68. El poeta del olivar

José Luis Torres García

 

Al menos un día a la semana Juan bajaba a ver su olivar. No recordaba desde cuándo lo venía haciendo. Siendo muy joven acompañaba a su padre hasta “El Mirlo” para comprobar su estado. Incluso ese día dejaba la escuela o cualquier otra actividad lúdica con sus amigos para visitar aquel hermoso lugar de penetrante e inconfundible olor, desprendido por los centenarios árboles que a tantas generaciones amamantaron con sus verdes frutos. La finca disponía de una caseta de obra, construida por él mismo, que le servía para guarecerse de las inclemencias del tiempo, también como lugar de descanso de las labores agrícolas, guardería de aperos y atalaya, desde la cual contemplaba el mar de olivos que la rodeaba e inspiraba para sus composiciones poéticas.

Desde que heredó la finca mantuvo las mismas costumbres que tenía su padre, en cuanto a su cuidado se refiere. Amaba aquella tierra como pocos lo hacían, pese a que, algunos años, la cosecha de aceituna no fuese la esperada. Con el paso del tiempo iba conociéndola mejor; llegó, incluso, a ponerle nombre a la mayoría de los olivos. Se dirigía a ellos como si se tratara de personas o de amigos. Sabía perfectamente los árboles en los que anidaban los jilgueros y disfrutaba observando los polluelos recién nacidos y el amor con el que la madre los alimentaba.

A Juan lo conocían en el pueblo con el apodo de “Juan el poeta” aunque su carácter humilde le impedía reconocer lo acertado de dicho apelativo. En las tardes de verano, cuando aminoraba el calor y los vecinos salían a la puerta de sus casas a tomar el fresco con sus sillas de enea para conversar entre ellos, le animaban para que recitara alguna de sus poesías. Él lo hacía con agrado, quedando el vecindario sorprendido ante el aluvión de rimas de incomparable belleza.

En su fuero interno echaba de menos haber abandonado sus estudios a causa de la muerte de su padre al tener que hacerse cargo de la finca, pese a ello, su sueño de ser poeta se arredilaba como en aprisco, algo parecido a un espiritual desván en el que se van acumulando restos del pasado, vivencias antiguas que algunas nunca pudieron llegar a alojarse en el fértil territorio de su imaginación. No soñaba con tener más tierras; las que tenía eran suficientes para vivir dignamente. Pero sí deseaba poseer una formación académica más amplia para leer y comprender la poesía de los grandes autores de la literatura española y comprobar personalmente si las suyas eran dignas de ser escuchadas ante un foro de expertos. Pretendía alcanzar la suficiente sabiduría que le facilitara plasmar por escrito todo cuanto nacía de su alma. No desesperaba. Era un sueño aspirar a ello y nunca se desprendería de él. De la realidad se podría desprender, pero de un sueño… nunca.

Recordaba con cariño cuando sus padres lo llevaron a la costa para que conociera el mar. El dueño de la pensión donde se hospedaron le regaló una caracola que él aún conservaba como prenda de aquellos dos días pasados junto al mar. De vez en cuando disfrutaba acercándola a su oído para escuchar el rumor sonoro de las olas que le traían recuerdos inolvidables. La contemplación de la superficie marina la imaginaba como una enorme lámina metálica en la que el sol dibujaba sus plateadas sonrisas entre olas de blanca espuma. Lo comparaba con sus olivos, como si ellos también formaran parte de un mar verde en el que el viento mecía el fruto transformado en doradas olas de ida y vuelta. Aquellos pensamientos desbocados le inducían a componer poesías que alojaba en el trastero de su corazón. Una catarata lírica de bellas estrofas de poético arte involuntario, brotaban de él con lírica espontaneidad; las dejaba volar y soñaba que “sus jilgueros”, habituales moradores de los árboles, las utilizarían para ponerle letra a sus cantarinas melodías:

 

Olivo que emerges de la tierra:

¿Quién te plantó ayer mañana?

¿La aurora que levanta al alba?

¿O la semilla que dejó la paloma?

Te parió tu madre de un esqueje,

hijo de mujer lozana

de linaje altivo,

y de largo tallo verde.

 

Temía que sus queridos olivos algún día quedaran olvidados y abandonados y no tuvieran quien los cuidara. Esos recurrentes pensamientos surgían inesperadamente y él trataba de rechazarlos, pero no siempre lo lograba.

Unos años después de hacerse cargo de la finca, conoció, en la verbena que anualmente se celebraba en las fiestas del Santísimo Cristo del Consuelo, a la que más tarde sería su esposa.

Ella, nacida y criada entre olivos era la compañera ideal para él. Ambos llevaban en la sangre el amor a la tierra que los vio nacer. Urdían y planificaban el trabajo de un día para otro con total sintonía.

Juan había dejado definitivamente apartada de su vida a su amiga y compañera: la soledad. Ya no tendría que acudir a ella para recitarle aquellas rimas de bella fonética, ni a los jilgueros para que le pusieran música, ni a los fugitivos cantos del viento; tenía a su lado una esposa con la que compartir toda una vida llena de realidades, pero enriquecida con la rebeldía de los sueños. No estaría sólo en su caseta de aperos para ver los atardeceres con el sol ahogado en el verde mar, derramando su mortecino esplendor sobre los cerros de Úbeda.

– Oye, Juan -le pregunta su esposa- ¿por qué la finca se llama “El Mirlo”?

– El nombre se lo puso mi padre que gozaba de un gran sentido del humor. Los primeros años el olivar era pequeño y no daba lo suficiente para vivir de él. Mi padre debía trabajar en otras fincas para sacarnos adelante y en el pueblo se comentaba que nuestra familia tenía más hambre que un mirlo. Cuando compró el olivar colindante, decidió ponerle ese nombre para demostrar a los envidiosos que “El Mirlo” no produce hambre.

Unos años después, Juan decidió asistir a unos cursos de cultura general para mayores que se impartían en el pueblo. No deseaba que sus dos hijos se avergonzaran algún día de sus escasos conocimientos. Puso todo su esfuerzo y dedicación en el aprendizaje de las distintas materias que se daban en el aula, con especial énfasis, lógicamente, en la literatura.

En pocos años llegó a ser una de las personas más cultas del pueblo, a quien admiraban también por su calidad humana y espíritu de servicio.

Pasado el tiempo, un día, recibió una carta de una institución académica en la que le comunicaban que le habían otorgado el primer premio de un certamen nacional de poesía, convocándolo para que asistiera a la entrega del galardón y autorizara, a su vez, la publicación del poemario que había presentado al concurso. Al final de la misiva le informaban de que debería dar un discurso con motivo de su entrada en la Academia de las Bellas Letras.

Sorprendido y abrumado por la noticia, lo comentó con su esposa, que le respondió:

– Estos últimos años he ido recopilando y dando forma a todas las poesías que recitabas. Sin que lo supieras, las envié a un concurso publicado en la prensa y gracias a ello, hoy tienes el merecido reconocimiento de una institución literaria.

Juan no salía de su asombro, incluso aparentó cierto malestar con ella por el atrevimiento al enviar sus poesías sin decirle nada, algunas de ellas, ya olvidadas:

 

Olivos de larga alzada,

¿Quién os labrará cuando yo me vaya?

¿Seguiréis acostados en altas camas,

o envueltos en blancas sábanas?

Llorad con las venas abiertas

por el sudor y sangre derramada,

nadie de mi estirpe ha sufrido

tanto como en el campo de mis penas.

Llegará el día que nadie os mire

y pensareis: ¿Quién será el dueño

que nos tiene en eterno sueño?

Yo os digo:

¡Levantaos! sois la faz de Andalucía,

de turquesa y verde oliva,

de doradas lágrimas

y nubladas calimas

de gente dura y de gran estima.

 

 

No deseaba que aquel premio le cambiara la vida y menos aún que tuviera que abandonar “El Mirlo”, para entrar en un mundo que no era el suyo.

Su esposa lo animaba diciéndole que sólo era recoger un premio y dar un discurso. Luego volvería a la labranza de su finca.

Poco a poco y con el apoyo de ella, iba tomando conciencia de que la situación sobrevenida había que afrontarla, ya que la fecha para entrega del premio y lectura del discurso se acercaba y no había vuelta atrás.

En unas horas que le tomó prestadas a su finca, esbozó lo que sería aquel discurso que comenzaba con los saludos de cortesía a los presentes y convocantes del Certamen:

[…] “Algunos creen que lo bello es inútil, pero yo puedo afirmar lo contrario: lo bello es tan útil como lo más útil. No lo duden, señores. El ser humano necesita alimentarse, no sólo de pan, sino de todo aquello que eleva su espíritu y alivia sus soledades. En esta ocasión me voy a referir a la poesía como exponente de una de las bellas artes.

La poesía la construye el poeta, construye sus versos con el encanto de lo que no fenece, sale del tiempo, aunque nada más sea un instante imaginario. La poesía es meditación profunda, poseedora de un registro místico en su intramundo de realidades infinitas. A veces no encuentra espacio en el que alojarse y trasciende todo horizonte en busca del abrigo de alguien que la acoja como huérfana y desvaída, penando un lugar donde mostrar su embrujo embaucador y clamando ser arte constructor de sueños. No podemos abandonar en el hondón del alma aquello que nutre y enriquece nuestro cansado espíritu mundanal, porque con la poesía nuestras manos nunca estarán vacías, llevaremos en ellas un mundo, y un mundo de palabras engalanadas es un universo de sutil bagaje y mágicas fonéticas que supera en sí mismo todo lo superfluo. La poesía es agitadora del espíritu y de los sentidos que proporciona algo así como un temblor emocional que nos traslada al universo de lo bello. Por eso, a los estados emocionales hay que permitirles que emerjan desde ese recóndito lugar del alma donde se guarecen de todo avatar penoso que suele acontecer en nosotros y dejarles vagar libres para que alegren y enaltezcan nuestras vivencias.

Con sobrada largueza, nos apasionamos, a veces, en la idealización de muchas cosas, que, aunque reales, las adornamos en una suerte de poético ornato para hacerlas brillar en la opaca negrura. Las llenamos de lirismo para resaltar lo que queremos humanizar y le unimos el aliento de una trascendencia que la envuelve con su manto de fantásticos destellos, sin darnos cuenta que usamos a esa hermosa dama como arma poética para resaltar la vulgaridad de lo cotidiano. Y aquello que antes se pensaba  era inútil, ahora, deja de serlo para transitar hacia la belleza espiritual del ser humano. Hay quienes afirman que la poesía o cualquiera de las bellas artes se genera en el hombre mediante una reacción química o física que se produce en el cerebro. Ningún científico les aceptará que una reacción de este tipo pueda producir información con contenido de ideas. Si entramos en un laboratorio y le damos la orden a unos determinados productos para que compongan una poesía, veremos que no se produce tal reacción. Las humanidades, como ciencias del espíritu, no tienen comprobación experimental, ni se pueden poner en una ecuación. Por lo tanto, hemos de convenir que la poesía nace del alma del ser humano, como todo lo hermoso y bello de lo que es portador. Todos tenemos una voz secreta de las amadas cosas que nos invade con un regocijo que retorna y vuelve a retornar como olas de un imaginario mar íntimo y profundo. Es la voz callada de la poesía con su largo vibrar sonoro, que poco a poco me hace olvidar los campestres acordes de las cigarras del estío…”

Y seguía su discurso en términos de exaltación de la poesía como instrumento al que el hombre acude cuando confraterniza con la armonía de la naturaleza y hace útil lo bello.

Aquel discurso y la presentación de su poemario, alcanzó en toda la región un gran éxito. Multitud de asociaciones e instituciones culturales lo llamaban para escuchar de viva voz las poesías nacidas de la tierra blanca y de olivos verdes, como a él le gustaba decir.

En ese tránsito, “El Mirlo” llegó a ser lugar de visita obligada de sus lectores para conocer in situ al poeta labrador al que tanto admiraban.

Recibía a todos con su habitual humildad y sencillez, firmaba sus libros de poesía que le presentaban, les enseñaba el olivar con los nombres de los árboles escritos en una tablilla y los invitaba a contemplar desde su atalaya los cansados rayos del sol cuando languidecen por los montes de Úbeda.

La poesía también se hospeda en los campos de olivos, derramando lagrimas doradas sobre aquellos que los aman.