64. El olivar maldito

Calipso

 

El sol se ponía tras las colinas, tiñendo de rojo el cielo y las nubes. El aire se llenaba de aromas de tomillo, romero y lavanda, que crecían entre los olivos. El camino polvoriento se bifurcaba en dos direcciones: una llevaba al pueblo de Alcalá, donde se encontraba la posada y la iglesia; la otra conducía al olivar maldito, donde nadie se atrevía a entrar. Pedro podía ver desde lejos las casas blancas y las torres de la iglesia, que se recortaban contra el horizonte. También podía oír el sonido de las campanas, que anunciaban el final del día. Pero no le interesaba ir al pueblo, ni buscar alojamiento ni compañía. Lo que le atraía era el misterio y el peligro que se ocultaban tras el olivar. Un olivar que se extendía como una mancha oscura sobre la tierra, y que parecía guardar un secreto terrible. Un olivar que hacía temblar a los lugareños, y que solo los más valientes o los más locos se atrevían a pisar.

Pedro era un joven aventurero que había llegado a Andalucía buscando fortuna y emociones. Había oído hablar del olivar maldito, donde se decía que habitaba un fantasma que asustaba a los viajeros y a los campesinos. Según la leyenda, el fantasma era el espíritu de un antiguo señor feudal que había sido asesinado por sus siervos, hartos de sus abusos y crueldades. El señor había sido enterrado en una fosa común bajo uno de los olivos, y desde entonces su alma penaba por el lugar, clamando venganza. Pedro no creía en fantasmas ni en supersticiones. Simplemente no podía creerlo. Era un hombre valiente y curioso, que quería ver con sus propios ojos la verdad tras aquella historia. Así que decidió tomar el camino del olivar maldito, armado con una pistola, una pala de mano y una linterna. No le importaba lo que le dijeran los lugareños, que le advirtieron de los peligros y las maldiciones que acechaban en el olivar. No le importaba lo que le dijeran sus amigos, que le rogaron que no fuera tan temerario y que se quedara con ellos en la posada. Ni tampoco le importaba nada más que su propia voluntad y su propio desafío. Quería demostrar que era más fuerte y más inteligente que el “fantasma” y que podía burlarse de él, de su leyenda y de los tontos supersticiosos que creían en ella. Demostrar que era todos somos dueños de nuestro propio destino y que nadie podía detenerle ni asustarle. Sería recordado como un héroe y no como un simple mortal.

Y como Pedro no creía en fantasmas ni en supersticiones, entró en el olivar cuando ya anochecía. Los olivos se extendían a lo largo y a lo ancho, formando un laberinto verde y sombrío. Pedro avanzó con paso firme, sin miedo ni vacilación. Estaba decidido a encontrar el olivo donde estaba enterrado el señor feudal y desenterrar sus huesos para demostrar que no había nada sobrenatural en ese lugar. Pero a pocos minutos de haber ingresado al campo, comprendió que se había perdido.

El paisaje estaba desolado. Pedro caminó por unos minutos cuando el viento comenzó a soplar cada vez con más intensidad, tomó aire y continuó el camino otro tramo hasta que se detuvo en seco. A su espalda, sus pisadas sobre el camino se habían borrado entre las ramas y las piedras, y no había ninguna señal que le indicara la salida. Pedro desterró la sensación de inquietud que oprimía su pecho y repetía una y otra vez en su mente que su tenacidad sería más fuerte que los latidos acelerados de su corazón. Se convenció que encontraría rápidamente el camino de nuevo y siguió caminando, tratando de orientarse por las estrellas.

“¡Maldición! ¿Qué clase de brujería es esta?” pensó. Miró a su alrededor, buscando alguna referencia, pero solo vio olivos y más olivos. Olivos que de noche tenían un aspecto lúgubre y amenazador, con su tronco retorcido y sus hojas plateadas que parecían cuchillas. Por alguna razón comenzó a sentir que lo miraban y que el aullido del viento eran susurros a su oído que lo amenazaban. El paso firme de su andar comenzó a ser cauteloso y, por absurdo que sonara, sentía como si los olivos se movieran a su espalda para cerrarle el paso. La situación, ya de por sí tensa, lo hacía pensar con gran fuerza en el señor feudal, de cómo habría sido en vida el dueño de aquellas tierras y de aquellas gentes, de cómo había impuesto su ley y su voluntad con mano de hierro, y de cómo había sembrado el terror y el odio entre sus siervos. Estos olivos que recorría habían sido testigos de sus crímenes, de su muerte y de su maldición. Los mismos olivos que ahora se sentía como verdugos y que no lo dejarían escapar de su destino.

De repente, escuchó un ruido detrás de él y se giró rápidamente, apuntando con su pistola. Pero no vio nada ni a nadie. Solo un búho que graznaba desde una rama. Pedro se sintió ridículo y enfadado. Estafado. Había sido una falsa alarma, un simple animal que lo había hecho perder el tiempo y la calma.

– ¡Bah! —exclamó Pedro— no me asustarás con tus trucos, “fantasma”. Sé que estás ahí, escondido entre los árboles. Sal y enfréntate a mí como un hombre.

Pero no obtuvo respuesta. Solo se escuchaba al viento que aullaba entre las hojas. Pedro siguió caminando, tratando de orientarse por las estrellas. Pero pronto se dio cuenta que estaba dando vueltas en círculo. Siempre volvía al mismo punto, donde había un olivo más grande y visiblemente más viejo que los demás.

Pedro se acercó al olivo, intrigado y molesto. ¿Qué tenía de especial aquel árbol? ¿Por qué lo llevaba siempre a él? ¿Sería acaso el olivo donde estaba enterrado el señor feudal? Por un instante, sintió renovados ánimos al pensar que lo había encontrado y decidió averiguarlo. Encendió su linterna e iluminó el tronco del olivo. Buscó alguna marca o señal que le indicara algo, pero no encontró nada. Solo vio la corteza rugosa y agrietada del árbol, que parecía tener siglos de antigüedad.

Pedro se arrodilló junto al olivo y empezó con la pala en la tierra. Quería llegar hasta las raíces del árbol, donde suponía que estarían los restos del señor feudal. Los desenterraría y los mostraría al mundo para desmentir la leyenda del fantasma y del olivar maldito. Ya celebraba una victoria interna al pensar en su hallazgo, nadie más temería a ese lugar, todos reconocerían que eran unos tontos e ignorantes.

Pedro ignoraba que cometía un grave error. Un error que le costaría la vida.

Entonces escuchó una risa macabra y siniestra que brotó de la tierra y se expandió por todo el campo. Como siempre, intentó explicarlo con el viento, pero le sirvió de poco porque al comprender que se trataba de una voz, su cuerpo se paralizó al instante.

-No podrás salir nunca —zanjó la voz grave y cavernosa— estás atrapado en mi dominio. Has profanado mi tumba y ahora pagarás por tu osadía.

Pedro sintió un escalofrío que le recorrió la columna vertebral y reconoció la voz del fantasma del señor feudal.

-¿Dónde estás? —preguntó Pedro sacando su pistola— ¿por qué no te muestras?

-No hace falta que me veas. Te bastará con sentir mi presencia. Estoy en todas partes.

Pedro sintió un dolor agudo en el pecho y al tiempo pasó su mano a su garganta. Le costaba respirar. Su corazón latía con fuerza, como si fuera a estallar.

-¿Qué me haces? ¿Qué me estás haciendo?

-Mostrándote la verdad. Experimentarás el mismo sufrimiento que yo sentí cuando me apuñalaron y me enterraron bajo este olivo. Te enterraré aquí, junto a mí. Las raíces que has quebrado te abrazarán y te observarán con su savia por la eternidad.

Pedro apenas pudo mirar con horror el olivo. Vio que sus raíces se habían enroscado alrededor de sus pies y que su tronco se había abierto para engullirlo. Sintió que la madera se clavaba en su carne y que la sangre se mezclaba con el aceite.

-¡No! ¡Suéltame! ¡Déjame ir!

Era inútil. El olivo lo tenía atrapado y no lo soltaría jamás. El rugido de la tierra era la risa maliciosa del señor feudal mientras Pedro agonizaba bajo el árbol.

Así terminó la vida de Pedro, el joven aventurero desafió el olivar maldito. Su cuerpo se convirtió en parte del árbol y su alma quedó condenada a vagar por el campo junto al espíritu del señor feudal. Desde entonces, nadie se atrevió a entrar en el olivar maldito, donde se oían los lamentos y las risas de los dos fantasmas. Un olivar que se había convertido en una trampa mortal, en un lugar de horror y de venganza; que guardaba un secreto que nadie podía revelar, y que nadie podía romper. El reino del fantasma que no tendría piedad ni compasión por los intrusos y que esperaba pacientemente a su próxima víctima.

El olivar sin fin y sin salida.