer lo propio. Y también Luis Álvarez y su mujer Eloísa. Ella no dijo nada después de depositar sus aceitunas en el remolque, pero él sí, sin ninguna maldad, un escueto hoy el reloj se ha pasado diez minutos.
Luis, tuviste mala suerte, porque tus palabras no se las llevó el viento, sino que fueron oídas por varias personas y, sobre todo, por los hijos del manijero, los más chismosos entre los chismosos. Y se lo dijeron a su padre. Y también las oyó el señorito padre que, una vez más, nos controlaba sentado en un cajón de plástico, leyendo el periódico ABC de Sevilla. A él le gustaba estar informado diariamente de las noticias políticas y económicas, pero también de las deportivas, sobre todo del Sevilla. Porque sí, Luis, él era sevillista, te lo digo yo que también lo soy hasta la muerte. Y al señorito hijo me lo había encontrado muchas veces en los aledaños del Sánchez Pizjuán, porque sí, Luis, el patrón que, en cierto modo, nos explotaba, porque no nos pagaba el cuarenta por ciento de aumento estipulado en el convenio del campo cuando se iba a trabajar los domingos y días festivos, compartía los mismos colores que yo, el trabajador paupérrimo, porque, Luis, el fútbol no entiende de clases sociales y ricos y pobres pueden torcer para la misma camiseta, ya sea del Betis o del Sevilla. Luis, aquel día Pepín, el más gracioso de todos contando chistes, no nos deleitó con alguno de los suyos, como cuando nos regaló una de las risas más estruendosas que tuvimos en nuestra vida. ¿Te acuerdas del chiste de la vaca? Pues si no, yo te lo recuerdo, por si lees estas páginas que te estoy dedicando, a ti y a tu mujer, porque fue injusto, Luis, lo que os pasó, que no tuviste mala intención en lo del reloj, que erais unos trabajadores excepcionales, pero aquel día, por casualidad, qué mala suerte, se había quedado hasta el final de la jornada el señorito padre, que nos vigilaba desde el cajón, como te he dicho, leyendo el periódico, con un ojo puesto en el diario y otro en el movimiento de los trabajadores. Bueno, no te canso más y te traigo a la memoria el chiste:
Esto es un señor que estaba en el salón de su casa viendo la televisión. En ese momento llaman a la puerta, y él dice quién es. Es una vaca, le contestaron. Abrió la puerta y, efectivamente, era una vaca.
Que Pepín era la alegría de la casa, o de la huerta si te gusta más, y también se fue, pero por su cuenta, porque nunca lo apoyamos cuando el manijero nos decía mañana es domingo y el que quiera venir que venga, que nosotros (los de la casa, es decir, él, sus hijos, los tractoristas, también muy pelotas, y los señoritos) vamos a venir. Era una manera de invitarnos a ir a trabajar el Día del Señor, pero sin pagarnos el cuarenta por ciento, porque no nos estaba obligando. Y una vez, con su sentido habitual del humor, Pepín preguntó aquello de pero ¿va a correr el dólar o no? Que todos lo entendimos, Luis, que era una manera irónica de preguntar si nos iban a pagar el cuarenta por ciento de demasía, pero, Luis, sabes que nadie lo secundó, que todos callamos y ante tanta insolidaridad decidió despedirse a la francesa de nuestro tajo y de nuestra cuadrilla de olivareros.
Justo en el momento en que íbamos a subirnos al remolque, el manijero se acercó al tractor y llevándose el dedo índice de la mano derecha a la muñeca de la izquierda, donde tenía el reloj, dijo de forma estentórea, para que todos lo oyeran:
—Las cuatro de la tarde.
No dijo las cuatro y diez. Nadie dijo nada más. En el campo, el lema es callar. No hay que protestar, si a eso de Luis se le podía llamar protesta. Es una ley no escrita que cuando manda patrón, o señorito en este caso, o manijero, su representante, no manda marinero, en este caso jornalero. Y si no te gusta, te vas a otro sitio, como hizo el chistoso Pepín.
La dictadura de Franco había terminado hacía tiempo, pero sus formas todavía estaban presentes en muchos ámbitos, y más en este del campo, donde el señorito padre había conseguido parte de su fortuna después de nuestra contienda civil, y no siempre por métodos legales.
Ya caminaba el tractor con su remolque por la carretera que conducía la hacienda al pueblo de Basilipo. Como siempre, el silencio presidía el paseo, solo interrumpido por las lágrimas silenciosas de Eloísa.
Al día siguiente, en la cuadrilla del Señor Marqués de la Prada, Conde de La Campiña y Grande de España, la bancada contaba con una pareja menos de cogedores, pero con un cajón de plástico más.